El anuncio de que este año 2012 la economía mundial no crecerá más allá del 0,5 por cien y en la eurozona bajará al menos un 0,3 supone la confirmación del rebrote de la recesión global y con ella también la quiebra de un rasgo estructural del modelo capitalista: la necesidad de expandirse para mantener su tasa de acumulación.

Este nuevo decrecimiento forzoso, junto con los ya clamorosos
resultados adversos de las medidas económicas que se están
aplicando frente a la crisis, parece vaticinar un giro radical del
sistema hacia un cierto capitalismo sostenible de nueva planta.

Este nuevo decrecimiento forzoso, junto con los ya clamorosos
resultados adversos de las medidas económicas que se están
aplicando frente a la crisis, parece vaticinar un giro radical del
sistema hacia un cierto capitalismo sostenible de nueva planta. Dos
conceptos, capitalismo y sostenible, que ensamblados encierran una
contradicción en sus términos, salvo que se pretenda sentar las
bases para un ecocapitalismo del 1 por cien de la población contra
el restante 99 por cien. 

El
vuelco hacia un modelo autoritario de gobierno mundial y
el escandaloso vaciamiento de las fórmulas democráticas
de gestión pública mediante dictablandas tecnocráticas, echando
mano de un neoproteccionismo estatal que contradice  el rigodón
del neoliberalismo, podrían ser parte de un Plan B de los
todopoderosos mercados para perpetuarse en el poder sobre un contexto
de precariado social. Hay indicios de que el capitalismo que
conocemos, centrado en la producción masiva, el trabajo
intensivo y el crédito extensivo, podría buscar en la economía
verde el Arca de Noé que precisa para sobrevivir de su propio
diluvio universal. Esa metamorfosis, sensu contrario, sería
equivalente a la que buscó fallidamente el comunismo soviético
antes de que el colapso del sistema le sepultara.

Decía
Carlos Marx, en frase que ha hecho historia, que los filósofos que
hasta entonces se habían dedicado a interpretar el mundo en adelante
debían empeñarse en transformarlo. Pero la voluntarista
recomendación contenía un misil sin dirección. Porque el problema
que hoy acucia a la humanidad nace precisamente de esa profecía
autocumplida: dejamos de reflexionar para especializarnos en
transformar agresivamente el mundo a nuestro alcance y la naturaleza.
O sea, nuestro afán ha entronizado el capitalismo. Transformar, dar
una nueva forma avanzada, reconvertir, en línea de eso que
vulgarmente llamamos progreso. La barbarie de la civilización
industrial (un oxímoron, no cabe civilización en la metástasis
industrial) a nivel global es la prueba de esa renuncia vital. Y es
que aunque lo tilden de sociedad del conocimiento por la prevalencia
que los “bienes inmateriales” tienen en la economía vigente,
precisamente de auténtico conocimiento y reflexión es de lo que
estamos más necesitados.

De todas las
explicaciones que se han dado, por activa y por pasiva, sobre la
crisis económico-financiera actual, ninguna resulta totalmente
satisfactoria para explicarla ex ante, durante y ex post. Y es
precisamente esa falta de enjundia en el saber sobre sus causas
eficientes lo que nos lleva a pensar en que lejos de tratarse de una
coyuntura sobrevenida, por muy grave que sea, el cacareado error del
sistema, nos encontramos ante un cuadro de síntomas que parecen
indicar la existencia de algún sesgo de planificación para cambiar
controladamente el “ciclo civilizatorio”. Incluso a riesgo de que
el proceso se vaya de las manos a sus mentores y amanezcamos en una
situación no prevista. En tal dimensión habría que valorar esas
nociones equidistantes sobre “refundar el capitalismo” que
proclaman los valedores del statu quo y la de “reiniciar el
sistema” que enarbolan sus contrarios, dos pretensiones que en el
fondo parecen ambicionar al alimón una especie de vuelta a la línea
de salida.

Por tanto,
en esta perspectiva lo primero que deberíamos aclarar es que no nos
encontramos ante una crisis convencional, que con los necesarios
reajustes pueda de nuevo echar a andar la maquinaria del sistema. Y
ello en una doble dimensión: ni objetiva ni subjetivamente esa
opción es viable. Desde el punto de vista material tenemos ya
suficientes datos y experiencia para rechazar que estemos ante un
tipo de trastorno del sistema al que una purga catártica sea capaz
de curar. Las recetas económicas que se están aplicando en todos
los países afectados han demostrado ser no sólo ineficientes sino
altamente contraproducentes. No alivian el mal, empeoran al enfermo,
aunque, eso sí, selectivamente. Aún existen clases.

Ya ni hay
economista serio, al margen de su ideología, que silencie la
nulidad de las medidas de recortes sociales implantadas para
solventar la crisis, a pesar de la cerrazón en el diagnóstico por
parte de los organismos internacionales de control, seguimiento y
evaluación (FMI, BM y BCE, especialmente). Sin olvidar que el
enorme coste humano de esas desastrosas políticas, con sus secuelas
directas de paro, precariedad, carencias básicas, etc., está
haciendo socialmente insostenible el argumento de quienes aducen que
esta es la solución mágica que recetan los mercados. Mágica, sí;
racional, no. Es cierto, no obstante, que esta crisis como otras
ocasiones de similar calado, sigue en parte el modelo tradicional,
con sus pautas de falta de realización (sobreproducción a
consecuencia de fragilidad de la demanda integral) y caída de la
tasa de ganancia por debajo del umbral de negocio óptimo,
circunstancias que han llevado a los inversores financieros a dirigir
sus capitales del sector productivo al especulativo, con el
consiguiente bloqueo del circuito cuando explotó la burbuja de la
titularización de activos. Pero no lo es menos que sus efectos, con
una cota paro nunca vista en países desarrollados y una huelga de
capital igualmente severa, no despejan todas las incógnitas del
laberinto.

Subjetivamente
tampoco salen las cuentas. Cifrar la crisis, como ha venido haciendo
la izquierda electoral, y con menos convicción la alternativa, a una
maquinación de las clases poderosas para mantener su cuota de
acumulación de capital entra más en el ámbito de las teorías
conspiratorias que en el de las explicaciones rigurosas, si sólo nos
quedamos en esa dimensión epidérmica. ¿A dónde llevaría a la
oligarquía dominante la pauperización de quienes hasta ayer han
sido sus clientes necesarios? ¿Quién en unos momentos de necesidad
tiraría piedras sobre su propio tejado? No es esta la esencia de la
destrucción creadora de la que hablaba Joseph A. Schumpeter como
virtud cardinal del capitalismo. ¿Qué sentido tiene matar a la
gallina de los huevos de oro? La gravedad del momento puede medirse
por el hecho de que estemos ante la primera vez en la historia del
capitalismo que su propia dinámica exige destruir a la clase
media, o sea, dinamitar el estamento llamado a tomar el relevo como
tejido conjuntivo de legitimación social de su actividad
explotadora.

No obstante,
cada vez parece más evidente que el arranque de la globalización,
como estrategia del capital para ampliar sus campo de acción, ha
pinchazo, en los tiempos y en cuanto a la materialización de los
espacios. El rápido desfallecimiento del factor trabajo en la
composición orgánica del capital, que ha sido tradicionalmente la
principal fuente de plusvalía, ante el empuje de las nuevas
tecnologías, y la feroz competencia capitalista, reducen
exponencialmente su margen de rentabilidad haciendo de los negocios
financieros el único paraíso económico donde obtener beneficios ya
imposibles en la economía real. Ese espasmo para refundar el mercado
se ha ralentizado con el estallido de la crisis. Un fracaso que esta
poniendo en cuestión en estos precisos momentos las transformaciones
en el ámbito de las relaciones de producción que “el nuevo
espíritu del capitalismo” (estudiado por Luc Boltanski y Eve
Chiapello) necesitaba como hábitat para su nueva etapa de expansión
y fuga hacia adelante.

