Las condiciones a las que se expone buena parte de la población desfavorecida de la Guajira, no son efecto de una situación excepcional sino de una larga historia que ha sido forjada desde programas y estrategias más amplias destinadas a organizar la economía, el uso de las tierras, las aguas (entre otros recursos) y, por lo tanto, la vida social, de una manera determinada. | |
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Hace un mes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictó medidas cautelares al Estado colombiano para “preservar la vida e integridad personal de los niños, niñas y adolescentes” de La Guajira. En un informe publicado en el 2014, la Defensoría del Pueblo hizo un recorrido por la situación del departamento que define como “grave crisis social y humanitaria”. |
Al comienzo del informe se señala que “la constante del departamento es el sufrimiento: sufren las madres que han perdido a sus hijos e hijas; sufren los niños y niñas que caminan bajo el ardiente sol en busca de agua; sufren los habitantes de los quince municipios del departamento que jamás han visto plenamente satisfechas sus necesidades básicas; sufre el pueblo Wayúu acorralado por el hambre, la violencia y la corrupción; sufren los hombres privados de su libertad en una cárcel que niega su dignidad humana”. Al recurso de hacer visible el problema armando un retrato del sufrimiento, se suman buena parte de los titulares y noticias que desde hace tres años describen la ya prolongada situación de “emergencia”; señalan las condiciones de pobreza; reclaman la necesidad de establecer “mínimos” vitales y, salvo algunas excepciones, tienden a pasar por alto la pregunta acerca de las causas que dan lugar a las condiciones de precariedad y vulnerabilidad en las que tanto se enfatiza. Si lo hacen, se nos dice lo que ya señala la cita de la defensoría: que si hay causas, debemos cifrarlas en la violencia, la sequía y la corrupción. Una interpretación que tiende a considerar a La Guajira como una zona ‘desértica’ de emergencia y sin Estado.
redifunde CGT rr.ii.
Las interpretaciones que se expresan de esta manera pueden leerse en un reciente especial sobre La Guajira publicado por El Tiempo, según el cual “lo que antes comían algunas poblaciones se está acabando como consecuencia del cambio climático o ya no es fácil acceder a esos productos debido a factores asociados a la violencia, abandono del territorio o pobreza”1.
Las interpretaciones que se expresan de esta manera pueden leerse en un reciente especial sobre La Guajira publicado por El Tiempo, según el cual “lo que antes comían algunas poblaciones se está acabando como consecuencia del cambio climático o ya no es fácil acceder a esos productos debido a factores asociados a la violencia, abandono del territorio o pobreza”1. En la misma dirección, el informe de la defensoría sostiene que “el pueblo indígena Wayúu afronta graves problemas de seguridad alimentaria y escases de agua generada por los intensos veranos y el cambio climático regional que aunado a la complejidad geográfica, cultural y social de la región y la deficiente atención en salud, estas situaciones han desencadenado altas tasas de morbimortalidad infantil asociada con problemas de desnutrición”2. Estas descripciones han hecho recurrentes los llamados a señalar la urgencia y la emergencia de lo que allí ocurre y a interpretar el problema como consecuencia de diversas causas, entre ellas, la inmensa y descarada corrupción, la violencia, la sequía y el abandono estatal. No obstante, no deja de ser reductiva esta aproximación al problema. Por un lado, los argumentos que se esgrimen en relación a la supuesta falta de Estado, ignoran la pregunta acerca de la forma como éste opera. Por otro lado, al apuntar exclusivamente a “la violencia” de los que están ‘por fuera de la ley’, se ignora que los órdenes estabilizados producen y son también efecto de ejercicios de violencia. Y por último, aducir que parte del problema es consecuencia de las circunstancias actuales que trae el cambio climático es algo que no deja de ser problemático si hablamos de una región semiárida con épocas de sequía que, es cierto, afectan las fuentes de agua, pero que tal vez no lo hacen en la misma medida en que lo hacen las desviaciones de dichas fuentes hacia la explotación de recursos, como sucede con la mina de carbón El Cerrejón.
