He intentado reconstruir aquí, sobre la base de mis apuntes, lo que dije en la Puerta del Sol madrileña el domingo 15, al final de la multitudinaria manifestación que convocó la plataforma Democracia Real Ya. Tiempo habrá para valorar --a mí me cuesta trabajo-- qué es lo que está ocurriendo estos días. Me contento ahora con llamar la atención sobre una discreta experiencia personal que algo nos dice --creo-- de la zozobra con la que los medios de incomunicación del sistema han asumido la revuelta de tantos jóvenes.

En los jornadas
sucesivas al día 15 recibí un buen puñado de llamadas de esos
medios de incomunicación. Algunas procedían, por cierto, de
emisoras de radio y de periódicos que de manera altiva y descortés
me habían puesto en la calle en su momento.

En los jornadas
sucesivas al día 15 recibí un buen puñado de llamadas de esos
medios de incomunicación. Algunas procedían, por cierto, de
emisoras de radio y de periódicos que de manera altiva y descortés
me habían puesto en la calle en su momento. Me pareció evidente que
los profesionales correspondientes andaban desesperados buscando
alguna cara que ponerle al movimiento que, fundamentalmente
articulado por jóvenes, empezaba a tomar la calle. En todos los
casos –ya tendré tiempo de cambiar, si procede, de conducta– me
negué a hacer declaración alguna y en todos sugerí que
entrevistasen a los organizadores de las manifestaciones y, más aún,
a los propios manifestantes. En una de esas conversaciones mi
interlocutor insistió en su demanda y me preguntó expresamente si
no habría algún otro profesor universitario que pudiera poner su
cara. Al parecer, y a los ojos de algunos, para explicar lo que está
sucediendo es inevitable echar mano de las sesudas explicaciones que
proporcionamos los profesores de universidad, como si la gente de a
pie no supiera expresarse con claridad y contundencia. Menos mal que
hay algún profesional que se salva. Ayer, y de nuevo en la Puerta
del Sol, un periodista me dijo que los jóvenes a los que había
entrevistado hablaban mucho mejor que Tomás Gómez y –me da el
pálpito– que la propia señora De Cospedal.

Antes de colocar mi
texto, me permito agregar una última observación: no sólo debemos
estar sobre aviso ante lo que hacen los medios –para cuándo una
activa campaña de denuncia de lo que supone esa genuina plaga
contemporánea que son los tertulianos–. También debemos guardar
las distancias con respecto a lo que dicen y se aprestan a hacer
muchas gentes de la izquierda de siempre que, bien intencionadas, se
proponen encauzar unos movimientos que en último término no
comprenden y miran con desdén. Ahí van, en cualquier caso, mis
palabras del día 15.

«Quienes
estamos aquí somos, a buen seguro, personas muy distintas. Llevamos
en la cabeza proyectos e ideales diferentes. Han conseguido, sin
embargo, que nos pongamos de acuerdo en un puñado de ideas básicas.
Las intento resumir de manera muy rápida.

Primera. Lo
llaman democracia y no lo es. Las principales instituciones y, con
ellas, los principales partidos han conseguido demostrar su capacidad
para funcionar al margen del ruido molesto que emite la población.
Los dos partidos más importantes, en singular, escenifican desde
tiempo atrás una confrontación aparentemente severa que esconde
una fundamental comunidad de ideas. Uno y otro mantienen en sus
filas, por cierto, a personas de más que dudosa moralidad. No es
difícil adivinar lo que hay por detrás: en los hechos son
formidables corporaciones económico-financieras las que dictan la
mayoría de las reglas del juego.

Segunda.
Somos víctimas con frecuencia de grandes cifras que se nos imponen.
En mayo de 2010, por proponer un ejemplo, la Unión Europea exigió
del Gobierno español que redujese en 15.000 millones de euros el
gasto público. Nadie sabe a ciencia cierta qué son 15.000 millones
de euros.

Para comprenderlo no
está de más que asumamos una rápida comparación con otras cifras.
Unos años atrás ese Gobierno español que acabo de mencionar
destinó en inicio 9.000 millones de euros al saneamiento de una
única caja de ahorros, la de Castilla-La Mancha, que se hallaba al
borde de la quiebra; estoy hablando de una cifra que se acercaba a
las dos terceras partes de la de la exigida en recortes por la Unión
Europea. Durante dos años fiscales consecutivos, ese mismo Gobierno
obsequió con 400 euros a todos los que hacemos una declaración de
la renta. A todos, dicho sea de paso, por igual: lo mismo recibió el
señor Botín que el ciudadano más pobre. Según una estimación,
ese regalo se llevó, en cada uno de esos años, 10.000 millones de
euros. Estoy hablando del mismo Gobierno, que se autotitula
socialista, que no dudó en suprimir un impuesto, el del patrimonio,
que por lógica grava ante todo a los ricos, reduciendo
sensiblemente la recaudación, mientras incrementaba en cambio otro,
el IVA, que castiga a los pobres. El mismo Gobierno, en fin, que
apenas hace nada para luchar contra el fraude fiscal y que mantiene
la legislación más laxa de la Unión Europea en lo que hace a
evasión de capitales y paraísos fiscales.

Tercera. Si
hay un dios que adoran políticos, economistas y muchos
sindicalistas, ese dios es el de la competitividad. Cualquier persona
con dos dedos de cabeza sabe, sin embargo, en qué se han traducido,
para la mayoría de quienes están aquí, las formidables ganancias
obtenidas en los últimos años en materia de competividad: salarios
cada vez más bajos, jornadas laborales cada vez más prolongadas,
derechos sociales que retroceden, precariedad por todas partes.

No es difícil
identificar a las víctimas de tanta miseria. La primera la aportan
los jóvenes, que engrosan masivamente nuestro ejército de reserva
de desempleados. Si no hubiera muchas tragedias por detrás, tendría
su gracia glosar esa deriva terminológica que hace media docena de
años nos invitaba a hablar de mileuristas para retratar una delicada
situación, hoy nos invita a hacerlo de quinientoseuristas y pasado
mañana, las cosas como van, nos obligará a referirnos a los
trescientoseuristas. La segunda víctima son las mujeres, de siempre
peor pagadas y condenadas a ocupar los escalones inferiores de la
pirámide productiva, a más de verse obligadas a cargar con el
grueso del trabajo doméstico. Una tercera víctima son los olvidados
de siempre, los ancianos, ignorados en particular por esos dos
maravillosos sindicatos, Comisiones y UGT, siempre dispuestos a
firmar lo infirmable. No quiero olvidar, en cuarto y último lugar, a
nuestros amigos inmigrantes, convertidos, según las coyunturas, en
mercancía de quita y pon. Estoy hablando, al fin y al cabo, de una
escueta minoría de la población: jóvenes, mujeres, ancianos e
inmigrantes.

Cuarta. No
quiero dejar en el olvido los derechos de las generaciones venideras
y, con ellos, los de las demás especies que nos acompañan en el
planeta Tierra. Lo digo porque en este país en el que estamos hace
mucho tiempo que confundimos crecimiento y consumo, por un lado, con
felicidad y bienestar, por el otro. Hablo del mismo país que ha
permitido orgulloso que su huella ecológica se acrecentase
espectacularmente, con efecto principal en la ruptura de precarios
equilibrios medioambientales. Ahí están, para testimoniarlo, la
idolatría del automóvil y de su cultura, esos maravillosos trenes
de alta velocidad que permiten que los ricos se muevan con rapidez
mientras se deterioran las posibilidades al alcance de las clases
populares, los castigos, acaso irreversibles, que han padecido
nuestras costas o, para dejarlo ahí, la dramática desaparición de
la vida rural. Nada retrata mejor dónde estamos que el hecho de que
España se encuentre en el furgón de cola de la Unión Europea en lo
hace a la lucha contra el cambio climático, con un Gobierno que
alienta la impresentable compra de cuotas de contaminación en países
pobres que no están en condiciones de agotar las suyas.

Quinta. Entre
las reivindicaciones que plantea la plataforma que promueve estas
manifestaciones y concentraciones hay una expresa relativa a la
urgencia de reducir el gasto militar. Me parece tanto más pertinente
cuanto que en los últimos años hemos tenido la oportunidad de
comprobar cómo nuestros diferentes gobernantes rebajaban de manera
muy sensible la ayuda al desarrollo. Nunca lo subrayaremos de manera
suficiente: el momento más tétrico de nuestra crisis dibuja un
escenario claramente preferible al momento más airoso de la
situación de la mayoría de los países del Sur.

Vuelvo, con todo, a
lo del gasto militar. Este último, visiblemente ocultado tras
numerosas partidas, responde a dos grandes objetivos. El primero no
es otro que mantener a España en el núcleo de los países
poderosos, con los deberes consiguientes en materia de apoyo a esas
genuinas guerras de rapiña global que lideran los Estados Unidos. El
segundo se vincula con el designio de preservar un apoyo franco a lo
que hacen tantas empresas españolas en el exterior. ¿Alguien ha
tenido noticia de que algún portavoz del Partido Socialista o del
Partido Popular se haya atrevido a criticar, siquiera sólo sea
livianamente, las violaciones de derechos humanos básicos de las que
son responsables empresas españolas en Colombia como en Ecuador, en
Perú como en Bolivia, en Argentina como en Brasil?

Acabo. Me
gustaría en estas horas tener un recuerdo para alguien que nos ha
dejado en Madrid el martes pasado. Hablo de Ramón Fernández Durán,
que iluminó nuestro conocimiento en lo que respecta a las miserias
del capitalismo global y nos puso sobre aviso ante lo que nos espera
de la mano de esa genuina edad de las tinieblas en la que, si no lo
remediamos, nos adentramos a marchas forzadas. No se me ocurre mejor
manera de hacerlo que la que me invita a rescatar una frase que ha
repetido muchas veces mi amigo José Luis Sampedro, de quien
escucharemos, por cierto, un saludo dentro de unos minutos., La frase
en cuestión, que creo refleja bien a a las claras nuestra intención
de esta tarde, la pronunció Martin Luther King, el muñidor
principal del movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos de
cincuenta años atrás. Dice así: ‘Cuando reflexionemos sobre
nuestro siglo, lo que nos parecerá más grave no serán las
fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las
buenas personas’. Muchas gracias por haberme escuchado».

Carlos Taibo