Artículo de opinión de Rafael Cid

Atribuyen sus exégetas a Sócrates la idea de que la virtud se puede enseñar. Lo que podría interpretarse como que las instituciones tendrían, entre otras misiones, la de favorecer con su ejemplo esa disposición a lo que los antiguos denominaban el summum bonum. Sin embargo, la realidad lo desmiente a diario. Son precisamente esos organismos estatales, con su capacidad de altavoz, los que conspiran contra cualquier principio mínimamente ético. Y lo hacen, además, confabulando en sus fechorías a la población que depende de sus políticas.

Atribuyen sus exégetas a Sócrates la idea de que la virtud se puede enseñar. Lo que podría interpretarse como que las instituciones tendrían, entre otras misiones, la de favorecer con su ejemplo esa disposición a lo que los antiguos denominaban el summum bonum. Sin embargo, la realidad lo desmiente a diario. Son precisamente esos organismos estatales, con su capacidad de altavoz, los que conspiran contra cualquier principio mínimamente ético. Y lo hacen, además, confabulando en sus fechorías a la población que depende de sus políticas. El último ejemplo de esta deriva incívica lo acaba de ofrecer el gobierno socialista al aprobar programas de compra de armamento hasta el año 2032 por una cuantía de 13.000 millones de euros.

Atrapados entre el déficit y la bola de nieve de la deuda pública, durante la crisis  muchos Estados aplicaron severas medidas de restricción en el gasto e inversiones que apenas distinguió entre  el rango de los sectores afectados. Prácticamente no hubo partida de los presupuestos que no se viera sometida a la purga necesaria para establecer una cierta estabilidad económica y financiera. Desde la sanidad a las pensiones pasando por las obras públicas y la contratación de funcionarios, quien más quien menos tuvo su desplome. Hachazo en unos casos y recortes menos drásticos en otros.

Pero como aún hay clases, cuando lo peor del temporal hubo pasado, no todos los que habían hecho sacrificios por la causa se vieron recompensados en idéntica medida. Hubo contrarreformas que vinieron para quedarse, basta con ver lo que ha sucedido en el plano laboral, las pensiones, etc., a pesar de la oleada de movilizaciones ciudadanas desplegadas para su reversión. Mientras, por el contario, otros ni siquiera han necesitado armar bronca para recobrar músculo. Las Fuerzas Armadas pertenecen a este segundo estadio, como prueba la colosal inversión decidida por la ministra de Defensa Margarita Robles a que hemos hecho referencia, la mayor desd3 1997.

La conclusión obvia de esta flagrante desigualdad es que algunos tienen mucha mayor influencia en el ejecutivo que otros. El lobby del “pentagonismo español”, los grupos de presión que tejen altos mandos del Ejército y las empresas armamentista, nacionales y extranjeras, ganan con diferencia a las reclamaciones de la sociedad civil, a pesar de que sus necesidades son infinitamente más acuciantes e indispensables. Hasta el punto de instituir una disparidad humillante. Al mismo tiempo en que Moncloa discute, porfía e incluso racanea a la hora de revertir lo antes actuado regresivamente, se permite el dispendio de blindar un gasto en armamento a lo largo de los próximos 18 años, comprometiendo en su ejecución a los gobiernos que vengan.

No hay que preguntar, como el Humpty Dumpty de Alicia a través del espejo, quién manda aquí. No somos ilusos, estamos en el mundo realmente existente, y el ideal pacifista a ultranza es un desiderátum, pero mientras la virtud no nos alcance no pasará de ser solo eso, un hermoso deseo. Lo que pasa es que en nuestro caso la discriminación (sociedad civil v.s. sociedad militar) se compadece mal con la realidad de los hechos. Sin desconocer nuestra implicación en la OTAN (por obra y gracia de aquel referéndum fake del felipismo), lo cierto y verdad es que no existen riesgos evidentes sobre nuestra defensa por enemigos exteriores en el marco de la geopolítica circundante. Es más, echando mano de la historia reciente, podría decirse que lo reconocible es una tradición de neutralidad que nos beneficia. España no intervino en ninguna de las dos guerras mundiales habidas en el continente, si exceptuamos el denigrante capítulo de la División Azul.

Por el contrario, el país ha sido pródigo en conflictos y guerras civiles (desde las carlistas hasta el Alzamiento de 1936). Es decir que la estirpe de ese magna político-bélico-industrial tiene mucho que ver con los pronunciamientos militares, vistos como el “enemigo interior”. En su ADN estás los cuartelazos, asonadas, cruentas involuciones, y golpes de Estado, el último el 23-F de 1981. Acciones todas ellas cometidas bajo el mismo espíritu de cuerpo que llevó durante la transición de la dictadura a la democracia a perseguir, detener, procesar y encarcelar a cuantos militares, con un talante menos pretoriano de su función, osaron ponerse al servicio de la democracia, los derechos humanos y las libertades. Como fue el caso de la Unión Militar Democrática (UMD), hoy tan cínicamente laureada. Visto todo lo cual no parece que el enorme gasto económico ahora devengado tenga que ver con su contribución al sumum bonum, sino por la fuerza que dicho estamento ostenta en el conjunto del aparato del Estado.

Con esos atributos, la ministra portavoz Isabel Celaá y su colega Margarita Robles han ufanado que los 13.000 millones destinados a la industria de la guerra son “gasto social”, en desigual competencia con los gastos sociales avant la lettre  que el gobierno escatima concienzudamente. Lo que supone, en la práctica una fraudulenta e inmoral transferencia de recursos. Los ciudadanos se verán obligados a contribuir con sus impuestos a los beneficios de los consorcios armamentistas, a la vez que la prioritaria reflotación del Estado de Bienestar en sus niveles expoliados queda a la intemperie. Porque, según la prédica oficial, se crearán unos 8.000 puestos de trabajo. Cosa seguramente cierta, pero de aquella manera, como el negocio de la droga, la trata de personas o la venta de bombas y fragatas a reconocidos regímenes criminales.

Llueve sobre mojado. El dinero público destinado a Defensa ha sido y es un saco sin fondo. Se nutre no solo de los fondos presupuestarios sino de otras partidas anexas como los proyectos I+D del ministerio de Industria, con el evidente descalabro de recursos civiles. La comparativa es apabullantes y dice mucho sobre el favoritismo imperante. Con datos del Centre Delàs d´ Estudies per la Pau, las asignaciones a I+D civil crecieron en el periodo 2017-2018 un 5,6%, frente al 47% de los de carácter militar. Es decir, 29 veces más que la investigación energética, medioambiental y tecnológica, 13 más que la agraria, 11 más que la oceanográfica y pesquera; y 2,5 más que la sanitaria. A lo que habría que sumar los 1.080 millones de euros que representaron el pasado año las intervenciones militares en el extranjero, computados por otro sistema pero igualmente pagados por todos los contribuyentes.

Y mientras todo eso se consuma como gasto social sin retorno social verdadero, la prensa informa sobre la fuga de cerebros por falta de recursos e incentivos. La última baja hasta ahora se ha producido en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO). Uno de los referentes mundiales en la experimentación del cáncer con ratones transgénicos y procesos inflamatorios, el austriaco Erwin Wagner, acaba de dimitir por “falta de apoyos” para realizar su trabajo y habérsele reducido el sueldo en un setenta por ciento. Ni era gasto social ni creaba miles de empleos de armas tomar. Solo trabajaba por mejorar la vida de millones de personas en todo el mundo.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid