Artículo de opinión de Rafael Cid
“La cesión ante la Troika refuerza a Tsipras. Según un sondeo, si ahora se celebraran elecciones en Grecia Syriza sacaría mayoría absoluta”.
“Pablo Iglesias ha sido elegido candidato de Podemos a La Moncloa con un aplastante 82% de los sufragios emitidos sobre un 16% de votantes”.
(De la prensa)
“La cesión ante la Troika refuerza a Tsipras. Según un sondeo, si ahora se celebraran elecciones en Grecia Syriza sacaría mayoría absoluta”.
“Pablo Iglesias ha sido elegido candidato de Podemos a La Moncloa con un aplastante 82% de los sufragios emitidos sobre un 16% de votantes”.
(De la prensa)
Salvo Perry Anderson, fundador y editor de la influyente New Left Review, la mayoría de los políticos e intelectuales de la izquierda anticapitalista (también existe una derecha anticapitalista) continúan rehenes de su prematura mitificación del “fenómeno Syriza”, lo que les impide sacar las oportunas conclusiones de la “debacle griega” (título del artículo crítico del historiador británico) que ha culminado reforzando la distopia dominante. Unas consecuencias de enorme trascendencia para el pensamiento emancipador, que nuevamente refutan las alternativas al sistema implementadas clonando las reglas de juego del sistema y con medios que supeditan la apuesta democrática a la mera conquista del poder, con el consiguiente desarme del potencial de la sociedad civil.
Desde los orígenes del movimiento obrero el tema de la lucha de clases sociales ha sido el perejil de todas las salsas en que se debatiera sobre el socialismo. La lucha de clases fue su gran mito movilizador, en el sentido que Georges Sorel daba al término, como el de la huelga general o la revolución. De hecho, tras décadas de relativa “paz social” plasmada en el usufructo del Estado de Bienestar que ahora se desploma, la crudeza de la crisis financiera lo ha vuelto a traer de actualidad. Aunque sea en su versión estadística, como expresión de los extremados niveles de desigualdad que fomenta el modelo de capitalismo neoliberal. La famosa y maximalista variable que relaciona el 1% de la población que controla más de la mitad de los recursos del planeta con el 99% que está a verlas venir, ha sido uno de los clichés más utilizados para tipificar esa explotación sistémica.
De ahí que “el caso griego” sea un interesantísimo laboratorio histórico-político-social en el que contrastar la vigencia de la interacción entre la evidente existencia de clases sociales, abismalmente distantes en cuanto a participación en la riqueza nacional, y su teorizado grado de confrontación. Parece obvio que un partido como Syriza, integrado por grupos de la izquierda marxista aplicados en la dialéctica de la lucha de clases, debería haber sido una piedra de toque para hacer políticamente operativa esa disidencia. Sobre todo cuando dicha coalición logró un respaldo electoral suficiente para alcanzar democráticamente el gobierno del país. Y sin embargo, ha sucedido todo lo contrario. El ejecutivo de Tsipras ha capitulado ante el gran capital, escenificando una colaboración de clases, sin casi presentar batalla más allá de una inicial resistencia pasiva.
Las causas de ese viraje histórico son complejas y sin duda serán objeto de estudio y reflexión por parte de los investigadores en los próximos tiempos. Aunque una cosa si se puede anticipar. Y es que por primera vez la cuestión social se ha planteado, ex ante y ex post, fuera del marco del Estado-Nación, mapa donde las competencias de opresores y oprimidos están tasadas. Estamos en la era global, y las medidas que el ejecutivo heleno se ha visto obligado a asimilar venían dictadas desde el exterior. Esto constata un hecho nuevo respecto a situaciones pasadas: que el dinero, aparte de no tener patria, en el siglo XXI está organizado a escala mundial. Ese es el significado preciso del concepto globalización: la internacionalización del capital financiero.
Por el contrario, los trabajadores no hay sabido superar el marco endogámico para dinamizar una solidaridad supraestatal que compita al capital: hoy no existe una internacional de los trabajadores propiamente dicha. Llama poderosamente la atención los escasos apoyos que el atribulado pueblo griego, en su primera fase de oposición ciudadana a las exigencias de la Troika, obtuvo entre las centrales obreras “representativas” y las confederaciones sindicales europeas. Salvo algunas manifestaciones callejeras convocadas a iniciativa de los movimientos sociales y el sindicalismo alternativo, la incidencia pública de las protestas contra la plutocracia de “los acreedores” ha sido escasa. Esta evidencia contrasta con el alud de informaciones y artículos de opinión insertados en las webs de ideología anticapitalista criticando con dureza la intransigencia dolosa de las instituciones de la eurozona.
De seguir a esos medios de comunicación podría deducirse que de la llegada de Syriza al poder dependía el futuro de las masas populares en muchos países azotados por la crisis. Mientras que en el entorno de la clase trabajadora y de sus organizaciones ese compromiso militante se convertía en un seguimiento pragmático, casi retórico. Ni en Grecia ni fuera de ella ha primado el beligerante disenso de clase durante el proceso de negociaciones, sino más bien un deseo contenido de arrancar concesiones a Bruselas sin llegar al conflicto social. Solo así se explica el hecho insólito de que Syriza ganara las elecciones con algo más del 33% de los votos esgrimiendo un programa rupturista y tras capitular ante la Troika los sondeos escalen ese resultado hasta un notabilísimo 42%, lo que le daría la mayoría absoluta que antes no consiguió. Datos que parecen indicar que Tsipras es institucionalmente más fuerte cuando encarna el consenso social que cuando presagiaba un activo de la lucha de clases.
