Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado

El 7 de octubre de 2008, ayer como quien dice, los sindicatos organizados en la Confederación Sindical Internacional -la gran y moderada federación que agrupa a la mayoría del sindicalismo mundial– celebraban la primera Jornada Mundial del Trabajo Decente. Como cualquier causa perdida: el clima, los bosques, el oso polar o la escuela pública, una rareza como el trabajo decente parece que también necesita una fecha en el calendario para recordarse.

El 7 de octubre de 2008, ayer como quien dice, los sindicatos organizados en la Confederación Sindical Internacional -la gran y moderada federación que agrupa a la mayoría del sindicalismo mundial– celebraban la primera Jornada Mundial del Trabajo Decente. Como cualquier causa perdida: el clima, los bosques, el oso polar o la escuela pública, una rareza como el trabajo decente parece que también necesita una fecha en el calendario para recordarse.

Al tratarse de sindicatos de trabajadores lo natural sería que todas las reivindicaciones obreras tuvieran cabida en la histórica jornada del 1º de Mayo, que se viene celebrando en todo el mundo desde finales del siglo XIX y que a pesar de todo goza de mayor popularidad y apoyo entre la clase trabajadora. Pero, claro, viendo la mezcolanza de sindicalismo demócrata cristiano, liberal, socialdemócrata, progresista, etc. que se da en la ITUC-CSI se puede comprender que se busque una fecha sin las connotaciones revolucionarias y anticapitalistas que aún arrastra la jornada que recuerda a los obreros anarquistas asesinados por Estado y Capital en Chicago (1886).

Según las estimaciones más optimistas (porque la cosa puede que esté peor) el 60% de los empleos mundiales no reúnen las condiciones mínimas para ser considerados como “trabajo decente”, ya que quienes los desempeñan lo hacen sin contar con condiciones dignas, derechos laborales, contratos estables, normas de seguridad ni salarios dignos.

Estas graves carencias afectan a la mayoría de la población trabajadora en países de África, Asia y América Latina, pero en lo que ha sido el cogollo del mundo industrializado (Norteamérica y Europa) también empiezan a ser una realidad para amplios sectores sociales. En el caso del primer mundo se da la paradoja de que, después de conquistar mediante duras luchas toda una serie de derechos para la clase trabajadora, en las últimas décadas se están perdiendo todos esos avances; en muchos casos con la aceptación tácita o la renuncia a las movilizaciones del sindicalismo institucional, parte de cual ha pasado de teorizar sobre la revolución social a proponer una cosa tan ambigua como el trabajo decente.

Llegados a este punto, y centrándonos en el contexto más cercano, cabría señalar las notables carencias del mercado de trabajo español para que lo pudiéramos considerar mínimamente decente. En ese sentido, y aunque resulte reiterativo, no podemos dejar de lamentar las sucesivas reformas laborales que se han ido llevando las conquistas de generaciones anteriores. Han sido esos pactos los que han establecido los contratos basura, las empresas de trabajo temporal, el despido tan libre como barato, el recorte de las pensiones, la congelación de salarios y otras medidas que nos sitúan como uno de los países con más paro, mayor precariedad y con más familias amenazadas por la pobreza de toda la Unión Europa.

Con este panorama tan crudo, se nos antoja una farsa que cada 7 de octubre nuestros amigables líderes de los llamados agentes sociales se coloquen – junto a unos cuantos incondicionales con banderas – ante las cámaras de TV para contarnos que siguen pidiendo trabajo decente, más derechos y mejores salarios, pero ocultando que no se animan (o no se atreven) a exigir la derogación de esas reformas laborales que impiden cualquier avance significativo en las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría social.

 

Antonio Pérez Collado

 


Fuente: Antonio Pérez Collado