Además, aunque el recurso a la emergencia busque activar reacciones inmediatas a las situaciones que se hacen visibles, es ese énfasis en lo “excepcional” el que privilegia una comprensión del problema como una situación transitoria (que, al contrario, desde hace años se confunde con la norma). Dicha transitoriedad opera bajo el supuesto de que a la vida hay que restituirla a su cauce en virtud de las afectaciones, las contingencias y los eventos excepcionales que han interrumpido su rumbo normal, lo que sugiere que se trata de condiciones que se pueden asumir como temporales, reversibles, aisladas, de las que se exigen apenas ciertos rostros y representaciones para hacerse “merecedoras”3 de determinado tipo de cuidado. Esta interpretación, y lo que ella presupone, implica además un trato con el problema que podría estimular el control del tiempo de las ‘ayudas’ y despolitizar un fenómeno cuyas consecuencias se han desencadenado gracias a un cúmulo de aristas más amplias y complejas, que no pueden concebirse bajo la restringida interpretación de la “emergencia” tendiente a favorecer las precarias intervenciones humanitarias estatales (por ejemplo, los “kits humanitarios de emergencia”).
Sabemos, también, que las condiciones a las que se expone buena parte de la población desfavorecida de la Guajira, no son efecto de una situación excepcional sino de una larga historia que ha sido forjada desde programas y estrategias más amplias destinadas a organizar la economía, el uso de las tierras, las aguas (entre otros recursos) y, por lo tanto, la vida social, de una manera determinada. Esta formación de las coordenadas en las que la sociedad está llamada a funcionar, se deja ver en los últimos discursos gubernamentales que, en nombre del desarrollo, terminan por propiciar procesos de despojo y concentración de los recursos. Procesos que se dan en las llamadas “regiones de inmenso potencial”4 (como las ZIDRES recientemente aprobadas por el Congreso) para las que está definido quiénes, bajo qué condiciones y con miras a qué fines les está permitido ocupar y hacer uso de los recursos que allí se encuentran. Se trata, de hecho, de espacios y geografías para las que sólo un trato con los recursos está autorizado: la explotación, ahora reservada a quienes, según el gobierno, dispongan de los medios de explotación “adecuados”, pues ellos son garantía de un aprovechamiento máximo de las ventajas que los recursos reportan en términos de rentabilidad económica. La Guajira ha sido nombrada dentro de dichas zonas desde hace décadas cuando se empezó a definir por su “potencial energético” dados los yacimientos de carbón, gas natural y metano con los que cuenta y cuando, más tarde, empezó a funcionar a cielo abierto la mina El Cerrejón que hoy es responsable de la desviación del río Ranchería y cuyos proyectos son confrontados a través de diversas estrategias por organizaciones como la Fuerza de Mujeres Wayúu5.
El hecho de que estas coordenadas se dejen ver con mayor claridad en un entramado de procesos económicos, no quiere decir que el Estado no contribuya a su regulación, que no esté al tanto de los efectos que esas coordenadas producen, los cuales suelen traducirse en cambios en la distribución de los espacios y de los recursos, en transformaciones de la vida cotidiana y en la producción de subjetividades (por ejemplo, el campesino “ejemplar” en el modelo de las Alianzas Productivas). Esto no solo muestra la presencia del Estado (a través de las disposiciones reguladoras con las que busca hacer el mercado más competitivo y ajustarlo a las exigencias del mercado global), sino también su estrecho vínculo con ejercicios del poder que producen violencias desapercibidas, violencias que no exclusivamente se deben a la presencia de sus “opuestos” como los grupos paramilitares, las mafias, etc. Es este despliegue de dispositivos que organizan el uso de los recursos, y la vida misma, el que va en contravía de la interpretación habitual que explica buena parte de los problemas de la población de La Guajira (y de otras zonas) en la “ausencia de Estado”.
De hecho, en un artículo publicado por Carolina Sáchica, la abogada que con Javier Rojas presentó la solicitud a la CIDH, se titula “El único “estado” que conocen los Wayúu es el abandono”6. Aunque el artículo no desarrolla del todo lo que su título quiere sugerir7, al hacer el recorrido por los motivos de la solicitud y al dar un paso por las causas del problema, lo que se muestra es lo contrario a la tesis del abandono estatal (si su uso está asociado a la idea de la “falta de Estado”). La presencia del Estado, y de las instancias que actúan en contigüidad con él, se manifiesta no solo en el conocimiento de las circunstancias que hacen posible las condiciones de vulnerabilidad de las poblaciones que viven en medio de los mega proyectos, como lo hace ver el artículo, sino también en ese modo de operar que le es característico y que consiste en dejar a merced de las vidas su propia posibilidad de vivir y al poner en sus manos toda la responsabilidad de sus “estados” o “condiciones” de vida. Si las circunstancias que arman hoy un paisaje de normalidad, y no de excepcionalidad, en La Guajira se dan como efecto de la manera en que opera el Estado colombiano, tal vez debamos desplazar la idea de abandono, asociada a la ausencia del Estado, hacia una idea de abandono que tiene que ver con las estrategias gubernamentales y los ejercicios de poder que terminan por dejar a poblaciones enteras a merced de su propia suerte y que, si bien en medio de esas circunstancias, hay respuestas y programas (también estatales) que estimulan ayudas, lo hacen ya acompañados de sus discursos de desarrollo que traen todas sus promesas de un ‘futuro’ solo a los sujetos que “sí son capaces” de “salir adelante” por su propia cuenta. Un discurso que se ajusta fácilmente a la idea de que sobre cada sujeto pesa la responsabilidad de sus condiciones de vida, así como la posibilidad de hacerse a una historia ‘distinta’.
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1Ver http://www.eltiempo.com/multimedia/especiales/hambre-en-la-guajira/16465235/1
2Ver http://www.defensoria.gov.co/public/pdf/informedefensorialguajira11.pdf
3En un libro recientemente publicado, Pablo Jaramillo muestra, a través de su trabajo con la Fuerza de Mujeres Wayúu, cómo “ser “frágil”, morar en una locación “marginal” y vivir en “condiciones miserables” son circunstancias que se convierten en argumentos “para hacer que las necesidades de asistencia aparezcan lo más legítimas posibles”. Además de tratarse de modos de dar pruebas del cumplimiento de los atributos asignados a quienes se hacen merecedores de atención o de asistencia (exigencias que en todo caso requieren de un enorme trabajo de las comunidades por hacerse visibles ante diversas instancias), se trata de estrategias que pueden jugar en favor de las comunidades al abrir posibilidades para agenciar sus propios proyectos y reclamos políticos. Ver: Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigenidad en el norte de Colombia, 2014. p. 129, 153.
4Un ejemplo del estímulo a este discurso y de su despliegue como “modelo de desarrollo” ha sido la creación de las “Alianzas Productivas”. Un modelo que Alfredo Molano ha descrito en varias de sus columnas y en su reciente libro Dignidad Campesina. Ver: “Montes de María: un modelo de desarrollo que concentra tierras y mano de obra”: http://www.elespectador.com/noticias/nacional/montes-de-maria-articulo-271613 ; “Las tales Alianzas”: http://www.elespectador.com/opinion/tales-alianzas-columna-446330
5Son varias las estrategias de confrontación al gobierno y a El Cerrejón las que hacen valerosamente estas organizaciones. Las formas de acción política de la Fuerza de Mujeres Wayúu, entre otras organizaciones, suelen pasar desapercibidas en medio de los discursos victimizantes que tienden a hacerse más visibles en los medios o en los ejercicios de análisis y opinión. Para profundizar en la importancia política de estas estrategias, recomiendo el libro Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigenidad en el norte de Colombia, de Pablo Jaramillo, que rescata las ambivalencias y matices que se dan en medio de estos procesos.
7Lo que expresa el título puede interpretarse como la tan nombrada ausencia de Estado o, como acá señalo, la manera en que el modo de operar del Estado colombiano produce esas realidades.