El 21 de febrero difundí por la Red un texto en el que señalaba mis diferencias con respecto a las llamadas "mesas de convergencia". Hace unos días mi buen amigo Armando Fernández Steinko me envió una réplica en la que él y otros cinco colegas --Jorge García, Carlos Martínez, Rafael Pillado, Juan Torres y Roberto Viciano-- contestaban de manera cordial a mis argumentos. Los dos trabajos pueden encontrarse sin dificultades en la Red. Consúltense para ello, y por ejemplo, http://www.carlostaibo.com/articulos/texto/?id=320 y http://www.rebelion.org/noticia.php?id=123487.
En
el primero de los dos textos mencionados, el mío, señalaba que
entre los convocantes de las mesas de convergencia hay, a mi
entender, personas respetables, ingenuos incorregibles y consagrados
arribistas. Debo dejar claro desde ya que mis seis interlocutores de
estas horas se encuentran, sin ningún margen para la duda, en la
primera de esas categorías. Bastará con recordar al respecto que,
frente a lo que suele ser habitual en estos pagos, no me acusan de
En
el primero de los dos textos mencionados, el mío, señalaba que
entre los convocantes de las mesas de convergencia hay, a mi
entender, personas respetables, ingenuos incorregibles y consagrados
arribistas. Debo dejar claro desde ya que mis seis interlocutores de
estas horas se encuentran, sin ningún margen para la duda, en la
primera de esas categorías. Bastará con recordar al respecto que,
frente a lo que suele ser habitual en estos pagos, no me acusan de
sembrar la división sino que, antes bien, se muestran propicios a un
debate que nadie ignora es cada vez más urgente.
Van
a permitir esos colegas que confiese, eso sí, que el texto que han
decidido suscribir me trae a la memoria los hábitos propios de las
lecturas de tesis doctorales. Se inician aquéllas con cálidas
felicitaciones al doctorando, que se hacen extensivas a sus
familiares presentes en el acto. Prosiguen con la prolija enunciación
de sesudas diferencias que el doctorando a duras penas acierta a
entender –qué ocurrirá con sus familiares–, para rematar con una
exaltación de la amistad tanto más necesaria cuanto que se supone
que el doctorando, que ha dejado de serlo, habrá de invitar a una
comida, comúnmente copiosa e indigesta.
Humoradas
aparte, no me resisto a reproducir lo que uno de los convocantes de
las mesas de convergencia –persona poco dada a la confrontación y
que, por ello, prefiere guardar el anonimato– me dice en un mensaje
que me ha llegado hace unas horas: «Querido Carlos. Leí unos
días atrás tu crítica de las mesas. Aunque lo que dices en ella
merece atención, preferí darle una oportunidad a un proyecto
respetable e ilusionante. Debo confesar mi perplejidad ante los
argumentos que emplean, en un texto que he conocido hoy mismo, varios
de mis colegas convocantes. Creo que lo menos que se puede decir es
que tu diagnóstico de los problemas de las mesas se quedaba corto.
No sé si piensas responder a ese escrito. No te enfades con lo que
te digo a continuación: aunque no dudo de tus cualidades
intelectuales, la mejor contestación a ese texto es la que pasa, sin
más, por difundirlo».
1.
Sobre deberes y marginalidades. Aunque poca
importancia tienen aquí las personas singulares, hago un resumen del
retrato que mis seis interpelantes realizan, entre líneas, de la
mía: no soy un mal tipo y escribo a menudo hermosos y eruditos
textos que probablemente leerán con gusto, dentro de unos decenios,
a sus bisnietos. De manera lamentable, y sin embargo, de un tiempo a
esta parte me he dejado llevar por un incipiente sectarismo y vivo
fuera de la realidad, en una marginalidad que me he ganado a pulso de
la mano de la vacía radicalidad de mis pensamientos.
Pues
vayamos por partes. Lo primero que debo reconocer es que no
represento a nadie. En realidad tengo problemas graves para
representarme a mí mismo. Pese a ello, y por una vez, enunciaré mi
firme convicción de que las opiniones que vertí en el texto que
está en el origen de esta polémica son compartidas por muchas
gentes, y entre ellas por numerosos militantes de las organizaciones
en las que trabajan, con intachable dignidad, algunos de mis
interpelantes. Hay dos frases que nuestros dirigentes políticos
suelen pronunciar y que de siempre me han provocado sonrojo. Si la
primera es esa que reza que «España es un gran país», la
segunda, la que ahora hace al caso, es la que afirma que «a los
ciudadanos hay que hablarles de lo que les preocupa». Pues no es
verdad: a los ciudadanos hay que hablarles de lo que les preocupa y,
sobre todo, de lo que sorprendentemente no les preocupa. Hay que
hablarles de sus derechos sociales, laborales y sindicales, pero hay
que hacerlo también, y con la misma intensidad, de los derechos de
los pueblos del Sur y de los de las generaciones venideras.
