De CHRISTIAN FERRER (Compilador) “EL LENGUAJE LIBERTARIO. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo” (La Plata: Terramar, 2005, Argentina), libro que es una compilación de textos de diferentes autores como: Michel Foucault, Pierre Clastres, Fernando Savater, Eduardo Colombo, Gilles Deleuze, Murray Bookchin, Noam Chomsky... donde tratan temas diversos: las redes de poder; la Libertad; El Estado; Poder, autoridad, dominio; sociedades de control; Ecología de la libertad; anarquismo; entre otros.
Este es el primero texto de la antología, a modo de introducción. Puedes ver el índice y descargar la obra en formato de libro electrónico debajo del texto.
SOBRE LOS LIBERTARIOS, por CHRISTIAN FERRER
SOBRE LOS LIBERTARIOS, por CHRISTIAN FERRER
No hay muchas ideas
que hayan merecido su nombre. El anarquismo pudo reclamar ese derecho, y a ello
contribuyeron las impugnaciones gubernamentales y las connotaciones pánicas que
fue acumulando su historia. Los anarquistas afrontaron por un siglo entero el
repudio y la persecución por parte de todos los Estados por igual, irritados
por los rasgos excéntricos y extremos de éste
pensamiento del “afuera” y tan refractario a los símbolos
de su tiempo. Originados en una horma anómala, los anarquistas aprestaron y
difundieron propuestas que no estaban contempladas en el pacto fundador del
ideario republicano moderno y que darían contorno a la imaginación antagonista
del dominio del hombre por el hombre. No sorprende que una “leyenda negra” haya acompañado la historia del
movimiento libertario: utopía, nihilismo, asociales, quimera política, fogoneros de asonadas violentas, maximalistas intratables. Las recusaciones no han sido escasas pero, aunque
diversas y proferidas con buena o mala fe, no dejan de ser triviales, pues la cualidad “absoluta” o “purista” de las demandas anarquistas no las transformó necesariamente en el cerrojo
de una petición imposible sino en el tónico de un pensamiento exigente que
nunca ha favorecido fáciles transacciones políticas o éticas. De allí también que el anarquismo jamás se beneficiara de la indiferencia pública.
La “democracia” es
considerada por muchos el régimen que ha logrado conceder al habitante el mayor
grado de hospitalidad política
posible. Pero la hegemonía de que disfrutan en la actualidad las instituciones
asociadas a la representación quizá sea consecuencia de una abdicación, efecto
de decepciones históricas. Y aún, no
es difícil reconocer en los regímenes representacionales realmente existentes
la yerra del aprendizaje de la sumisión
humana, que en el siglo XX se impuso, bien con maneras despiadadas, bien
sofisticadas. Con más razón causará asombro al lector de la historia de las
ideas que en un tiempo casi olvidado haya podido promoverse una sociedad sin
jerarquías e instaurado instituciones y modos de vida regidas por costumbres y valores libertarios, cuyo rango abarcó el
anarcosindicalismo y el individualismo anárquico, el grupo de afinidad y la práctica
del amor libre, la enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas “racionalistas”
y la difusión de una mística de la libertad hasta los confines geográficos más
inhóspitos del planeta. Los anarquistas conformaron una corriente migratoria “hormiga”, en cuyo corazón y tripa se albergaba la proyección de un atlas inédito en cuestiones económicas, políticas y culturales. Quien releve los actos históricos
del anarquismo, en los que se grabaron a fuego una moral exigente y tenaz, actitudes disidentes e imaginativas, humor paródico
de índole anticlerical e innovaciones en el ámbito pedagógico, se encontrará con una reserva de saber refractario,
fruto de un maceramiento que hoy está olvidado o es desconocido por la cultura de izquierda. De hecho, la supervivencia del
anarquismo es, por un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de hostilidad que
debió sobrellevar y las derrotas que hubo de encajar; por otro lado su
perseverancia es comprensible, pues no ha surgido hasta el momento antídoto teórico
y existencial contra la sociedad de la dominación de mejor calidad. Aun cuando
el alarmista se apresure en tacharla por fantasiosa, o incluso por peligrosa.
El anarquismo se
propagó al modo de las antiguas herejías, como una urgencia espiritual que
impulsó al ideal de emancipación madurado
durante la Revolución Francesa a correrse más allá de los límites simbólicos y
materiales permitidos por las instituciones a las que se había otorgado el
monopolio de la regulación de la libertad. Quizá porque los anarquistas fueron
los albaceas más fieles de los afanes jacobinos, tanto como correas de transmisión de la antigua llamada milenarista, pudieron transformar el lema de la libertad, la igualdad y la
fraternidad en el trípode de una mística
poderosa. El anarquismo transmitía un linaje de
resistencia: fue en el siglo XIX la reencarnación de las rebeliones campesinas europeas, de las sectas radicales inglesas y de los sans-culottes. En los acontecimientos
animados por los libertarios se encarnaron energías políticas que esparcieron
el reclamo de una sociedad antípoda, aun cuando los padres fundadores de “la Idea” no hayan ofrecido contornos excesivamente planificados del futuro. Sirva esto para
tranquilizar a quienes gustan de hacer enroques entre las palabras “socialismo” y “totalitarismo”.
Tres doctrinas,
liberalismo, marxismo y anarquismo, constituyeron los vértices
del tenso triángulo de las filosofías políticas emancipatorias modernas. El siglo XX se nutrió de sus
consignas, esperanzas y sistemas teóricos tanto como los puso a prueba y los
extenuó. De acuerdo con troqueles distintos, tanto Stuart Mill como Marx y
Bakunin estaban atravesados por la pasión por excelencia del siglo XIX: la
libertad. Hay, entre las tres ideas, canales subterráneos que las vinculan con
el mismo lecho ilustrado del río moderno. Pero también abismos separan a las ideas libertarias de las marxistas, comenzando por el énfasis puesto por los anarquistas en la correlación moral entre medios y fines, siguiendo por su escepticismo
en cuanto a los privilegios que se arrogaron para sí el “partido de vanguardia”
y el Estado en los procesos revolucionarios, y culminando en la firme confianza
depositada por los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios
personales. Del liberalismo,
los anarquistas nunca pudieron aceptar su asunción de
que libertad política y justicia económica fueran, eventualmente, polos difícilmente
conciliables. Los anarquistas prefirieron no elegir uno u otro desiderátum moral y dejaron que el impulso informante y fundante de sus ideas,
la libertad absoluta, resolviera esa tensión al interior de un horizonte mental
más amplio.
Para Mijail
Bakunin, quizá la figura emblemática de la historia del anarquismo, la libertad era un “mito”, una acuñación simbólica capaz de contrapesar las creencias estatalistas y
religiosas; pero también un “medio ambiente” pregnante, el oxígeno espiritual
de espacios inéditos para la acción humana. Bakunin insistió
en que era abyecto aceptar que un superior jerárquico nos
diera forma. En el rechazo de las palabras autorizadas y de las liturgias
institucionales los anarquistas cifraban la posibilidad de implantar
avanzadillas de un nuevo mundo, forjando una red de contrasociedades a la vez “adentro” y “afuera” de la condición oprimida de la humanidad. De allí
que el anarquismo no consistiera solamente en un modo de pensar al dominio sino
fundamentalmente en un medio de vivir contra el mismo. En su voluntad de “dar
vuelta” el imaginario jerárquico el
anarquismo postuló los fundamentos de una ciencia y de una experiencia de la
libertad: la ciencia de la desobediencia como camino de autoconcientización y
la experiencia de vivir
cotidianamente como “espíritus libres”, pues la historia es, para el
anarquista, el “campo de pruebas” de la libertad.
Por haber demandado
libertades irrestrictas el anarquismo pudo realizar una autopsia política de la
modernidad que caló sus instituciones hasta el hueso, exponiendo impotencias y
defectos de nacimiento. Esa
autopsia le estuvo vedada al marxismo, obsesionado con
la “toma del poder”, y al reformismo, que una y otra vez trastabilló con
paradojas a las que no pudo destrabar y sobre las que se arroja
incombustiblemente hasta nuestros días. Si suele decirse que Marx develó el
secreto de la explotación económica, fue Bakunin quien “descubrió” el secreto de la dominación: el poder jerárquico como constante histórica
y garantía de toda forma de iniquidad. La intuición teórica de los padres
fundadores del anarquismo colocó la cuestión del poder
separado en su mira: insistieron en que las desigualdades de poder son determinantes, e históricamente previas, de las diferenciaciones económicas. Es entonces en el dominio político (y no sólo en las actividades cumplidas en los
procesos industriales) donde se debe hallar la clave de comprensión de la sociedad de la dominación. Sus colofones modernos, el Estado liberal o el autocrático, se constituían en perros guardianes de la jerarquización del mundo. Hoy quizás habría
que identificar esos cancerberos, además, en otras instituciones. Pero a los anarquistas siempre les ha sido indiferente
si un territorio es gobernado con puño de hierro o con palabras suaves, pues la zona opaca que combatieron es la voluntad de sometimiento a la potencia estatal (un principio de soberanía antes que un “aparato”), centro unificador de una geometría concéntrica y vertical. Todas las invenciones culturales
y políticas de índole libertaria confluyeron en una estrategia horizontal de la
contrapotencia, negación de la representación parlamentaria que reduce las
artes lingüísticas y vitales de una comunidad al juego de birlibirloque en que
coinciden mayorías y minorías. Para
Bakunin, las modalidades de la dominación se adaptaban a
los grandes cambios históricos pero las significaciones imaginarias asociadas
con la jerarquía persistían, y se constituían
en interdicto, en condición de imposibilidad
para pensar el secreto del dominio. A lo largo del siglo XX, ha circulado en el
espacio público la cuestión de la “dignidad” económica y ha podido “tematizarse”
la opresión de “género”: ya han
adquirido alguna suerte de carta de ciudadanía en tanto problemas teóricos, políticos,
gremiales, académicos o periodísticos. Pero la jerarquía continúa siendo un tabú.
