En este artículo, publicado hace ya casi trece años, parece como si Noam Chomsky (Filadelfia, 1928), uno de los pensadores libertarios con más influencia hoy día en el mundo, quisiera clarificar, ante sí mismo y ante quienes, manteniendo ideas similares, parecen achacarle cierta inconsecuencia de criterios, algunas de sus posiciones anarquistas y eliminar o, por lo menos, suavizar, ciertas contradicciones o puntos de tensión que observa en algunos planteamientos importantes.
Y para entender sus planteamientos el autor hace hincapié en recordar que escribe desde el punto de vista de una persona con valores morales, una persona que sabe que sus decisiones y sus actos van a tener consecuencias serias. “Es fácil corear consignas, pero no ayudan mucho cuando se trata de tomar decisiones reales.”
Y para entender sus planteamientos el autor hace hincapié en recordar que escribe desde el punto de vista de una persona con valores morales, una persona que sabe que sus decisiones y sus actos van a tener consecuencias serias. “Es fácil corear consignas, pero no ayudan mucho cuando se trata de tomar decisiones reales.”
El conflicto que Chomsky observa en sus propios planteamientos anarquistas es la contradicción que parece existir entre su “estrategia”, la construcción de una sociedad libre, justa y solidaria, “una sociedad en la que desearía vivir un ser humano digno”, y sus “objetivos”, es decir, “las decisiones y tareas que se hallan a nuestro alcance”. En pocas palabras, una variante más del viejo conflicto del pensamiento libertario entre los medios y los fines.
En sus reflexiones, Chomsky parte de lo que ha llegado a ser hoy en día el capitalismo de Estado, sobre todo en los EEUU, un capitalismo desarrollado en el que “los sistemas económicos, políticos e ideológicos fueron cayendo progresivamente en manos de unas inmensas instituciones de tiranía privada que son lo más próximo al ideal totalitario de cuanto han construido hasta ahora los seres humanos.” Un sistema de carácter totalitario y al servicio de intereses privados que ha conseguido escamotear a las personas cualquier tipo de control democrático, que ha expandido sus garras por todo el mundo y que posee un poder de propaganda capaz de orientar los pensamientos de la mayoría y eliminar casi cualquier resistencia o rebelión.
Esta situación actual, en la que parece haberse cumplido la utopía de explotación que los “señores” habían perseguido desde comienzos del siglo XIX es la que para Chomsky justifica, a pesar de su objetivo último del desmantelamiento del poder del Estado, su posición actual : “Mis objetivos a corto plazo son defender e, incluso, reforzar elementos de la autoridad del Estado que, aun siendo ilegítimos desde puntos de vista básicos, resultan esencialmente necesarios ahora mismo para obstaculizar los denodados esfuerzos dirigidos a “dar marcha atrás” en los progresos logrados en la expansión de la democracia y los derechos humanos.” Y esto es así, porque al menos “las instituciones de poder y autoridad estatal ofrecen al pueblo despreciado la oportunidad de representar algún papel, por más limitado que sea, en la gestión de sus propios asuntos.”
Sin embargo, y esto es quizá lo más importante, lo que puede separar los objetivos libertarios de planteamientos más posibilistas o socialdemócratas, esta defensa hoy de la función moderadora del Estado frente a la estrategia de explotación y rapiña de los intereses privados, que amenazan con suprimir las conquistas obreras y los derechos humanos, no se ha de hacer sin exigencias y contrapartidas. “En el mundo actual, los objetivos de los anarquistas comprometidos deberían consistir en defender algunas instituciones del Estado de los ataques lanzados contra ellas, intentando obligarlas al mismo tiempo a que se abran a una participación pública más significativa y, en última instancia, eliminarlas en una sociedad mucho más libre si se pueden alcanzar las circunstancias apropiadas.”
De estas reflexiones de Chomsky conviene, a mi juicio, resaltar dos aspectos importantes. El primero, aunque evidente, no parece gratuito volverlo a repetir ante el peligro de que la propaganda oficial pudiera hacérnoslo olvidar : el carácter histórico del capitalismo de Estado. Los intelectuales al servicio del poder en universidades, fundaciones y medios de comunicación quieren hacernos creer que las leyes del mercado han existido desde siempre y son inmutables, es decir, que el capitalismo más o menos salvaje es un sistema económico “natural”, inevitable y eterno. Chomsky recuerda que, en la forma en que lo conocemos hoy, el sistema capitalista ha tenido su origen a comienzos del siglo XIX y que, tras una rápida evolución, es a principios del XX, junto a “las otras dos formas del totalitarismo : el fascismo y el bolchevismo” cuando se ha llegado a convertir en el capitalismo de Estado que hoy conocemos, “un Estado al servicio de los intereses del poder privado”. Y, lógicamente, si ya han desaparecido el fascismo y el bolchevismo, acaba concluyendo : “No hay razones para pensar que esta tendencia en los asuntos humanos vaya a ser más permanente que sus innobles hermanos.” Como construcción histórica, pues, el capitalismo ha de durar el tiempo que las personas encuentren otra forma de organizarse en sociedad. Y, siguiendo la tendencia hacia formas de organización más racionales, justas y democráticas, que hasta ahora, no sin luchas y derrotas, hemos alcanzado, confiemos en que podamos construir en un futuro próximo un modelo de sociedad más libre y más humano.
Y es en este duro camino de transición hacia una sociedad sin estructuras de dominio y sin Estado donde Chomsky plantea su anarquismo comprometido y sus objetivos a corto plazo : la defensa de lo público frente al omnívoro poder privado actual respaldado por el Estado. Pero, eso sí, advierte, no sin exigencias ni contrapartidas. Y éste es el segundo aspecto de las reflexiones de Chomsky que conviene resaltar y desarrollar. Ante el proceso de desmantelamiento de los servicios públicos y los ataques a los derechos laborales y los derechos humanos, la defensa hoy en día de algunas instituciones del Estado, como por ejemplo la Sanidad, la Educación o los servicios públicos hay que hacerla “intentando obligarlas al mismo tiempo a que se abran a una participación pública más significativa”.
Obligar a “una participación pública más significativa” quiere decir extender los principios de la democracia auténtica a todas las esferas de la vida, especialmente la esfera económica, la esfera que con más empeño y con mayor éxito se ha escamoteado siempre y bajo cualquier sistema político a la clase trabajadora. En las negociaciones de los convenios colectivos, tanto a las instituciones del Estado como a las empresas privadas hay que exigir, además de las necesarias reivindicaciones salariales, horarias y de salud laboral, otras medidas que afecten cada vez más a la participación y al control democrático de los trabajadores y de las trabajadoras en la gestión del proceso productivo. Hay que intervenir no sólo en el cómo, sino en el qué y el por qué de la producción. Y como el proceso productivo no se lleva a cabo de forma aislada, sino que tiene consecuencias sobre la sociedad y sobre el medio ambiente que lo rodea, hay que incluir en toda negociación medidas que mejoren también las condiciones de vida de las personas y aminoren o hagan desaparecer los efectos nocivos que, de lo contrario, acabarán por destruir el planeta donde vivimos.
Y si estos objetivos no se pueden alcanzar mediante el diálogo y la negociación, los trabajadores y las trabajadoras disponen de otras armas más expeditivas para hacer oír su voz e ir avanzando en la conquista de sus derechos.
Conrado Santamaría
Fuente: Conrado Santamaría