En este
contexto de incertidumbres y cambios necesarios se mueve hoy el
capitalismo para sobrevivir a sí mismo. Es un lugar común que la
genealogía de esta crisis, que fue precedida de otras réplicas
menores en periodos anteriores, arranca en la década de los sesenta,
época en la que se registran los primeros síntomas de
estrangulamiento del modelo productivo industrial y de democracia de
consumo, reflejados en la crisis de abastecimiento de petróleo y en
la celebración de la primera Cumbre de la Tierra en 1972 de las
Naciones Unidas. Desde entonces hasta la actualidad hay un nicho de
opciones y ensayos, todos ellos cortocircuitados en algún momento de
su proceso, que gracias a la energía barata, la cibertecnología y
la abundante mano de obra precaria, le ha llevado de victoria en
victoria (la nueva economía de los punto.com, el relanzamiento del
keynesianismo militar en Irak y la eclosión de la sociedad del
conocimiento) hasta la crisis final (financiarización y deuda),
estallido éste que coincide con la llegada en 2010 al pico mundial
del petróleo y de otros recursos naturales. Un apagón de la
economía real bajo control del modelo neoliberal que curiosamente
ha tenido que echar mano de un Estado neoproteccionista, reforzado en
sus vertientes más coactivas, para de un lado desmontar y exorcizar
el Estado de Bienestar, y de otro legitimar una brutal transferencia
de renta desde las clases asalariadas al capital zombi.

Si las
medicinas prescritas agravan al enfermo, ¿por qué las recetan? La
“doctrina del shock”, teorizada por Naomi Klein, ofrece algunas
pistas sobre este aparente galimatías. La cuestión estaría en un
conflicto de intereses entre los distintos bloques y familias que
integran las esferas del poder mundial para arbitrar una “destrucción
creadora” a la crisis de realización en la que se encuentra la
encrucijada del capitalismo de desastre. Sustancialmente se trata de
una pugna entre los que pretenden alargar el ciclo del modelo vigente
contingentando el marco de derechos económicos, políticos y
sociales de la población (fórmula a la que se adscribirían las
oligarquías de países como EEUU, China y Rusia que siguen
rechazando los Acuerdos de Kioto)) , y otro sector, al que la
cronificación de la crisis parece darle ventaja teórica, que
postula aprovechar la resignación con que la ciudadanía está
soportando los ajustes desamortizadores para fraguar un nuevo
contrato social de mínimos. Una “constitución sobrevenida”
urbi et orbi que entronice la metamorfosis de un ecocapitalismo que
garantice mantener el control del 99 por cien de la sociedad por la
élite cleptocrática del 1 por cien. Mutar algo para que lo esencial
siga igual, en línea con la propuesta de economía sostenible
preconizada por el vicepresidente norteamericano Al Gore que impulsa
como nuevos focos generadores de riqueza un mix de energía nuclear y
renovable, y negocios de reciclaje, descontaminación, transgénicos,
etc. La “revolucionaria” opción del tránsito hacia una economía
verde pivotaría, pues, sobre la declinación de la sociedad civil a
costa de mecanismos de gobernanza global autoritarios (FMI, BM, OMC,
BCE, agencias de calificación, mercados financieros, etc.).
Decrecimiento a través de la desigualdad y jibarización de la
sociedad civil. Este proceso de refeudalización se perpetraría
capitalizando la percepción de extrema orfandad incubada a nivel
individual como consecuencia de la cruzada contra el terrorismo tras
el 11-S, primero, y el desvalimiento social provocado por las
políticas de austeridad aplicadas para combatir la crisis que
líderes políticos, instituciones representativas y grandes medios
de comunicación de masas apadrinan. Así se conjuraría el “exceso
de democracia” sobre el que alertaba el politólogo Samuel P.
Huntington en 1973 como lastre para el manejo de las crisis, en su
Informe sobre la gobernanza
redactado para la Comisión Trilateral.

Si como
afirma Jaime
Semprun
en su libro
La nuclearización del mundo
“el pasado no es nada más que un futuro que acabó mal”, los
nuevos zahories del capitalismo verde pretenden diseñar un futuro
que nazca del consenso con el pasado para evitar el riesgo de
ruptura. De ahí la osadía extrema y el riesgo que supone introducir
una doctrina de austeridad presupuestaria y casi una mística de la
autarquía doméstica en el centro de una economía basada en la
multiplicación del crédito, público y privado. Porque lo cierto es
que nada está escrito, y de la misma forma que aquí y ahora el
mundo oficial conspira como una piña para esa “esa vuelta atrás
tomando impulso”, la situación también concita una oportunidad
histórica para ir hacia un verdadero proceso constituyente,
profundamente democrático, realmente humanista y sinceramente
ecológico, que rompa definitivamente amarras con el más destructivo
de los sistemas económicos conocidos. Menos es más y mejor.

Rafael
Cid


Fuente: Rafael Cid