La camaradería
humana exenta de jerarquía podrá parecer un argumento de novela bucólica o de
ciencia-ficción, pero es en verdad un tabú político. Ese tabú es combatido, sin
embargo, no sólo en ciertos
momentos históricos emblemáticos sino también por medio de prácticas cotidianas
que suelen pasar desapercibidas a los filósofos políticos únicamente obsesionados con las condiciones de gubernamentalidad de un territorio, por la legitimidad de la forma-estado o de las
instituciones representativas, o por la fiscalización de sus actos. La posibilidad de abolir el poder jerárquico es lo impensable, lo inimaginable de la política; imposibilidad garantizada por las tecnologías de la subjetividad que regulan los actos humanos, que fomentan el deseo de sumisión, y que muy tempranamente se enraízan
en el aparato psíquico. Para Hobbes o Maquiavelo no puede existe unidad entre
el pueblo y su gobierno si no hay sumisión –voluntaria o involuntaria, legítima
o ilegítima–, y no hay sumisión sin terror, en alguna dosis. Fundar una política sobre la camaradería comunitaria y no sobre el miedo fue la
respuesta anarquista, y para ello era preciso anular o debilitar las instituciones
autorreproductoras de la jerarquía a fin de permitir que la metamorfosis social
no sea orientada por el Estado. Esta pretensión no podía sino ser considerada
como una anomalía riesgosa por los bienpensantes y como un peligro por la policía.
El “genio” del
anarquismo no sólo consistió en la promoción de un ideal de
redención humana sino también en la instauración de nuevas
instituciones y modos de vivir al interior de la sociedad impugnada que a su
vez intentaban relevarla (sindicatos, grupos de afinidad, escuelas libres,
comunidades autoorganizadas y modos autogestionarios de producción). De allí la
obsesión del anarquismo por garantizar la correspondencia entre fines y medios. La disciplina partidaria, las
elites iluminadas y las maquinas electoralistas son la negación del grupo de
pertenencia conformado por espíritus afines, de la capacidad organizadora de la
comunidad y de la independencia política
personal. El marxismo aún no sabe cómo salir de sus viejas certezas
autoritarias ni sacar una enseñanza libertaria de setenta años de desastre soviético.
En el caso del liberalismo, las
expectativas de sus promotores están fijadas en la posibilidad de hacer imperar la ley en las instituciones políticas.
Pero el hecho de poder elegir en comicios a un “amo bueno” (del “padrecito zar”
al “demócrata bienintencionado” la imaginería heroica de los entusiastas de la
representación política no ha cambiado
sustancialmente) no mejora a un sistema de dominación así como la fiscalización
de los actos de gobierno es una tarea
defensiva que, por otra parte, suele reforzar el imaginario jerárquico. El
problema de la “legitimidad” de un gobierno, tan importante para los filósofos
políticos liberales es, para un pensamiento contrainstitucional como el
anarquista, un problema mal
planteado. Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos
eran “sociedades declamatorias”. Y hablaba de hombres que se tomaban en serio al “arte del buen gobierno” y al “bien común” y no de las
mafias políticas de la actualidad, encadenadas a alianzas de poder de las que
son inextirpables. La preocupación por la institucionalización de formas democráticas
y por la legitimidad de los
gobiernos electos menosprecia la sustancia de la razón de Estado, plagada de
decisionismo tecnocrático, burocracias partidarias
que dedican casi todas sus energías a autorreproducir sus condiciones de
perdurabilidad, y por asesores y operadores
gubernamentales, subespecie cuyos cubiles se ocultan tras bambalinas.
