Artículo publicado en Rojo y Negro nº 397, febrero 2025

En las democracias se critica al gobierno, en las dictaduras se persigue a la oposición.

No habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Pedro Sánchez inaugurara el acto de presentación del medio siglo de la muerte de Franco (visionado en el pebetero oficial como 50 Años de Libertad), ofreciéndose como el baluarte mundial frente a la internacional reaccionaria, cuando el secretario general del PSOE arremetía contra un activo del Estado de Derecho. Y lo hacía con una reforma legislativa que desnaturaliza la acusación popular, lo que conllevaría archivar los procesos que afectan a su familia política y personal (caso Ábalos-Koldo y los referidos a su hermano y esposa). Esta deconstrucción involucionista la emprende un partido que no obtuvo el respaldo mayoritario en las urnas, sino un magro segundo puesto en las últimas elecciones generales. Oxímoron democrático posible porque el presidente del Gobierno saca adelante sus propuestas transando con partidos minoritarios a cambio de concesiones. Y porque Sumar asume la obediencia debida como excusa para conjurar el ascenso de la ultraderecha. Una forma creativa de instigar un golpe autocrático en cómodos plazos y con anestesia. Hay un método en su alerta antifascista: la impunidad de los afines.
Como un Luis XIV redivivo, Sánchez ha decretado «la democracia soy yo». Indultó a Chaves y Griñán en el macrofraude de los ERE; rebajó el delito de corrupción por malversación; forzó la amnistía para los dirigentes nacionalistas condenados; maniobró para poner bajo su control a gran parte de las instituciones y empresas públicas (desde el Banco de España y el CIS hasta RTVE y Correos) y ahora pretende un cortafuegos judicial que permitiría anular las causas que amenazan a su entorno. En solo seis años el sanchismo ha acaparado el espacio político y el institucional. Tiene el Ejecutivo, controla el Legislativo, domina el Judicial (con la Fiscalía y el CGPJ en su órbita) y ha llegado a entregar la soberanía del pueblo saharaui a Marruecos en una decisión neroniana. Es la sanchosfera, un genotipo de inquietante parecido a la democracia corporativa que ahora celebran del revés. Pero como aún estamos en un régimen constitucional y pluralista —mejor sería calificarlo de «trumpismo»— porque ambos prosperan sobre la base de tachar de bulos y difamaciones toda crítica o discrepancia a su liderazgo chamánico. Lo que ha hecho en tiempo récord el Gobierno de coalición de izquierdas es poner la pista de aterrizaje para cuando lleguen los bárbaros. Están disparando al «canario en la mina». O nos comportamos como adultos o la herencia recibida será un coma ético-intelectual inducido.
En la España surgida de una transición problemática apenas existen mecanismos con participación directa de la ciudadanía (las papeletas electorales vienen precocinadas: son listas cerradas y bloqueadas). Las excepciones están el Jurado, la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) y la Acusación Popular (AP), fórmulas que pretenden verificar el principio «la Justicia emana del pueblo» proclamado en el artículo 125 de la Constitución. De las tres opciones, solo la última, inspirada en el artículo 255 de la Constitución de Cádiz de 1812, tiene una operativa constatada, dadas las limitaciones que acompañan en la praxis a la institución del Jurado y a la ILP (de las 146 presentadas desde el comienzo de la democracia hasta finales de 2023, sólo se aprobaron 4, un 2,7%). Sin embargo, si la acusación popular no hubiera existido nunca se habrían destapado y juzgado muchos de los casos de alta corrupción política y económica: desde el inicial Filesa en 1995 hasta la trama Gürtel de la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a La Moncloa en 2018, pasando por la detención de Augusto Pinochet.