Lo
digo porque mi impresión, ya no tanto derivada del frugal texto de
convocatoria de las mesas de convergencia, sino anclada en la
observación de lo que ocurre entre nosotros desde mucho tiempo
atrás, es que esos discursos que dicen estar a pie de suelo al final
lo que hacen es, no sin paradoja, provocar el hundimiento del suelo
que pareciera sustentarlos. Llevados del deseo de forjar amplias
mayorías –«cientos de miles, e incluso millones de ciudadanos»
están convocados a ello por mis interlocutores–, lo que forjan son
estériles consensos que se levantan, pese a las buenas intenciones,
sobre los cimientos de la miseria en la que vivimos. Qué no decir,
en fin, de un hábito que se ha instalado cómodamente en muchas
gentes de la izquierda oficial –no hablo ahora, dejémoslo
claro, de mis seis colegas– y que invita a denostar a los que viven
en la marginalidad y en la radicalidad, en abierto olvido de que
quienes echan mano en estas horas de semejante diatriba la han
padecido durante decenios, enunciada una y otra vez por los
dirigentes de un partido que ni es socialista ni es obrero, aunque
sea orgullosamente español.
2.
Sobre el antineoliberalismo. Siento ser
responsable, siquiera parcial, de esa fastidiosa discusión
terminológica sobre antineoliberalismos y anticapitalismos. No sé
si a estas alturas tiene sentido recordar lo obvio: mientras los
anticapitalistas somos inevitablemente antineoliberales, entre estos
últimos se encuentran muchos que aceptan sin rebozo la lógica de
fondo del capitalismo. Y digo que no sé si tiene sentido porque mis
interlocutores, que llamativamente porfían en describirse, sin más,
como antineoliberales, han echado mano de una sesuda teorización que
a buen seguro atraerá –permítaseme la ironía por una vez– a
muchos de esos millones de personas que esperan convocar. Cito
literalmente: «Al hacer alusión a una realidad empírica, el
término neoliberalismo da nombre a algo transformable en la realidad
mientras que el término ‘capitalismo-en-general’ alude a un concepto
que sólo existe en el ambiente amable de los ciclópeos debates
teóricos y de las kilométricas escaramuzas nominalistas».
Para
comprender lo anterior, y como sin duda lo hará cualquier ciudadano
común, he acudido presuroso a recuperar mis siempre superficiales
lecturas de Kant y de Husserl. No culpemos a estos dos, con todo, de
mi conclusión: el capitalismo no es una realidad empírica –dicen
mis interlocutores– o, lo que es lo mismo, no existe. Como quiera
que todo es neoliberalismo, cuando acabemos con éste y
reconstruyamos la regulación perdida habremos acabado con el
capitalismo. ¡Caramba! En provecho de un argumento como el citado,
que obviamente no nace de ningún ciclópeo debate teórico, ni
siquiera puede invocarse la idea de que con él atraeremos a más
gentes. Y es que ese pueblo llano al que parecen remitirse siempre
mis interlocutores entiende perfectamente qué significa contestar el
capitalismo, aun cuando dudo comprenda lo que significa oponerse al
neoliberalismo. Es verdad, eso sí, que lo del antineoliberalismo
tiene una ventaja: no le da miedo a nadie, toda vez que nadie sabe
muy bien lo que significa. Certifico, en cualquier caso, que la
convocatoria de las mesas no era tan abierta como se nos vendió: al
parecer ya estaba decantado que, al calor del programa mínimo que se
postulaba, el capitalismo carece de realidad empírica.
3.
Sobre los Estados del bienestar. Admito, aun
así, que, bromas aparte, la discusión anterior mucho tiene de
nominalista y por ello la dejo, sin más, en el olvido en busca de
aquello que, ahora de verdad, explica nuestras diferencias.
Aparquemos, pues, sesudas disputas sobre teorías, palabras y
ciclópeos esfuerzos para sopesar la que al cabo es la propuesta
monocorde de mis interlocutores: la que habla de la necesidad
imperiosa de defender los Estados del bienestar.
No
soy, pese a lo que sugieren mis colegas, un fundamentalista, y me
permito adelantar que poco, más bien nada, tienen que ver nuestras
diferencias con la manida cuestión de la colisión entre reformismo
y rupturismo. Y digo que no soy un fundamentalista aunque, vaya por
dónde, la defensa de los Estados del bienestar –curioso término
éste, por cierto, que embellece gratis la realidad correspondiente–
no ha sido nunca la niña de mis ojos. Creo que los Estados del
bienestar son inseparables de un sistema que me repugna –el
capitalismo–, que llamativamente, y no por casualidad, sólo han
adquirido carta de naturaleza en los países del Norte y que se
asientan en una forma política que por razones que ahora no vienen
al caso no es la mía. Si alguien me señala, sin embargo, a tono con
lo que defienden mis amigos antineoliberales, que no es momento para
andarse con remilgos en relación con cosas muy serias, aceptaré de
buen grado que tiene razón. Y me permitiré recordar que el ambiente
amable del mundo sindical que considero es el mío, el de la CGT
y la CNT, no se caracteriza precisamente por renunciar a la defensa
de los derechos sociales y laborales (no puedo decir lo mismo, eso
sí, de lo que han hecho desde tiempo atrás, y en el ambiente
infernal de los pasillos de los ministerios, las direcciones de
CCOO y UGT).
¿Cuál
es, entonces, el problema? No sé que me da que el único trecho de
mi comentario sobre las mesas de convergencia que ha hecho vacilar un
momento a mis interlocutores es el relativo a la inexcusable
incorporación, a cualquier proyecto serio de contestación y
transformación, de la crisis ecológica (por lo que sé, alguno de
mis seis amigos ha sentido un poco de vergüenza ante la
reivindicación del «desarrollo sostenible» que se hacía
en la carta de convocatoria de las mesas). Si la crisis ecológica no
es objeto de incorporación cabal a un programa de mínimos que haga
de la defensa de los Estados del bienestar su núcleo mayor, nos
encontraremos ante una genuina estafa en lo que hace a los derechos
de las generaciones venideras y en lo que se refiere a la necesidad
urgente de poner en marcha los frenos de emergencia que eviten el
abismo. De esto también hay que hablarle a la ciudadanía, y no sólo
de salarios, empleos y pensiones. Y hay que hacerlo por una razón
fácil de enunciar: ni es posible volver al capitalismo anterior a la
desregulación neoliberal ni hay ningún motivo para legitimar ese
capitalismo como si hubiese sido una realidad saludable. Lo dejaré
claro: nunca he simpatizado con las rituales invocaciones a las
bondades de la Constitución de 1978 que son tan comunes en el
discurso de la izquierda biempensante, cabalmente plasmadas en esa
defensa de «las conquistas sociales, democráticas y culturales
de los últimos treinta años» que postula la carta de
convocatoria de las mesas de convergencia.
Al
final –lo confesaré abiertamente– esto es lo único que me
preocupa: qué bueno sería que los compañeros de las mesas de
convergencia pusiesen manos a la tarea de aunar su irreprochable
resistencia frente a las agresiones sociales y laborales con una
contestación activa y cotidiana, desde ya, de los mitos del
crecimiento y del consumo. No dudaría en respaldar un programa de
mínimos de esa naturaleza en el que apareciesen recogidas también,
y claro, muchas de las demandas que llegan de un discurso
antipatriarcal casi siempre marginado y muchas de las que se derivan
de la insorteable consideración de los derechos de los pueblos del
Sur.
Que
no se pongan muy contentos mis interlocutores cuando, en este
momento, me lanzan la mano para confesar que nada tienen que oponer a
lo que acabo de pedir. Porque, si ese programa de mínimos cobra
cuerpo, no habrán de contar, para llevarlo adelante, con los
sindicatos mayoritarios, hace mucho tiempo emplazados en otro
escenario. Para sus dirigentes las palabras alienación y
explotación –que tanto tienen que ver con la vida cotidiana
de los trabajadores– han desaparecido, la perspectiva de dejar atrás
el capitalismo no existe siquiera como ideal y la exigencia de cierre
de las centrales nucleares y de la industria de armamentos suena a
música celestial. Cuando afirmo, de manera machacona, que esos
sindicatos son pilares fundamentales del sistema que padecemos sé
–creo– de qué hablo.
4.
Sobre la socialdemocracia. Como quiera que
en cierto sentido está solventada de la mano de lo que acabo de
decir, podría obviar la discusión que, sobre la socialdemocracia,
proponen mis interpeladores. Pero no me resisto a reproducir la frase
que a ese edificante proyecto dedican en su réplica. Dice así: «No
se trata de denostar a la socialdemocracia en extinción, sino todo
lo contrario. Se trata de resucitar sus semillas aprovechables de la
misma forma que hay que resucitar todas las semillas sembradas por
los proyectos emancipatorios a lo largo de la historia, y también de
desechar las inservibles. El sectarismo formaría parte de este
segundo lote».