Si las tumultuosas
vicisitudes de la multitud del siglo XIX encontraron en las ideas libertarias
una suerte de confirmación política es porque ellas se adecuaban dúctilmente a
las pasiones populares ansiosas de
desencadenamiento. La energía oscura del
lumpenproletariado o de las sediciones populares nunca ha gozado de estima
entre los que suponen que el funcionamiento automático
de las sociedades es precondición y clave de seguridad a la hora de permitir la
discusión pública de las libertades. Pero las necesidades del perseguido son
distintas a las del perseguidor. La política y la ética anarquista confiaron en
artes comunitarias que eran aún ajenas al proceso de institucionalización de
poderes modernos tanto como en la “garra” personal, que otorgó estilo y temple
a la potencia e insistencia de su rechazo. También fueron la causa de que el
anarquismo haya sido generador de un desorden fértil y de una imaginería política
impugnadora que son extrañas a otras tradiciones políticas.
Por eso es inevitable que en los momentos febriles de la historia se atisbe la
presencia de anarquistas, tanto en los
pronunciamientos disidentes como en las asonadas espontáneas, porque los
anarquistas siempre han sido aves de las tormentas.
En las prácticas
históricas del movimiento libertario no se encontrará tanto una teoría acabada
de la revolución como una voluntad de revolucionar cultural y políticamente a
la sociedad. De hecho, difícilmente
podría acontecer lo que el siglo XIX conoció como “revolución” si previamente
no germinan modos de vivir distintos. En la “educación de la voluntad”, que
tanto preocupaba a los teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen espiritual y psicológico del dominio. En esto reside la grandeza del pensamiento
libertario, incluyendo a la variante anarcoindividualista, que es menos una
voluntad antiorganizativa que una demanda existencial, una pulsión
anticonformista. La confianza antropológica en la promesa humana, típica del
siglo XVIII, fue el centro de gravedad a partir del cual el anarquismo desplegó
una filosofía política vital que intuía en la libertad, no una abstracción o un
sueño sino un sedimento activo en las relaciones sociales existentes. Bakunin o Kropotkin creían que el origen de los males sociales no se encontraba en la maldad humana sino en la ignorancia. Indudablemente, en esto, los
anarquistas son herederos de la ilustración y justamente por eso creían en la
educación racionalista, incluso cientificista, aunque ello no los transformó en
meros positivistas.
Contra lo que
muchos suponen, el pensamiento anarquista es muy complejo y no es sencillo
articularlo en un decálogo, pues nunca dispuso de un dogma sellado en un libro
sagrado, y eso concedió libertad teórica y táctica a sus adherentes. Tampoco el
anarquismo se preocupó de construir una teoría sistemática sobre la sociedad. Quizá la propia diversidad de las ideas y prácticas anarquistas favoreció su supervivencia: cuando alguna de sus
variantes decaía o se demostraba ineficaz, otra la sustituía. Del anarcoindividualismo
al sindicalismo revolucionario, de las experiencias comunitarias a la difusión
de ideas en grupos pequeños, o bien las
experiencias autogestionarias de la revolución española, los anarquistas se han
sostenido sobre una u otra faceta de su historia.
Por lo demás, los anarquistas saben que su ideal constituye una ardua aspiración
porque sus exigencias los colocan en un “afuera” de los discursos políticos
socialmente aceptados, tanto como sus prácticas son incompatibles con el
dominio en cualquiera de sus formas. Pero si las ideas anarquistas aún
pertenecen al dominio de la actualidad es porque sostienen y transmiten saberes
impensables, o al menos inaceptables, por otras tradiciones teóricas que se
pretenden emancipatorias. En el resguardo de ese saber antípoda reside su
dignidad y su futuro.
_________
Índice
- Sobre los libertarios. Christian Ferrer 05
- Las redes del poder. Michel Foucault 10
- Libertad, desventura, innombrable. Fierre Clastres 22
- Teoría del simpoder. Femando Savater 33
- El Estado como paradigma de poder. Eduardo Colombo 38
- Poder, autoridad, dominio: una propuesta de definición. Amedeo Bertolo 55
- Adiós a la revolución. Tomás Ibáñez 74
- Postdata sobre las sociedades de control. Gilíes Deleuze 79
- Instituido, instituyente, contrainstitucional. Rene Lourau 84
- Poder, política, autonomía. Comelius Castoriadis 94
- Estado y máquina de guerra. Gilíes Deleuze 116
- Ecología de la libertad. Murray Bookchin 137
- ¿Qué es el Estado? Agustín García Calvo 151
- Apuntes sobre el anarquismo. Noam Chomsky 160
- Las estructuras de la libertad. Jacques EUul 175
- Omnes et singulatim: hacia una crítica de la «razón política». Michel Foucauk 213
_______
Otra versión electrónica del libro lo puedes descargar en http://hormigalibertaria.blogspot.com/2008/07/el-lenguaje-libertario.html