La ristra de nuestros watergates no ha dejado títere con cabeza. A diestra y siniestra, casi todos los partidos que han tocado poder se han sentado en el banquillo de la acusación popular. Es decir, que sin la potencialidad jurídica de la AP los grandes poderes hubieran hecho de nuestra joven e inexperta democracia un patio de monipodio y de los españoles súbditos sin posibilidad de enmienda. Aquello del socializar las pérdidas y privatizar las ganancias con que nos tienen acostumbrados los partidos políticos cuando no tienen que rendir cuentas. Este es el trasfondo real de la programación 50 años de España en libertad que jalonará todo 2025. El tiempo que necesita Sánchez para consumar su particular «atado y bien atado» en versión trumpista asfixiando la acusación popular. Un instrumento ciudadano que a menudo rectificó la pasividad de la Fiscalía cuando el foco de la sospecha se cernía sobre la nomenclatura del poder y sus puertas giratorias.
Casos como Filesa, Gürtel, Púnica, Nóos, GAL, Tarjetas Black, Bankia, Fondos Reservados, Roldán, Pujol, Fondos de Formación andaluces, Eres, Palau y un largo etcétera, nunca habrían salido a la luz de no ser por esas acusaciones populares y los «recortes de prensa» que el sanchismo estigmatiza. Iniciativas todas ellas llevadas adelante mediante el concurso de acusaciones populares de todas las ideologías y medios de comunicación variopintos en su rol de contrapoder de la sociedad civil. Desde la extrema derecha (Manos Limpias en el caso Nóos) hasta la extrema izquierda (Herri Batasuna en el caso GAL y Podemos en el caso Pujol), desde la derecha (PP en el caso Filesa y Eres) hasta la izquierda (PSOE en los casos Gürtel y Púnica), y desde el centro (UPyD en los casos Bankia y Tarjetas Black) hasta las agrupaciones ciudadanas (la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona en el caso Palau). Porque no se trata solo de buscar la impunidad de los presuntos saqueos de bienes públicos que ahora se investigan en los tribunales (la proposición de ley se tramitará sin los informes del CGPJ y del Consejo de Estado, un acto que por reiterado y abusivo recuerda de lejos los usos de una Ley Habilitante) por el efecto combinado de investigaciones periodísticas y acusaciones particulares. Sino que además extiende una Ley Mordaza sobre la prensa, que una vez perpetrado el golpe mediático y judicial en curso tendrá que limitarse a ser el NODO sanchista. Todo ello elevado a «razón de Estado» por el Gobierno más progresista de la democracia.
Esto es lo que se decía en un libro de la época sobre la campaña franquista XXV Años de Paz: «Los fastos sirvieron a la exaltación del régimen, pero también a su legitimación como garante de la paz, orden, progreso y estabilidad en unos felices años sesenta de desarrollo. Las exposiciones, festivales, concursos, publicaciones, estrenos cinematográficos que concurrieron en la celebración oficial venían a dar una imagen moderna del país». Y este otro es el texto movilizador que enmarca la propuesta sanchista 50 años de España en libertad: «La mayoría de historiadores coinciden en situar en 1975 el inicio de ese largo y difícil proceso de transformación política, económica y social que permitió a España pasar de ser una dictadura anacrónica y aislada a ser una de las democracias más plenas, abiertas y prósperas del mundo. “España en libertad. 50 años” conmemorará el éxito de ese proceso colectivo».
¿Una comparación maliciosa? Según se vea. El 12 de octubre de 2004, Día de la Hispanidad, el entonces ministro socialista de Defensa José Bono hizo desfilar juntos a un republicano combatiente del batallón Leclerc, el destacamento liderado por luchadores antifranquistas que liberó París de los nazis, y a un ex voluntario falangista de la División Azul, la partida de expedicionarios que combatió con las tropas de Hitler en Rusia. De prosperar este lawfare del PSOE para ningunear la acusación popular habrá un apagón virtual sobre la corrupción de cinco estrellas. Lo que no significa que desaparezca, solo se esconderá entre los pliegues del poder. El azote de la corrupción seguirá siendo el cáncer del sistema, con incontables metástasis, pero ya será endógena, hermética e institucional. Se ventilará entre bambalinas y los directos perjudicados serán los ciudadanos-contribuyentes. El precio de ese régimen secreto de inconfesables sobornos lo pagarán ellos. En la dictadura franquista tampoco había acusación popular. «La Justica que agrada al príncipe tiene fuerza de Ley» (Ulpiano).

Rafael Cid


Fuente: Rojo y Negro