Aunque,
habida cuenta del escenario al que hemos llegado, admitiré de
corazón que hoy Bernstein y Kautsky son venturosos y radicales
socialistas, se me hace muy cuesta arriba describir como un proyecto
emancipatorio la socialdemocracia que hemos conocido los que no somos
tan jóvenes. Igual la relectura de Kant y de Husserl que he
acometido estos días me permite concluir que a la hora de juzgar lo
que históricamente ha sido la socialdemocracia debe pesar mucho más
su deseo de anclar derechos sociales y laborales que su aceptación
histórica de la inexorabilidad del capitalismo, su callada sumisión
a las reglas de la seudodemocracia liberal, su respaldo permanente a
filantrópicas alianzas militares, su responsabilidad en el expolio
de los recursos humanos y materiales de los países del Sur o, en
suma, su activa colaboración en agresiones sin cuento contra el
medio natural. Celebro, aun así, que mis interlocutores consideren
que la socialdemocracia es un proyecto en extinción. Es un argumento
tranquilizador para quienes, sectarios empedernidos, piensan que más
de uno se aprestaba, desde el antineoliberalismo, a tomar el relevo.
Parece
que no está de más que agregue aquí una observación sobre algo
que dicen en su réplica mis seis amigos. Hablan en determinado
momento de cómo en el capitalismo –que ahora sí se percibe como
una realidad: hay que revisar esta parte de su texto– «se van
creando las condiciones para una sociedad más justa y sostenible».
Esquivaré la disputa relativa a lo que es una ambigüedad que
arrastra inequívocamente la frase –la de si las condiciones deben
emerger dentro y al servicio del capitalismo o los hechos pueden
discurrir de otra manera– para subrayar lo que a mi entender es
evidente: quienes están creando esas condiciones son los activistas
de los movimientos sociales críticos y del sindicalismo alternativo,
y no los cuadros de las formaciones de la izquierda política ni
menos aún los integrantes de unas burocracias sindicales que luego
de treinta años han sido incapaces de forjar otra cosa que una
modesta agencia de viajes y alguna iniciativa de promoción
inmobiliaria. Las palabras autogestión y autonomía no
sobran en ningún programa de mínimos.
5.
Sobre «los sindicatos». Dicen mis
interpeladores que me equivoco cuando sostengo que en la convocatoria
de las mesas de convergencia se exonera a los sindicatos mayoritarios
–«los sindicatos», en el lenguaje antineoliberal, toda vez
que a los ojos de mis colegas no parece haber otros– de su
lamentable papel de las últimas semanas. Llevan razón: en realidad
en tal convocatoria nada se dice de esos sindicatos, algo que a más
de uno provocará, eso sí, cierta zozobra. El hecho de que con toda
probabilidad el proyecto de las mesas estuviese ultimado antes de que
CCOO y UGT respaldasen un acuerdo impresentable sobre pensiones
obliga a descargar a los promotores de esas mesas de cualquier
responsabilidad en lo que hace a un eventual propósito de ocultar
las consecuencias estratégicas del acuerdo en cuestión.
Siendo eso razonable, a algunos nos sigue pareciendo que algo, con
todo, no encaja: quienes hasta finales de enero fueron de la mano de
los sindicatos mayoritarios y respaldaron al efecto un programa de
mínimos –pero que muy mínimos– presuntamente adaptado a la
necesidad de garantizar el apoyo de CCOO y UGT, parecen seguir en sus
trece con el mismo programa, y eso que ahora los dos sindicatos
mencionados han buscado el techo que mejor cobija.
Ocurre,
sin embargo, que soy un lector empedernido. Poco inteligente, sí,
pero empedernido. Y en mis manos cayó el día 18 de febrero un
artículo que vio la luz en el diario Público. En él tres de
los convocantes de las mesas –que, por cierto, se cuentan entre mis
interlocutores de estas horas– afirmaban lo que sigue: «A los
sindicatos se les ha asignado injustamente la tarea titánica de
enfrentarse al conglomerado de intereses financieros que ha
conseguido imponer estas políticas. Puede considerarse que han
cometido un error suscribiendo un acuerdo sobre pensiones que supone
un paso atrás, un recorte de derechos y el reconocimiento de una
derrota. Pero no se puede ignorar que han tenido que actuar sin
apenas cobertura política y con un apoyo social insuficiente».
