He escuchado varias veces, en las últimas horas, un comentario, respetable, relativo a la acción acometida por tropas rusas para hacer frente a la ocupación de una escuela en Osetia del Norte. El comentario aplaude, sin más, la intervención por cuanto entiende que configura un saludable aviso sobre lo que espera a los terroristas de redundar en acciones de ese cariz.
El argumento no puede ser más ingenuo, toda vez que da por descontado que una suerte de aprendizaje ensayo-error es lo que guía la conducta de los integrantes de estos comandos. Más allá de ello, parece ignorar que el comportamiento de estas gentes obedece a hechos precisos que hay que tener, siempre, presentes. Conviene que el lector se pregunte qué es lo que viene a explicar, en Chechenia como en Cisjordania, que una joven de 22 años decida autoinmolarse, y llevarse las vidas de unas cuantas personas. La simple invocación, casi ritual, del fanatismo religioso es ostentosamente insuficiente : habría que dar cuenta de por qué tal fanatismo cala tan rápidamente en determinados escenarios.
A lo que voy es al hecho palpable de que para explicar —que no para justificar— el comportamiento de un comando como el que operó en Beslán es preciso volver la vista a su presunto lugar de origen : Chechenia. Y hacerlo de tal suerte que, a quienes se aferran al argumento de la ejemplaridad de la acción de las tropas rusas, se les obligue a meditar sobre unas cuantas medidas más que, cabe suponer, algún efecto mitigador tendrían sobre los responsables de hechos de terror : mencionemos entre ellas las encaminadas a someter a control exhaustivo las acciones del ejército ruso en Chechenia, a garantizar un escrupuloso respeto de los derechos humanos y a hilvanar procesos políticos que no configuren genuinas farsas.
Nada de esto parece, sin embargo, en el horizonte mental del presidente Putin, encandilado por esa formidable superchería que le invita a sostener, inopinadamente, que toda la resistencia chechena es terrorista e islamista desbocada. Ni siquiera hay ningún motivo sólido para concluir que a Putin le preocupan en serio los rehenes del teatro Dubrovka o de la escuela de Beslán. Hasta hoy el presidente ruso ha sacado tajada permanente de esos hechos, de tal suerte que no podríamos explicar su propio poder sin la afinadísima catapulta que Chechenia le ha proporcionado en virtud, claro, de procedimientos impresentables.
La disputa que nos ocupa tiene, con todo, un cariz más general. Por momentos arrecia en todo el planeta un discurso, hiperconservador y ultramontano, que estima que detrás de todo hecho de terror hay una trama internacional que mueve los hilos. Las consecuencuias de semejante manera de razonar son nefastas. Una de ellas nos recuerda que se olvidan por completo las claves locales de los conflictos : para qué escudriñar lo que ocurre en Chechenia si —se nos viene a decir— ya sabemos qué es Al Qaida la que se encuentra por detrás de todas las tramas de terror. La segunda de las consecuencias es una impresentable defensa del todo vale. Habría que preguntarles a los postuladores de estas tesis qué es lo que piensan cuando el presidente ruso —qué curioso adalid, por cierto, del Estado de
derecho— afirma que con los terroristas no se negocia : lo único que corresponde hacer ese exterminarlos.
Si todo lo anterior invita poco al optimismo, los hechos en Chechenia, tozudos, se mueven por el mismo camino y anuncian, por desgracia, que acontecimientos como los que hoy no ocupan están llamados a repetirse. El conflicto checheno, enquistado, se caracteriza por la permanente presión de una maquinaria de terror, el ejército ruso, que opera con absoluta impunidad, por una farsa de gestación de nuevas instituciones que —se diga lo que se diga— disfruta de un apoyo popular menor y por un dramático acogimiento de las potencias externas al doble rasero, al todo vale, de nuevo, y a la defensa de los intereses más obscenos. La miseria ingente que se ha instalado entre nosotros desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 nos exige reacciones rápidas y contundentes : no hay peor camino para combatir el terror que el que pasa por esquivar la condena del terror de Estado y por reírle las gracias a quien lo protagoniza.
Hace unos meses, y en Madrid, al ensayista inglés, de origen paquistaní, Tarek Alí le preguntaron, con cierta acritud, si no era verdad que en Iraq operaban numerosos terroristas internacionales. Alí, con ironía, replicó que era cierto, que había unos 160.000, en su mayoría norteamericanos, pero también británicos, australianos y de otras procedencias… Aplique el lector el cuento a la realidad chechena de estas horas.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.