Lo de Afganistán hiede. No hay ningún analista sensato —incluso entre los insensatos se aprecia una incipiente zozobra— que concluya que la intervención foránea en el país, liderada claramente por Estados Unidos, está produciendo algún resultado saludable.
Y es que ni siquiera en el terreno estrictamente militar las fuerzas de ocupación se están saliendo con la suya en un caótico escenario en el que resistencias de cariz vario han ido ganando terreno, y con fuerza, hasta en el último rincón. Lo ocurrido al calor de las elecciones presidenciales recién celebradas no hace sino refrendar, y rotundamente, el peso del argumento ; ahí están, para certificarlo, la equívoca condición de candidatos que se mueven con escasísima independencia con respecto a los intereses externos, la altísima abstención registrada, las acusaciones de fraude formuladas y un anuncio de resultados que, de forma inquietante, se va postergando. Para que nada falte, en suma, las noticias relativas a las lamentabilísimas prácticas a las que se ha entregado una empresa de seguridad privada en la embajada norteamericana en Kabul —la misma pesadilla de Iraq— cierran el círculo vicioso.
Claro que no se trata sólo del evidente fracaso técnico de la operación. Mayor relieve tiene, si cabe, la sinrazón de fondo de aquélla o, lo que es casi lo mismo, su franca supeditación a intereses de corte obscenamente colonial encubiertos tras una supuesta estrategia dirigida contra el terrorismo internacional. Por mucho que Barack Obama —y con él, por cierto, y lamentablemente, los gobernantes españoles del momento— se empeñe en lo contrario, las semejanzas entre lo ocurrido en los últimos años en Iraq y lo sucedido en Afganistán han sido y son notabilísimas.
Recordemos al respecto que en los dos lugares Estados Unidos, en particular, ha asumido conductas lamentabilísimas. Entre ellas se cuentan el apoyo dispensado en el pasado a regímenes y movimientos —Saddam Hussein, la guerrilla muyajidín— que luego Washington se encargó de derrocar, la defensa en estas horas de impresentables intereses geoeconómicos y geoestratégicos —en el caso de Afganistán ahí están la presión ejercida sobre China y la búsqueda de una salida al mar para la riqueza energética del Asia central—, el empleo de una violencia extrema e indiscriminada que ha padecido a menudo la población civil y, en fin, las agresiones asestadas al espíritu y a la letra de la Carta de Naciones Unidas. ¿Alguien podría explicar qué tarea de dirección, de control y de freno desarrolla, dicho sea de paso, el Consejo de Seguridad en el hervidero afgano ?
Apaciguar el país que hoy nos ocupa pasa por cambiar drásticamente de hábitos y de querencias en el escenario internacional, y por cancelar todo aquello que, y es mucho, revela designios inconfesables del lado de las grandes potencias de siempre. No parece que, fanfarria retórica aparte, Obama y sus aliados hayan tomado buena cuenta de ello. Así les va.
Carlos Taibo