Auguro que la mayoría de los promotores de las mesas de convergencia
se sentirán molestos ante estas apreciaciones. Mientras, por un
lado, los firmantes de ese artículo no tienen plenamente claro que
deba repudiarse el acuerdo aceptado por los sindicatos mayoritarios
–«puede considerarse que»–, en el mejor de los casos, y
por el otro, estiman que remite a una suerte de error, esto es, a un
disculpable y pasajero desliz. Como si los antecedentes de las
cúpulas de CCOO y UGT no invitasen a concluir que lo que fue un
desliz pasajero fue ese frívolo coqueteo de unos meses con la
contestación, siquiera sólo fuera antineoliberal, del orden
existente. Esto aparte, no puedo mostrar sino perplejidad ante un
argumento mil veces emitido en las últimas semanas: el que, para
rebajar la responsabilidad de los sindicatos mayoritarios, esgrime
sus carencias –así, su liviana capacidad de movilización– como si
nada tuvieran que ver con el abandono por sus dirigentes, desde mucho
tiempo atrás, de cualquier proyecto de lucha y de resistencia. A los
ojos de algunos, y al parecer, la miseria que esos sindicatos han
contribuido a forjar se convierte en paradójico elemento de
exculpación de sus dirigentes.
Lo
que no se puede negar a mis interlocutores es consecuencia en el
argumento y, por añadidura, voluntad de revelar lo que no sabíamos.
Al tiempo que nos recuerdan que «los sindicatos» son parte
sustancial de la izquierda –la menos sectaria, sin duda–, por el
otro pasamos a saber que en origen CCOO y UGT apoyaron la
convocatoria de las mesas. Es lógico que desde quienes promueven
éstas se hagan votos, sin más, por su retorno a ellas, como si nada
hubiera pasado, ni a finales de enero ni en los últimos veinte años.
Basta con que Fernández Toxo y Méndez reconozcan su error, aun
cuando dejen sobre el terreno todas las secuelas que se derivan de
haberlo cometido. Suerte ha tenido Marcelino Camacho al poder
liberarse de la contemplación de todo esto. Aunque ya vio bastante
en vida.
6.
Sobre el programa mínimo. Supongo que a la
luz de lo anterior queda suficientemente explicado por qué mis
interlocutores no han respondido al cuarto punto de mi texto: el que
recordaba que entre los convocantes de las mesas se hallaban personas
que, de manera orgullosa o de forma vergonzante, habían dado su
visto bueno al pensionazo. Me dirán que no están las cosas
para andar pidiendo credenciales a quienes desean sumarse a una
iniciativa. Aceptado. Quiero, sin embargo, preguntarme qué tipo de
programa de mínimos es este que hace que algunos de los defensores
del pensionazo se sientan cómodos en las mesas de
convergencia, y que espera el regreso de quienes le dieron alas a un
acuerdo antisocial y antiecológico, mientras muchos de quienes hemos
rechazado el mentado pensionazo quedamos en una situación
delicada y preferimos ver los toros desde la barrera.
Lo
digo de manera muy simple: los promotores de las mesas tienen algún
problema, y ese problema nace de que el programa de mínimos que
alientan –que, como suele ocurrir, es su programa de máximos: no
piden otra cosa que eso– no sólo resulta, por lo que veo,
innegociable. Es, también, literalmente inasumible.
7.
Una invitación. Acabo. En el lugar en el
que estamos no creo que nadie, hablando en propiedad, se equivoque.
Los amigos que me interpelan defienden, y están en su derecho, un
proyecto distinto del que yo tengo en la cabeza. No puedo sino
desearles lo mejor y aguardar que abran espacios –sé que no son en
modo alguno ajenos a ello– a otras perspectivas que hoy por hoy les
quedan lejos. Aunque esto sea irrelevante –ya he dicho que no me
represento siquiera a mí mismo–, si así lo hacen no dudaré en
reconsiderar muchas de las opiniones que he vertido en este texto.
Estoy
seguro, por lo demás, de que encontraré a estos seis amigos en la
manifestación estatal que, promovida por la CGT y otras
organizaciones, se realizará en Madrid el sábado 12 de marzo por la
mañana. Su lema, todo un inicio de prometedor programa mínimo, reza
así: «Contra el pacto social: movilización y lucha. Por los
derechos sociales y la justicia ambiental». Cuando la
parafernalia de los discursos acabe, tendré mucho gusto en invitar a
comer a estos compañeros, por los que no sólo tengo respeto:
siento genuino aprecio personal. Sabrán tolerar, con certeza, una
comida decrecentista.
Carlos Taibo