A decir verdad, y a medida que el tiempo ha ido pasando, las posiciones negacionistas en relación con el cambio climático han ido perdiendo fuelle entre nosotros. La certificación de que el grueso de la comunidad científica da por demostrado que la especie humana está dañando gravemente el medio se ha abierto camino y ha colocado en posición delicada a las cada vez más escasas voces disidentes, a menudo sospechosas, por añadidura, de connivencia con oscuros intereses empresariales. Por todo ello sorprende tanto más la lamentable salida de tono que, para presunta desesperación de sus asesores, asumió días atrás el máximo responsable del Partido Popular, Mariano Rajoy.

A decir verdad, y a medida que el tiempo ha ido pasando, las posiciones negacionistas en relación con el cambio climático han ido perdiendo fuelle entre nosotros. La certificación de que el grueso de la comunidad científica da por demostrado que la especie humana está dañando gravemente el medio se ha abierto camino y ha colocado en posición delicada a las cada vez más escasas voces disidentes, a menudo sospechosas, por añadidura, de connivencia con oscuros intereses empresariales. Por todo ello sorprende tanto más la lamentable salida de tono que, para presunta desesperación de sus asesores, asumió días atrás el máximo responsable del Partido Popular, Mariano Rajoy.

No está de más recordar que, en lo que hace a los últimos años, el negacionismo en relación con el cambio climático sólo parecía brotar en nuestra cercanía en labios de liberales extremos. Detrás de algunas de esas tomas de posición era legítimo adivinar, eso sí, una incipiente conciencia en lo que atañe a algo importante : la manifiesta ineptitud del mercado a la hora de afrontar problemas como el que tenemos entre manos. Pareciera como si, sabedores de la precariedad de las soluciones que el mercado ofrece al respecto, esta suerte de ultraliberales se hubiese inclinado, sin más, por negar la mayor y afirmar que lo del cambio climático es la enésima superstición alimentada por los nostálgicos de la hiperregulación.

Claro es que, y para decirlo todo, la conciencia, cada vez más clara, en lo que respecta a lo delicado de la situación general contrasta poderosamente con la inanidad de las respuestas que tirios y troyanos han tenido a bien hilvanar al respecto. Y es que las políticas materialmente abrazadas por los sucesivos gobiernos en Madrid, populares como socialistas, han dejado mucho que desear. Si bien está que critiquemos a Rajoy por sus frívolas declaraciones, cada vez se antoja más urgente denunciar el liviano compromiso que el gobierno socialista ha mostrado en relación con la aplicación honrada de un protocolo, el de Kioto, que es poco más, por cierto, que un mero e inicial parche para encarar problemas muy graves. Si, por un lado, España está muy lejos de satisfacer los requisitos acordados, no precisamente ambiciosos, por el otro arrecia la presión empresarial para revisar a la baja los criterios estatuidos y no falta quien coquetea, en fin, con el horizonte de adquirir cuotas de comtaminación en manos de países más pobres.

La estulticia de las palabras de Rajoy y la retórica florida no acompañada de hechos que muestra el gobierno socialista se despliegan —no se olvide— en un escenario en el que la principal voz negacionista durante años, la del mismísimo presidente norteamericano, George Bush, parece haber plegado velas. No nos engañemos mucho, sin embargo, al respecto. Aunque es cierto que Bush ha tomado nota de la opinión abrumadoramente dominante en los círculos científicos, y ha acabado por reconocer que estamos dañando el medio, lo cierto es que el sentido general de su apuesta parece situarse en el magma mental que retrataba el anuncio de un simposio que apareció la primavera pasada en un diario de Madrid : «Oportunidades que ofrece el cambio climático». Digámoslo de otra manera : lo que Bush, en una finta insospechada, parece acariciar es la conveniencia de escarbar en las posibilidades que el cambio climático allega para procurar nuevos negocios, antes en la perspectiva de alentar estos últimos que en la de frenar aquél. Así las cosas, y en virtud de un formidable y transgresor movimiento, el presidente estadounidense se dispone a atribuir a la iniciativa privada, no la responsabilidad principal de lo que ocurre, sino, muy al contrario, la posibilidad objetiva de que deje de ocurrir.

Agreguemos, en fin, que el propio, y en estas horas idolatrado, Al Gore deja, en sus declaraciones públicas y en sus escritos, algún margen para la duda. Olvidaré ahora que no parece que cuando nuestro hombre fue vicepresidente de Estados Unidos, con Clinton en la cabeza del país, muchas de las políticas arbitradas difiriesen en demasía de las que al cabo abrazó el Bush negacionista. Aunque An inconveniente truth, el libro escrito por Gore tiempo trás, es en la mayoría de sus trechos una estimulante crítica de los efectos de nuestras agresiones contra el medio natural, no faltan en modo alguno en sus páginas los coqueteos, de nuevo, con la iniciativa privada y sus virtudes. Bien es verdad, para reconocerlo todo, que cuando, en el capítulo final de su texto, Gore pone manos a la tarea de reseñar lo que podemos hacer para plantar cara al cambio climático, al cabo no le queda más remedio que reivindicar una reducción en nuestros niveles de consumo, algo que con certeza casa poco con las querencias que avalan los enamorados del mercado y de la iniciativa privada. Eso sí, a tono con los tiempos, el laureado político estadounidense prefiere decirlo con la boca pequeña.


Fuente: Carlos Taibo