La sentencia absolutoria de Francisco Camps y de su acólito maniquí Ricardo Costa gracias al fallo de un jurado popular puede dar lugar a ríos de tinta, y los dará. Unos desde la derecha de vuelta al poder dirán que al fin se ha desmontado la campaña orquestada contra el ex presidente de la Generalitat. Otros, que en la víspera ya se ponían a rebufo alertando sobre la presencia de un miembro de Nuevas Generaciones en el hotel donde estaban recluidos los miembros del jurado, argüirán que ha sido un tremendo error.
Pero seguramente
nadie irá al fondo del problema, que ahora de nuevo, como hace
doscientos años, se repite como si el tiempo pasara en balde: ¿por
qué el sufrido pueblo español se empeña en encumbrar a sus más
ilustres déspotas con renovados gritos de ¡vivan las caenas!?
Pero seguramente
nadie irá al fondo del problema, que ahora de nuevo, como hace
doscientos años, se repite como si el tiempo pasara en balde: ¿por
qué el sufrido pueblo español se empeña en encumbrar a sus más
ilustres déspotas con renovados gritos de ¡vivan las caenas!?
Y la
respuesta no está en el viento sino en las responsabilidad de
quienes, sobre todo desde la izquierda nominal, han ocupado mando en
plaza desde la transición para acá y han sido incapaces, más allá
de una alocada y lucrativa transformación material a todas luces
depredadora, de insuflar conciencia de ciudadanía y valores
democráticos entre la población. Algo está mal cuando a los 37
años de la muerte de Franco la sociedad española es casi más
conservadora, meapilas y retrógrada que la que salía de la
dictadura. Trono y altar, junto con banqueros, famosos y deportistas
de élite son los olímpicos referentes de un pueblo que almacena 5
millones de parados y una de las tasas de corrupción política más
altas del continente. Cómo sorprendernos de que el respetable que
renovó en las urnas el pasado 22 de mayo al gran fallero nacional,
llegado el momento de la verdad, no haya encontrado de qué
culparle.
¡Vivan las
caenas!, si, pero por qué y sobre todo quiénes son los responsables
de semejante dislate moral. Lo son en primer lugar las instituciones,
la mala baba de los medios de comunicación, la pazguata universidad
que enseña, en suma, los nuevos pulpitos que crean conciencia entre
las masas informes y abotargadas. La gente es sólo yunque, ellos
martillo. No tenemos lo que nos merecemos, sino lo que no han parido.
En Alemania, la pérfida Alemania, un ministro de Defensa dimitió
voluntariamente porque le habían pillado un plagio en su tesis
doctoral. Aquí de cada bribón de postín hacemos un Dioni y le
sacamos en hombros. Por algo será. Todo conspira en Celtiberia para
el pan y circo. Lo llevamos en nuestro ADN histórico: siglos y años
de dictadura y meses y semanas de democracia. ¡Cabe concebir mayor
fracaso de esta democracia de consumo!
Y ahora
asistiremos a la ofensiva de sicofantes y oportunistas que intentarán
aprovechar el gran fiasco para seguir con su política de tierra
quemada contra lo poco que aún queda de traza democrática, entre
las que se encuentra la institución del jurado. Utilizaran el caso
Marta del Castillo y la repulsa pública ciudadana para urgir el
restablecimiento de la pena de muerte y medidas más severas para el
control de la juventud. Y la fascistada del juicio a Garzón para
rebañar aún más la también democrática iniciativa de acción
popular. No hay mal que por bien no venga. Les daremos una patada en
nuestro propio culo.
Y entre
tanto, eso sí, olvidaremos que cuando excepcionalmente la justicia
se tapa los ojos y condena a un poderoso, como al consejero delegado
del mayor banco de España, siempre se puede echar mano de un
gobierno en funciones para indultarle.
El pueblo ha
hablado. Por sus hechos les conoceréis.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid