Del libro Neoconservadores, neoliberales, aznarianos. Ensayos sobre el pensamiento de la derecha lenguaraz (Catarata, Madrid, 2008).
Parece fuera de discusión el relieve que entre nosotros, en cadenas de televisión y emisoras de radio, han alcanzado eso que hemos dado en llamar tertulianos y que tal vez haríamos mejor en describir como contertulios. No deja de sorprender, sin embargo, que siendo tan habituales, y tan mordaces, las críticas vertidas contra la prensa del corazón y contra la televisión basura, pocos hayan sido, en cambio, los especialistas que se han asomado al mundo de las tertulias políticas de televisiones y radios, menos vistosas, pero, acaso, y en muchos sentidos, más nocivas .
Del libro Neoconservadores, neoliberales, aznarianos. Ensayos sobre el pensamiento de la derecha lenguaraz (Catarata, Madrid, 2008).

Parece fuera de discusión el relieve que entre nosotros, en cadenas de televisión y emisoras de radio, han alcanzado eso que hemos dado en llamar tertulianos y que tal vez haríamos mejor en describir como contertulios. No deja de sorprender, sin embargo, que siendo tan habituales, y tan mordaces, las críticas vertidas contra la prensa del corazón y contra la televisión basura, pocos hayan sido, en cambio, los especialistas que se han asomado al mundo de las tertulias políticas de televisiones y radios, menos vistosas, pero, acaso, y en muchos sentidos, más nocivas .

Aclaremos que, por una vez, no nos interesan tanto la manipulación y el atontamiento que acompañan al asentamiento de tertulianos y tertulias, como unos y otras en sí. O, para decirlo de manera diferente : confesemos que nos interesa lo que hoy significan los todólogos —estas gentes que de todo saben y de todo hablan— como instrumento principal, de fácil empleo y singular eficacia, al servicio de estrategias, conscientes o inconscientes, de manipulación y atontamiento. Ojo que estamos hablando, por lo demás, de un fenómeno general que invita a esquivar la descalificación —y la adhesión— partidista que a menudo acompaña al juicio que los tertulianos políticos suscitan : rehuiremos, en consecuencia, y por rescatar un ejemplo, cualquier designio de crucificar a la Cadena de Ondas Populares de España (COPE), a César Vidal y a Federico Jiménez Losantos, que se asiente en la presunción de que el sinfín de aberraciones que muestran esos tres agentes no tiene parangón posible, en cambio, en empresas que gustan de autorretratarse como civilizadas, pluralistas y democráticas. Bien sabemos, por cierto, y circunscribamos el argumento al mundo de la televisión, que la llegada de las cadenas privadas en modo alguno ha acrecentado el pluralismo informativo : nos topamos, antes bien, con contenidos similares promovidos, con diferencias menores, por media docena de compañías entregadas a la escenificación de una competición feroz que esconde una poderosa comunidad de fondo. Y es que las tertulias —como las series, los programas del corazón o los concursos— son sorprendentemente uniformes, y en modo alguno avalan algo que recuerde, siquiera de lejos, a una expresión plural. A ello se suman, claro es, los efectos de la concentración de los medios. Curiosas secuelas de las leyes del mercado, tantas veces invocadas al respecto…

Aunque sobre ello volveremos, no hay mejor indicador del ascendiente contemporáneo de las tertulias que el que aporta un hecho preciso : tenemos por lo común un mayor conocimiento de lo que dicen los tertulianos que de lo que debaten los dirigentes políticos. No sólo eso : la aserción «yo lo he oído en la radio» se ha convertido de un tiempo a esta parte en un poderoso, cuando no irrefutable, argumento de autoridad. No hay ningún motivo para concluir que la influencia, poderosísima, que nos ocupa ha surgido en virtud de circunstancias azarosas. «El tiempo es un bien extremadamente raro en televisión. Y si se emplean minutos tan preciosos para decir cosas tan futiles, es que esas cosas tan futiles son de hecho muy importantes en la medida en que esconden cosas preciosas. Si insisto en este punto es porque sé que hay una proporción muy importante de personas que no leen ningún periódico, que están abocadas de cuerpo y alma a servirse de la televisión como única fuente de información», escribió diez años atrás Pierre Bourdieu, interesado por una parte de la realidad que ahora nos atrae , y bien que olvidadizo de que los propios lectores de diarios serios dependen en buena medida, en su acopio de información, de la televisión.

En un libro de lectura muy recomendable, Poética del café. Un espacio de la modernidad literaria europea, Antoni Martí Monterde rescata un texto de Santiago Ramón y Cajal que recuerda los dos significados que el diccionario atribuye a la palabra «charlar» : por un lado, «hablar mucho, sin substancia y fuera de propósito», y, por el otro, «platicar sin objeto determinado y sólo por mero pasatiempo». Si la primera de las acepciones conviene estrictamente a las tertulias mediáticas contemporáneas, la segunda parece, por el contrario, poco adecuada, en la medida en que aquéllas tienen propósitos claros, bien que no particularmente honrosos .

1. De siempre se ha subrayado, por lo que parece con escaso fundamento, que el de las tertulias televisivas y radiofónicas es un fenómeno privativo de España. Bien es verdad que conforme a perfiles eventualmente distintos, y tal vez con un relieve menor, aquéllas existen, muy al contrario, en otros lugares. Contentémonos con reseñar, de cualquier modo, que entre nosotros el fenómeno que nos ocupa hizo su aparición, a mediados del decenio de 1980, en buena medida por efecto del traslado a televisiones y radios de las tertulias —y de otros menesteres— que los periodistas gustaban de celebrar en privado . Ese traslado permitió apuntalar, en paralelo, auténticos círculos de amigos convertidos en eficacísimos grupos de presión.

Las cosas como fueren, y adentrados ya en el mundo de la comunicación de masas, lo que vio la luz estaba muy lejos —como es fácil comprobar— del escenario propio de las tertulias de café analizadas por el ya mentado Martí Monterde y retratadas en las palabras de Claudio Magris : «En esta Academia no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto. Se puede charlar, contar, pero no es posible predicar, dar mítines ni clase. (…) Entre esas mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos. En este lugar del desencanto, en el que ya se sabe cómo acaba el espectáculo sin perder el gusto de asistir a él ni la indulgencia por las meteduras de pata de los actores, no hay sitio para los falsos maestros, que seducen con falsas promesas de redención a quien tiene una ansiosa y vaga necesidad de redención fácil e inmediata» . En un camino paralelo, parece razonable argüir que, en una de sus dimensiones ocultas, la tertulia televisiva o radiofónica configura un penúltimo estadio del proceso de desaparición del libro como instrumento de transmisión de ideas (y lo es aunque en aquélla, al menos formalmente, exista un derecho de réplica inmediata que está ausente en el caso del libro).

Para dar cuenta, en fin, del porqué de la irrupción fulgurante de las tertulias hay que recordar que, como quiera que la emisión de opiniones y el intercambio de éstas no están formal y comúnmente presentes en los informativos de televisiones y radios —alguna excepción hay, bien es cierto—, semejante carencia ha venido a fortalecer el papel desempeñado al respecto por los todólogos. Y es que es en las tertulias en donde se analiza la información y en donde se le señala al espectador u oyente cómo debe sopesar aquélla, siempre, claro es, en un ámbito menos sacralizado y tecnocrático que el propio de un informativo. Al final, y por lo que cabe deducirse, nuestros conocimientos se acrecientan más de la mano de la tertulia que gracias al informativo, con lo que la primera adquiere un relieve mayor en detrimento del segundo, y ello por mucho que no haya motivo alguno para concluir que éste es la neutra y aséptica expresión de empíricos y plurales análisis de la realidad.

Agregaremos que con el paso del tiempo las empresas periodísticas parecen haber llegado a la conclusión de que pagar a un puñado de tertulianos es más rentable que procurar cada día, con resultados inciertos, a un experto. No sólo se trata, claro, de eso : no es en modo alguno despreciable el efecto de enganche que para un programa tiene, en un despliegue de rutinas, la presencia de uno u otro todólogo, con frecuencia —bien es cierto— antes por efecto de la animadversión que suscita que de resultas de la admiración que provoca. Como bien lo ha señalado Xavier Màs de Xaxàs, y de cualquier modo, «la opinión, aunque sea mentira, es mucho más barata y soportable» .

2. Ya nos hemos acogido a la idea de que, por encima de todo, el tertuliano es un todólogo : alguien que, como los políticos profesionales, y por definición, sabe de todo. Aunque es cierto que entre los personajes que nos ocupan hay diferencias notables, no parece aventurado afirmar que en el meollo de su trabajo es dificíl apreciar algún esfuerzo encaminado a sopesar de manera compleja la realidad. Imperan, antes bien, la superficialidad, las elucubraciones y los chascarrillos —el cotilleo ha reemplazado en muchos casos al propio ejercicio de la opinión —, los lugares comunes, las consignas y el recurso a fuentes anónimas o inconfesables. Tiene su gracia, por cierto, que un hábito lingüístico muy extendido entre las gentes que nos interesan es el de iniciar una intervención aseverando, con aparente modestia, que en realidad nada saben sobre la materia en cuestión para luego opinar ex cathedra y demostrar que en efecto… era verdad lo que decían. Claro es que alguien aducirá, cargado de respetable razón, que al cabo no se trata tanto de que nuestros todólogos, o muchos de ellos, sean gentes impregnadas por una ignorancia sin límites : mayor relieve correspondería al hecho de que, congénitamente vagos y emplazados ante la tarea ciclópea de hablar sobre todo lo divino y lo humano, dedican poco tiempo a ilustrarse. Porque, habida cuenta de lo que vemos y escuchamos día sí y día también, los datos de los que se hace eco Chelo Sánchez —nacen de una encuesta que, realizada entre tertulianos, preguntaba a éstos por el tiempo que dedican a preparar sus

intervenciones— invitan al recelo : un 35,5% afirmaba desconocerlo o dedicar todo el día a ese menester, un 31,1% declaraba asignar una hora a la preparación de la tertulia, en tanto sólo un 11% sostenía no dedicar tiempo alguno a tal preparación .

Nada de lo anterior es óbice para que, cuando se permite que el pueblo llano, por lo común a través del teléfono, se asome a una tertulia —casi siempre para refrendar el omnipresente discurso del poder, como lo demostraron en noviembre de 2007, y es un ejemplo entre muchos, las unánimes loas al rey español después de su trifulca verbal con el presidente venezolano, Chávez—, y tal vez para compensar las carencias propias, el todólogo de turno procure demostrar su superioridad intelectual, y por qué no, también la moral. La figura del tertuliano autocrítico, tan consciente de sus limitaciones y pecados como decidido a no ocultar unas y otras en público, es bien poco frecuente. Las más de las veces quien en su momento pudo responder a esa imagen ha acabado por convencerse a sí mismo de la idoneidad, o de la respetabilidad, de su trabajo y ha sucumbido a la tentación, casi siempre baldía, de demostrar profundos conocimientos sobre todas las materias habidas y por haber.

Aunque, claro, más extraña es todavía la figura del tertuliano que hace gala de genuina independencia. Mucho más habitual resulta, por el contrario, el acatamiento, manifiesto o encubierto, al dictado que emana de un grupo empresarial o político. Han ido desapareciendo la conciencia de los límites, la prudencia, el propósito de enmienda y la duda razonable, en provecho de la sumisión franca a certezas que nada tienen de edificantes, en la medida en que las más de las veces por detrás de ellas no hay otra cosa que intereses y dinero. Muchos tertulianos no dudan en enfangarse de nuevo en el lodo de los argumentos miserables que utilizaron en el pasado y que quedó fidedignamente demostrado que no se ajustaban a los hechos. Así las cosas, no hay ningún motivo mayor para concluir que el tertuliano al uso muestra un empeño real en profundizar en la realidad. Como quiera que son aún menores los motivos para deducir que nos hallamos ante personas decididas a discutir críticamente la información que manejan o los prejuicios de los que son víctimas, hay que dudar de que sea cierto lo que Chelo Sánchez enuncia —que los medios aprecian en particular a los tertulianos independientes y con sentido crítico — y hay que recordar los ejemplos, ni muchos ni pocos, de tertulianos que perdieron su puesto por su osadía independiente. Si en algún caso alguien se desmanda, ahí está para salir al quite, por lo demás, el presentador/moderador de la tertulia. Aunque las funciones de éste pueden ser varias —introductor del debate, corrector de disfunciones, mitigador o radicalizador de las tensiones, presunto portavoz de los oyentes—, raro es que no acuda presuroso a defender la verdad revelada, como raro es que no se muestre servil con los poderosos o con quienes presuntamente poseen un conocimiento superior .

Lo que acabamos de decir nos sitúa en la puerta de una discusión relevante : la que se pregunta por los criterios de selección de tertulianos que aplican las empresas periodísticas. Chelo Sánchez enuncia bien la que se antoja la norma aplicada al respecto : «Que dispongan de información de primera mano, que tengan cultura política e histórica, capacidad de comunicación y capacidad de síntesis» . Luego, claro, los hechos discurren por otros caminos, como —repitámoslo— los de la lealtad política, el descaro o el enchufe, y ello hasta el punto de que resulta obligado discutir que exista alguna figura personal que se ajuste a lo que Chelo Sánchez, sin duda con un punto de ironía, describe como un «opinador profesional» : «Un ciudadano que tiene cierta notoriedad en su ámbito, que se dedica a la opinión como actividad profesional prioritaria, tiene capacidad de comunicación y análisis, conoce muy bien la actualidad y posee claves para valorarla, maneja un número elevado de fuentes, es elegido por un medio de comunicación para opinar en público, y lo hace de manera habitual, con periodicidad fija y con retribución» . Más ajustado a la realidad parece el diagnóstico con que concluye la propia Clara Sánchez : «Se ha sustituido la discusión intelectual por la improvisación llevada a cabo por unas personas brillantes en la discusión, pero que, también a menudo, no parece que anden sobradas de formación» . Y eso que en muchos casos habría que discutir también, por añadidura, lo de la presunta brillantez.

Rematemos nuestras apreciaciones sobre la condición del tertuliano con una prosaica observación : el dinero, y con peso menor la vanidad vinculada con la fama, parece razón suficiente para explicar por qué tantas personas a primera vista sensatas y cultas se avienen a oficiar de tertulianos y asumen de buen grado, llegado el caso, las migajas de descrédito y de ridículo que puedan tocarles en suerte. No podemos olvidar que muchos de nuestros amigos cobran sumas exorbitantes, muy lejos de los miserables emolumentos que corresponden a tantos periodistas. Baste un botón de muestra : Pedro J. Ramírez se embolsaba 6.000 euros por cada una de sus participaciones en ese esperpento de programa de la televisión pública llamado 59 segundos. Los demás tertulianos recibían cifras nada despreciables, del orden de 2.000, 1.200 y 600 euros. «El sufrido tertuliano que interviene desde casa, vía telefónica, en un programa nocturno de radio tres veces por semana, y que se deja ver en televisión una vez por semana, ingresa al mes unos 4.200 euros. (…) Para completar el panorama, no deberíamos pasar por alto que raro es el tertuliano que no tiene empleo fijo en una empresa periodística de postín» .

Claro es que la miseria no acaba ahí : lo de la presencia en las tertulias suele tener un efecto incentivador de actividades crematísticas varias. Si, por un lado, los todólogos escriben también con frecuencia en los periódicos, por el otro no faltan las invitaciones a impartir bien pagadas conferencias. Nuestros amigos gustan de aprovechar su fama, bien que relativa, para entregar a la imprenta sus libros, a menudo best sellers en los que no faltan la polémica y el escándalo, aparatosamente promocionados, naturalmente, por los medios de comunicación en los que colaboran . Nunca tan poco rindió, en otras palabras, tanto.

3. Tiene su sentido hacer un alto para reflexionar sobre quiénes son, en términos profesionales, las personas que nutren las tertulias. El primero de esos grupos humanos lo llenan, como no podía ser menos, los periodistas. Limitémonos aquí a reseñar que muchos de estos últimos mantienen malos vínculos con sus competidores : en muchos casos se aprecia de su parte un esfuerzo orientado a colocarse por encima de grupos humanos —así, los políticos y los intelectuales— a los que en su caso envidian (el antiintelectualismo, en particular, disfruta de honda tradición en el mundo del periodismo). Por detrás de esa envidia es lícito apreciar cierta conciencia de que ha quedado muy atrás el tiempo en el que la profesión de periodista disfrutaba de prestigio y de fama de honradez y de credibilidad, como han quedado atrás los años en los que los periodistas eran los desveladores de los entresijos del sistema, los denunciantes permanentes de la opresión y los defensores más cabales de las libertades.

El segundo grupo al que tenemos que aproximarnos lo configuran profesores y, de manera más general, intelectuales. Obligado es recordar que en el caso de los integrantes de este grupo se intuye a menudo una tensión que discurre en sentido contrario a la que acabamos de describir : son muchos los profesores e intelectuales, también los políticos, que dependen de los medios de comunicación a efectos de alcanzar notoriedad, de tal suerte que con frecuencia el resultado de este juego de interacciones y envidias es que los intelectuales gusten de pasar, con algún mohín, por periodistas, en tanto estos últimos pujen por dotarse de las ínfulas de los primeros. Con frecuencia se ha identificado, al calor de estas tentaciones, lo que algunos entienden que es una activa trivialización de la tarea de los intelectuales, quienes, en abierta degradación, y a efectos de alcanzar la notoriedad de la que hablamos, se habrían avenido a entrar en el juego de los lugares comunes, de la descalificación fácil y del altercado, lejos de cualquier esfuerzo encaminado a dignificar —¿es posible ?— las tertulias. Esta percepción es muy común, como resulta fácil entender, en los círculos intelectuales que rechazan el periodismo por espurio y fácil.

Si no falta tampoco la figura del político metido a tertuliano, convengamos en que la presencia de los políticos en este mundo más tiene que ver con su condición de entrevistados que con la de tertulianos en sentido estricto. En esa condición los políticos, que han olvidado muchas de las reticencias de antaño en lo que hace a su asistencia a programas que cabe suponer son más o menos arriesgados, ocupan un papel claramente prominente, muy por encima, por mencionar algunas de las figuras alternativas, del que corresponde a empresarios, intelectuales y profesores. También en este ámbito televisiones y radios han ido marginando, de cualquier modo, al político que es a la vez un especialista en provecho del todólogo que nos ilustra sobre cualquier materia.

Si hasta aquí nos hemos referido a eventuales elementos de competición entre grupos humanos diversos —periodistas, profesores e intelectuales, políticos—, hora es ésta de que subrayemos la existencia, también, de semejanzas notables entre todos ellos. Algunos de los rasgos más llamativos al respecto los retrata José Carlos Bermejo , a buen seguro que pensando, eso sí, en otras gentes. Tras identificar lo que describe como «grupos de alabanza y reconocimiento mutuos» —pese a las agudas confrontaciones que a menudo escenifican—, sugiere que en su conducta puede apreciarse un maquiavelismo compulsivo —»intrigan constantemente entre sí y creen que todo el mundo está también siempre intrigando»—, un verbalismo incontrolado —»canalizan todas sus agresiones y frustraciones verbalmente, y sienten la necesidad compulsiva de discutir, razonar y tener siempre razón, y convencer, o por lo menos callar al adversario»—, un asociacionismo frenético —»necesitan estar constantemente reunidos» y para ello desarrollan «todo tipo de actos colectivos en los que puedan reforzar su autoestima, frenar su ansiedad y encontrar seguridad»—, una pasión por las jerarquías acompañada de admiración por la autoridad, y, en fin, una infalibilidad delirante.

4. Basta con echar una ojeada a lo que ocurre en media docena de tertulias televisivas y radiofónicas para percatarse de que las personas que en ellas se mueven se ajustan a perfiles mal que bien diferenciados. Ahí están, para testimoniarlo, las figuras del prudente y del lanzado, del intelectual y del populachero, del grandilocuente y del austero, del chillón y del apagado, del divertido y del serio, del frívolo y del adusto, del sereno y del agresivo. Como están también el analista partidario y el presuntamente independiente, el nostálgico de los viejos tiempos y el moderno descreído, el adulador de los dirigentes políticos —siempre buena persona y aquiescente— y el hipercrítico, el seguidor de Perogrullo que dice lo que piensa el pueblo llano y el alambicado, el vivalavida y el meritorio que prepara puntillosamente sus intervenciones.

Mayor interés tiene recordar, sin embargo, que hay quien estima, con argumentos no despreciables, que las diferentes tertulias —no ya los tertulianos— responden a modelos también distintos que vendrían a explicar la existencia, entre el público, de grupos más o menos connotados de admiradores y detractores. Así las cosas, hay tertulias marcadas por la trivialización, las hay impregnadas de sectarismo, no faltan las propicias al insulto descalificador y existen, también, las que postulan un tranquilo diálogo. Si unas veces la ceremonia tiene un resabio intelectual, otras es menos exigente al respecto. Mientras unas tertulias lo son, por otra parte, de confrontación, otras resultan serlo, según la expresión de Chelo Sánchez, «de comadreo» . Para dejar las cosas aquí mencionemos lo que se antoja obvio : a menudo sucede que las tertulias tienen un sesgo político más o menos visible, que unas veces invita a restringir el pluralismo en grado extremo y otras a escenificar una apariencia de confrontación plural. Qué llamativo resulta, por cierto, que lo común en el último caso invocado es que quienes determinan el perfil de la tertulia consideren que el pluralismo se halla suficientemente defendido de la mano de una colisión entre partidarios de socialistas y populares, como si nada más hubiera en el mundo : esta indiferencia ante la diferencia aboca ineluctablemente en la marginación de los marginados de siempre, nunca representados —alguien dirá que por fortuna— en las tertulias. «Se acepta sin meditar sobre ello —en política como en otros ámbitos— la división entre competentes e incompetentes, profanos y profesionales, políticos, naturalmente, periodistas y, de forma más amplia, intelectuales, que tienen un monopolio de hecho sobre la producción del discurso político. (…) Hay que plantear y replantear sin cesar el problema de la legitimidad de la delegación y de la desposesión que ello supone y conlleva», nos recuerda Bourdieu . Ese ámbito exclusivo segrega, por lo demás, reglas que es preciso conocer y dominar, como es preciso hablar el lenguaje correspondiente para acceder al sancta sanctorum.

5. Alejémonos un momento de las consideraciones anteriores y procuremos lo que al cabo —parece— más nos desquicia : la conversión del ruedo ibérico en un gallinero de tertulianos. Porque lo que padecemos todos los días en poco recuerda al patrón que hizo formalmente suyo un programa de radio para dar cuenta de su apuesta principal : «Creemos que entre tanta polarización y griterío como en ocasiones se adueña de las ondas, hay un espacio para el debate sereno y la reflexión bien informada. Por eso nuestra tertulia cuenta con profesionales del periodismo que tienen siempre algo que aportar» .

Más bien parece, antes al contrario, que el ruedo ibérico de la tertulia nace de una combinación de caos, frivolidad, el empleo interesado del presunto carisma de los participantes y, en fin, una politización no exenta, como es sabido, de crispación. Empecemos por lo del caos, que se hace valer tanto en la forma como en el fondo. Que muchas tertulias se asientan en el curioso procedimiento de permitir sin sonrojo que los participantes hablen todos al tiempo es una evidencia, como lo es el nulo propósito, las más de las veces, de alentar una discusión ordenada y racional. Pero mayor interés parece corresponder a lo del fondo : la aparente radicalidad de la frecuente confrontación personal, con crispación añadida, permite arrinconar lo principal en un escenario en el que la discrepancia, a menudo entregada al alarmismo , es un mero artificio para esconder el vacío. «Nuestros medios de comunicación apuestan, como el arte barroco, por las extravagancias y los trampantojos : casos espectaculares que se quedan en nada ; grandes primicias que no lo son ; contarnos todos los días alguna vieja historia como al parecer nadie antes nos la había relatado» (Félix Ortega) . El juego, en fin, de las visiones por completo enfrentadas de un mismo hecho, que parece invitar al espectador u oyente a asumir, en circuito cerrado, una de ellas y a prescindir de cualquier suerte de juicio crítico independiente, está muy lejos, en otras palabras, de lo que se supone debe ser un debate abierto y franco.

La frivolidad, y con ella el panfleto, forma parte activa, también, del ruedo ibérico de las tertulias. Régis Debray ha sugerido al respecto que «el panfleto brilla sin esclarecer, destruye sin reconstruir» . A ello se suma el designio, frecuente, de desentenderse de los acontecimientos : describir y explicar éstos «es una tarea engorrosa que requiere ciertas cualidades y, a veces, riesgos. Mucho más fácil es echar mano de la imaginación, de las presunciones, las intuiciones, las hipótesis sin confirmar o simplemente dar rienda suelta a las propias preferencias y pasiones. El tipo de periodismo que vemos irrumpir es aquél en el cual se hace pasar la mera opinión por información ; la valoración por la descripción ; el montaje por el rigor» .

Félix Ortega da cuenta de manera precisa —y vayamos a una tercera dimensión— de cómo, merced a una lógica carismática, la credibilidad sustituye a la verificación : «La fuerza del relato descansa por tanto en la identificación empática con el periodista (sea individual o colectivo). Éste es un caso claro de traducción al campo periodístico del carisma político : como en éste, lo importante no es atenerse a los resultados de la acción, sino el otorgar cualidades excepcionales a los protagonistas. (…) en la medida en que la acción se desplaza del polo más profesional (la información) al emotivo (la credibilidad personal), un sector importante de los periodistas se sienten tentados a considerarse como ’los elegidos’ : un selecto grupo de personas cuya capacidad de influencia tiene por objetivo reformar la sociedad. (…) Como además en este esquema moral no hay asunción de responsabilidades (como no podría ser de otro modo en quien se considera en posesión de convicciones al margen de toda duda), nunca se aceptará haberse equivocado (los demás son quienes lo hacen), ni habrá lugar a la rectificación (invocarla es atentar a la libertad de expresión)» .

Rematemos nuestras consideraciones sobre los desafueros del ruedo ibérico. Si bien es verdad lo que señala el tantas veces citado Bourdieu

— «cuanto más desea un órgano de prensa o un medio de expresión alcanzar a un público amplio, más debe perder sus asperezas, todo lo que pueda dividir, excluir, más debe dedicarse a no molestar a nadie, a no plantear problemas o a plantear problemas sin historia» —, no es menos cierto que en el mundo de nuestras tertulias parece procurarse, al menos en una primera lectura, el camino contrario. Y no porque los problemas que se sopesen tengan singular relieve y hondura, sino porque en la esencia del juego de la tertulia está la confrontación, o al menos la apariencia de ella. Esto es así hasta el punto de que cabría preguntarse —ya lo hemos señalado— si el éxito de las tertulias no se vincula antes con el rechazo que suscitan muchos tertulianos que con la adhesión que provocan. No olvidemos que el tipo de expresión periodística analizado por Bourdieu —obviamente existe, hasta el punto de que muchos de los informativos de televisión y de radio se ajustan al perfil correspondiente— se orienta sistemáticamente a despolitizar todo aquello de lo que se ocupa, algo que no ocurre precisamente con las tertulias. Hay quien dirá que en los hechos los programas del corazón configuran una combinación de las dos realidades que acabamos de considerar : si, por un lado, y claro, beben de una radical despolitización, por el otro buscan comúnmente, sin embargo, una polémica y una confrontación permanentes.

Claro que en cierto sentido las tertulias políticas invierten el código dominante en los programas de telebasura (sólo en cierto sentido, toda vez que reproducen muchas de las reglas de estos últimos) : en ellas, por ejemplo, y al menos, de nuevo, en una primera lectura, la política internacional y la interna, o la economía, no son tratadas de manera anecdótica, sino que, antes bien, se convierten en el centro justificador del evento. En tal sentido, no puede afirmarse en modo alguno que se propongan desdibujar el debate sobre los hechos políticos para hacer de él una mera anécdota. Y ello aunque también sea cierto que en las tertulias no faltan los juegos en los que la forma tiene mayor relieve que el fondo, como no faltan, claro, y subrayémoslo una vez más, los ejercicios de frivolidad y de cinismo. Lo suyo es dejar constancia, por lo demás, de que hay quien estima que, pese a todo, al amparo de formas de comunicación como las aportadas por las tertulias se ha conseguido que determinado tipo de información política alcance a sectores de la población antes ayunos de ella.

6. Aunque antes hemos dicho que no es esto ahora lo que más nos interesa, obligado parece prestar atención al atontamiento general que propician las tertulias políticas. Éstas, muy influyentes, configuran una poderosa vanguardia en la defensa de los diferentes órdenes establecidos, con una eficacia singular en lo que respecta —parece— a las tertulias radiofónicas, que alcanzan a un público más amplio.

A la hora de explicar por qué han surgido y se han asentado las tertulias, un elemento decisivo lo aporta la idea de que la información sin interpretación no es suficiente. De resultas, el periodismo de opinión se nos presenta como una genuina modalidad de información aun cuando en modo alguno se espere que los opinadores aporten pruebas de lo que dicen. Debray ha subrayado al respecto que en lo que llama «democracia de opinión» faltan llamativamente las tres reglas fundamentales de lo que ontológicamente cabe entender que es la democracia : la transparencia, la elección y la rendición de cuentas . El problema de las tertulias, por añadidura, «no radica en que se basen en la opinión (no podría ser de otro modo), sino en que en ellas se suele sustraer al público la información adecuada sobre la que se organiza el debate (se opina sobre opiniones : un circuito autorreferido), así como en la modalidad del debate (opiniones sin fundamento : como si la opinión fuese autosuficiente y no necesitara de argumentación)» . Se necesita, en cualquier caso, un ejercicio de adoctrinamiento —se repite un sinfín de veces el mismo argumento y se cancela comúnmente toda suerte de posibilidad de expresión de aquéllos otros que invitan a contestarlo— que se agregue a la manipulación a la que, con anterioridad, se ha sometido ya a la información. Todo ello bebe de la pretensión de que lo que se dice en la tertulia de cada medio agota la realidad y configura una verdad insoslayable de la mano de una ilusión óptica, cual es la vinculada con la aparente universalidad de los contenidos correspondientes. Es verdad, sí, que el abuso en la manipulación al que se han entregado tantos medios en sus tertulias puede tener efectos contraproducentes, en la medida en que provoque una incipiente conciencia crítica en espectadores u oyentes.

Aunque el propósito fundamental es adoctrinar, y atontar, este objetivo se satisface a menudo merced a procedimientos cuyo sentido mayor parece ser, sin más, entretener, sin desdeñar, claro, las «posibilidades de explotar en plenitud las pasiones primarias que proporcionan, hoy, los modernos medios de comunicación» . Lo de los tertulianos configura un fenómeno singular dentro del problema general del periodismo. Si así se quiere, y por utilizar las palabras de Geoffroy de Lagasnerie, dentro de un nuevo tipo de pensamiento, «el pensamiento-entrevista, el pensamiento-minuto» .

Los procedimientos desplegados para colmar todas estas metas son varios. Uno de ellos lo proporciona un perfecto desinterés por la vida cotidiana y por las tramas que rigen nuestras sociedades. Es la trifulca política, llena de malentendidos que parecen dibujar hondas divisiones aun cuando oculten consensos sobre lo principal, la que interesa a los tertulianos, que, por añadidura, rara vez muestran el designio y la capacidad de desentrañar qué es lo que hay por detrás de tanta miseria. En cualquier caso, no es el ciudadano el que elige qué es lo que debe tener relieve informativo y qué lo que no, por mucho que los tertulianos, como los políticos, gusten de repetir eso de que «a la gente hay que hablarle de lo que le interesa». Aunque aquello que tantas veces preocupa a los tertulianos puede no interesar en absoluto al ciudadano común, la eficacia del procedimiento consiste en que este último, al cabo, está poco menos que condenado a sentir interés por lo que en principio no le atraía en absoluto. En la trastienda lo que se trata es de conseguir que los ciudadanos precisen siempre de la mediación de otros para conocer lo que ocurre en la realidad, de tal suerte que desaparezca todo conocimiento no mediado. En este marco es inevitable, también, que en relación con las tertulias menudeen las discusiones relativas a lo que significa la aceptación general —en modo alguno universal— de lo políticamente correcto. En muchos casos esta etiqueta sirve de paraguas para evitar cualquier consideración crítica relativa a instituciones intocables como es el caso de la monarquía, de la Iglesia o de las fuerzas armadas (y ello pese a que lo políticamente correcto haya acabado por tener, también, algún efecto saludable en materia de remisión, por ejemplo, de mensajes de cariz xenófobo). No olvidemos que el éxito de alguno de los comunicadores al uso —Jiménez Losantos, por ejemplo— mucho le debe, de cualquier modo, a que, violentando las reglas de lo políticamente correcto, dice con frecuencia lo que otros, que callan, piensan.

Añadamos que en las tertulias se emplean con profusión marcadores que responden al propósito de dar a entender que quien los usa se caracteriza por una incuestionable objetividad y ha acometido antes un estudio pormenorizado de los hechos. Ahí están, para testimoniarlo, la aceptación, unánime e incontestada, de un sinfín de palabras cargadas de trampas —así, globalización, competitividad, mercado, crecimiento o flexibilidad—, el recurso a términos que suscitan rápidas y emotivas imágenes —terrorismo, islamismo—, el acatamiento acrítico y etnocéntrico de que lo nuestro merece un respeto singular —los intereses de las empresas españolas en el exterior— o la utilización frecuente de encuestas realizadas ad hoc, manipuladas e interesadas.

7. Hora es ésta, para terminar, de subrayar la liviandad de muchas de las alternativas que se han ofrecido a la miseria general que acompaña a las tertulias políticas. Cuando, y por ejemplo, se habla de la necesidad de primar la información sobre la opinión se da por supuesto casi siempre que son manifiestamente diferentes, de tal manera que la primera presentaría un perfil aséptico, siempre al margen de cualquier prurito manipulatorio y atontador. Tampoco parece, por lo demás, que otros formatos —así, las entrevistas— que permiten dar la palabra a los expertos resuelvan por arte de magia todos nuestros problemas. Y es que, en paralelo, la crítica descarnada dirigida contra los periodistas, como si fueran lo peor de lo peor, deja interesadamente en el olvido a los demás y cancela cualquier discusión relativa a lo que está por detrás de la pregunta formulada por Géraldine Muhlmann : «Los reproches dirigidos a los periodistas, ¿no son, in fine, reproches dirigidos contra la democracia misma ?» . Agreguemos, en suma —sobre esto habrá que volver en algún momento—, que algunos medios de comunicación que se presentan como alternativos son tal vez el mejor retrato del ascendiente que la manipulación tiene en el mundo del periodismo contemporáneo .

Conviene guardar las distancias, en particular, con respecto a esa casi universal reivindicación del experto que se hace valer en tantas propuestas alternativas. Aunque expertos los hay para todos los gustos, son mayoría los que, de nuevo, defienden con obscenidad las reglas del juego, y ello por mucho que a menudo echen pestes de los tertulianos. De Lagasnerie lleva razón cuando subraya lo llamativo que resulta que pensadores muy críticos con los medios de comunicación, como Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Michel Foucault y Pierre Bourdieu, consideren que, ante la degradación del debate intelectual que se deriva de muchas de las prácticas insertas en esos medios, la solución no es otra que la que llega de la universidad, como si ésta fuera un dechado de virtudes que mágicamente resolviese, de nuevo, todos los problemas (y ello pese a que Bourdieu, por proponer un ejemplo, era plenamente consciente de la pulsión tecnocrática que suele revelarse en aquélla). Porque parece fuera de discusión que muchos de los debates más vivos e interesantes, y todas las iniciativas de cambio real de las sociedades en que vivimos, han visto la luz al margen de la universidad y de sus códigos.

Mayor relieve que todo lo anterior tiene una cuestión de fondo que conviene no dejemos en el olvido : no hay por qué desdeñar la idea de que son muchos los espectadores y oyentes que demandan espacios como el que aportan las tertulias políticas. Aunque el argumento debe ser empleado con prudencia, el público no es siempre una víctima inocente, secuestrada por periodistas que imponen percepciones y reflejan su sumisión para con los poderosos y su designio de impedir un debate genuinamente libre y plural . Aunque la dependencia que los medios de comunicación suelen mostrar con respecto a intereses bien precisos cancela, claro, muchas de las posibilidades en teoría al alcance de aquéllos, parece razonable adelantar que a menudo se idealizan las demandas del pueblo llano como si éste reclamase ardientemente otra cosa. «Nunca se entiende que el público es una instancia en sí misma impura, atravesada por dominaciones endógenas» , y no «una víctima inocente que sufre dominaciones exógenas y desea su liberación» . Si uno se deja llevar por tales preconceptos, es fácil eludir las preguntas relativas a la responsabilidad de la ciudadanía en la mediocridad de los productos periodísticos que se denuncian, como es sencillo esquivar cualquier crítica de lo que el público es sobre la base del presunto carácter antidemocrático de aquélla . Tiene poco sentido imaginar, de cualquier modo, la liberación de la ciudadanía por un periodismo heroico y hay que guardar las distancias con respecto a los análisis que todo lo fían en la manipulación. Muhlmann señala al respecto, por cierto, que para Marx la ideología ejerce una dominación anónima y difusa sobre todos, de tal forma que no es reductible a la manipulación de unos por otros .

No parecía llevar, por desgracia, razón, Michel Foucault cuando, en 1980, señalaba : «Hay una inmensa curiosidad, una necesidad, un deseo de saber. Nos quejamos siempre de que los medios le comen el coco a la gente. Hay misantropía en esa idea. Creo por el contrario que las personas reaccionan : cuanto más se les quiere convencer, más se hacen preguntas. (…) Y el deseo de saber más, y mejor, de conocer otras cosas, crece a medida que se desea lavarle el cerebro a alguien» . Ello no debe ser motivo, con todo, para hacerle ascos a la propuesta que —sustituyamos a los arquitectos por los tertulianos— gusta de formular desde tiempo atrás un colega, firme partidario de la abolición plena de la pena de muerte… excepto en el caso de los arquitectos.


Fuente: Carlos Taibo