En un pueblo de Tierra Estella, tiempos de postguerra. Un joven cura de boina requeterroja se estrena como párroco. Como buen samaritano y buen carlista, ofrece como techo la antigua caballeriza del templo y mendrugos casi a diario para las muchas bocas de una familia menesterosa a cambio de labores de sacristanía.
A ese cura, de papo del buen comer, le gustaban también las niñas, y no en el sentido gastronómico, sino en el lujurioso, tanto que ansiaba una buena cocinera y secretaria para su casita parroquial.
Una tarde la ragazza, retozaba por el parque, carita sucia, hechizo de mocosa, de resuellos delicados al timpanal del cura que, a oscuras, desplazaba sombras como el viento a la ceniza, serpenteando sibilino una tarde de ardiente estío, serpenteando y agitando el juguete cascabel con el que granjear la ragazza a su regazo, Lolita de inmediata pubertad, la hija mayor de los menesterosos, que hacía soplar el aire leve con el abanico de su faldita tableada, abaniqueo que, lejos de amansar el calor, inflamaba su entrepierna, mientras brotaban como ramas dedos de sus dedos, más de dos (más y más).
Con el consentimiento de sus padres, se designó a la niña para prestar servicios domésticos en la casita parroquial, bajo la promesa de proporcionarle una educación íntegra, toda una oportunidad para una familia hambrienta y analfabeta, necesitada de sopas y letras con las que herbir, serbir y vibir. Aquella pedagogía consistía, de maitines a vigilia, de abusos coitales por doquier, así hasta que un día el Arcángel San Gabriel se le apareció a la chiquilla para anunciarle que había sido fecundada por Dios. Temeroso, el joven cura la obligó a abortar. Aquella torpeza le condicionó entonces a cubrir la polla con fundas de goma si quería cortar por lo sano el condón umbilical y no destapar el secreto. Así pues para la niña, aquella traumática experiencia no se iba repetir, ya que el joven cura la enviaba entonces a Estella por preservativos a un mercader clandestino de aquel estraperlo, cuyos herederos son buena parte de nuestra santa burguesía foral, de buena vida y discreto encanto.
Ya han pasado algunos años, desde que aquel viejo cura pasó al sepulcro. Un gato azabache le acompaña y mueve el cascabel cuando se cruzan niñas bonitas. Pero ninguna se para, jódete cabrón. Mi tía, que vivió siempre junto a él, quedó viuda. La pobre perdió el juicio y ahora salda su almanaque en el hospital siquiátrico de una orden religiosa. No son contracciones uterinas de un sueño de Buñuel. Es una historia real. Real para tantas niñas fornicadas por curas y obligadas a abortar por quienes condenan esa práctica. También condenan la homosexualidad, cuando muchos de sus miembros la viven, doble moral de apariencia caprichosa si jugamos a comparar el físico de Rouco Varela, nuevo icono de la comunidad cristiana, con el de Paco Clavel, viejo icono de la comunidad gay. Predicar como el uno, practicar como el otro. Asimismo sortean con destreza el debate de la pena de muerte, condenan la libertad del individuo para escoger su desenlace vital y santifican la muerte dolorosa. Frente a la pobreza eluden la denuncia activa y apuestan en su complacencia con dichos manidos que ya no pasan por el ojo de la aguja que nos pincha, apostando por la caridad y limosna que es aberrante humillación. También vetan la participación teológica de la mujer en su seno materno. ¿Saldrá algún día la iglesia a la calle para denunciar las guerras ? Nunca, es el vacío espiritual que se desprende al fin de las mismas quien nutre a los cuervos. Por algo el Monasterio de la Oliva se sumó a la firma de la prórroga del Convenio del Polígono de Tiro de las Bardenas por “20 monedas”, vergüenza navarra donde se ejercitan los ejércitos, donde se experimentan bombardeos contra la población civil. Desde Gernika hasta Gaza.
Fuente: Colectivo Malatextos