Este registro se complejiza aún más si se compara con el referéndum del Oxi (No) al memorándum de la “deudocracia”, que logró un respaldo popular de más del 62%. Entonces fueron los jóvenes, cuya tasa de desempleo en Grecia llega hasta el 60%, quienes se decantaron mayoritariamente contra las exigencias de Bruselas, estando el bando del Nai (Si) compuesto fundamentalmente por el sector de los trabajadores y los jubilados. El mapa que dibujan esos datos cruzados indica un arraigado conservadurismo entre los asalariados (activos o pasivos) y un impulso de cambio radical entre la población más vulnerable, los jóvenes excluidos. Algo que en clave temporal significa que la gente que tiene más pasado que futuro vota continuismo mientras la que tiene más futuro que pasado elige alternativa.
De suyo, las revueltas contra el orden existente que brotaron al tiempo que la debacle económica en sitios política y geográficamente tan dispares como Túnez, Egipto y España, entre otros, fueron protagonizadas por las nuevas generaciones condenadas a vivir peor que sus padres, motivadas estas últimas por recuperar el status previo a la crisis. A esta situación se la pueden atribuir causas y eximentes. Desde el efecto devastador y tóxico que la corrupción generalizada ha provocado en las sociedades desarrolladas (en todas direcciones: de arriba-abajo y de abajo-arriba), hasta la otra más clásica y académica que habla de la resistencia al cambio de las clases que tienen algo que perder.
La primera argumentación es contingente, y habría que suponer que si idealmente cesara la corrupción sus efectos también decaerían. Sin embargo, la segunda es inmanente, porque está ligada a la naturaleza misma de la sociedad capitalista, la única que hoy impera en todo el planeta, que aúna en un mismo régimen económico-productivo a trabajadores y patronos. Por tanto, y teniendo en cuenta que la época del pleno empleo no volverá, sería preciso buscar otros factores que mínimamente expliquen esa acomodación de los asalariados al sistema vigente. Lo que antes se llamaba alienación y hoy podría denominarse con mayor perspicacia servidumbre voluntaria, para no abusar del sesgo clínico que acompaña a aquel término.
En este sentido se ha menospreciado la influencia que la inserción en el proceso productivo implica. La “mochila del trabajo”, lo que Richard Sennett llama “la corrosión del carácter”. Es decir, la doma y disciplinación que la cultura laboral implementa sobre la personalidad de los trabajadores y trabajadoras a lo largo de su existencia. Hay que tener en cuenta que buena parte de la vida de una persona se desarrolla en un entorno empresarial, donde los valores humanos cooperativos quedan relegados a un segundo plano en favor de la lógica productivista regida por el principio del beneficio. Una cadena de renuncias que, año tras, vida tras vida, generación tras generación, impregna una “segunda naturaleza” donde prima la ambición, la competitividad y la obediencia debida.
Quizás por eso la clase trabajadora, huérfana de los estímulos que favorecía el impulso combativo y el ascendente ético del primer internacionalismo solidario, se ha adocenando en el capitalismo avanzado hasta convertirse en su aliado de último recurso. Quedando así la rebeldía y el pensamiento crítico en los márgenes del sistema y en las minorías comprometidas de los sectores juveniles, que al no tener el estigma de la explotación poseen una mayor y más lúcida comprensión del carácter hostil y mórbido del modelo imperante. A un lado quedaría la juventud más preparada, cosmopolita y maltratada de la historia y al otro la clase obrera más desarraigada, insolidaria y conformista de los últimos tiempos. Esta dualidad se puso de manifiesto en las respuestas dadas por unos y por otros frente a las políticas austericidas de los gobiernos europeos. A grandes rasgos, los más jóvenes activaron movimientos de resistencia, autoorganización y protesta de carácter radical que refutaban el sistema en su conjunto, y los mayores (empleados y/o parados), por su parte, buscaban refugio en el seno de organizaciones ultras, como el Frente Nacional francés, cambiando la tradicional épica de la lucha de clases por la del rencor antieuropeista y el nacionalismo xenófobo.
En este nuevo terreno de juego, habría que preguntarse qué papel puede desempeñar un partido como Podemos al que el primer ministro griego Alexis Tsipras ha considerado como la opción política que puede frenar la deriva antisocial de la Unión Europea. Un “marrón” para Pablo Iglesias que exige escrutar las dos caras que conviven en su formación. De un lado, la consideración de que se trata de una organización integrada por gente joven con todos las señas de positividad que se presupone a su generación, al margen de las pegas propias de su eufórica inmadurez. Y por otro, en el hecho chocante de que sus dirigentes sean en su gran mayoría profesores de la universidad pública, una de las instituciones más endogámicas e ineficaces de España, que fue la primera en plegarse a las imposiciones “mercantiles” de Bruselas con el Plan Bolonia. Hablamos de un estamento funcionarial que goza de condiciones laborales privilegiadas respecto a otros sectores profesionales (salarios por encima de la media; contrato fijo; empleo estable; jubilación más temprana; etc.). Ventajas todas ellas a notable distancia de los problemas de todo tipo que acosan a la generalidad de la juventud, condenada a la emigración, la exclusión social o el precariado existencial. El enigma Podemos: una moneda al aire.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid