Ahora que, tras la concesión a Río de los Juegos Olímpicos de 2016, las aguas bajan, por fuerza, más tranquilas entre nosotros, se impone una reflexión sobre lo que ha supuesto la candidatura de Madrid.
Una manera de iniciarla consiste en rescatar un hecho palpable : como quiera que de un tiempo a esta parte faltan los acuerdos entre las principales fuerzas políticas, muchas mentes bienpensantes echan de menos los consensos que cobraron cuerpo en unos u otros momentos del pasado. Aunque semejante manera de razonar es muy respetable, no está de más que por una vez sigamos el camino contrario y escarbemos en lo que significa el raro —y lamentable, agrego yo— acuerdo que acabó por suscitar la candidatura de Madrid para celebrar unos Juegos. Tiene uno derecho a pensar que ese consenso, acompañado de un férreo acallamiento mediático de las posiciones disidentes, dice mucho de las miserias que acosan a una sociedad como la nuestra.
Aunque el apoyo a los Juegos madrileños ha sido general en los últimos años, sobran las razones, numerosas y relevantes, para plantar cara a semejante desatino. La primera nos recuerda que, con toda evidencia, los Juegos Olímpicos debían servir —este ha sido, a buen seguro, un designio firme entre sus promotores— para imprimir una nueva vuelta de tuerca al consabido negocio inmobiliario en un escenario de visible crisis. Al respecto ya conocemos la experiencia de otras ciudades en forma de barrios populares arrasados por la más desbocada y clasista especulación. Sobran los motivos para afirmar que, en un marco de insostenibilidad galopante, unos Juegos Olímpicos en Madrid tendrían por fuerza que traducirse en un repunte, y no precisamente menor, en los precios de la vivienda.
No era más halagüeño lo que se nos prometía en el ámbito de los transportes, aun cuando en este caso hay que reconocer que los males mayores son ya una realidad que no puede atribuirse a los Juegos. Por mucho que en la retórica oficial se diga lo contrario, se impone por doquier la cultura del automóvil —la cultura del transporte privado— y la de un ferrocarril que se mueve a gran velocidad y sólo puede ser pagado por los miembros de las clases pudientes. Meses atrás escuché en labios de un colega andaluz un comentario sagaz al respecto : la alta velocidad ferroviaria es —dijo— un ejemplo de libro de cómo los integrantes de las clases populares celebran con alborozo que con los impuestos que pagan se construyan nuevas líneas de las que se van a servir en exclusiva los miembros de las clases adineradas. Así las cosas, no es fácil adivinar lo que los Juegos Olímpicos traerían de bueno para los primeros, como no es sencillo intuir —digámoslo una vez más— cuáles son los efectos saludables de un crecimiento económico de siempre agresivo con la naturaleza, dilapidador de recursos y a duras penas relacionado con el bienestar y la cohesión social.
A la manifiesta ignorancia que gobernantes y opositores muestran en lo que hace a las consecuencias que el encarecimiento inevitable en los precios de la mayoría de las materias primas energéticas que empleamos tendrá sobre unas infraestructuras de transporte inutilizables, se sumaba, de la mano de los Juegos, un proyecto que ratificaba atávicas tendencias centralizadoras. Como si Madrid no se beneficiase ya de un sinfín de privilegios, que alcanzan también, es cierto, bien que en menor grado, a otras ciudades. ¿Alguien se preguntará algún día cuáles son las dramáticas secuelas de un proceso de general desertización del territorio que tiene su mejor botón de muestra en el abandono de tantos pueblos ? ¿Qué hermoso mensaje transmite al respecto una parafernalia olímpica llamada a acrecentar, vía una masiva desviación de recursos, la macrocefalia de una ciudad cada vez menos vivible ?
Para que nada falte, por todas partes se nos ha presentado como un evento social igualitario lo que en los hechos responde a un proyecto elitista y mercantilizado en grado extremo. Si desde tiempo atrás sabemos que el empleo oficial del deporte atiende a una ingeniosa operación de ocultamiento de un sinfín de marginaciones, explotaciones y exclusiones, nada mejor que los Juegos Olímpicos para recordárnoslo. La misma ciudad, Madrid, que se propone como organizadora de aquéllos sobre la base de su presunta riqueza y prosperidad es el escenario en el que despuntan dramáticas desigualdades sociales, poblaciones inmigrantes en situación a menudo extrema, los efectos desoladores de la especulación más descarnada, sistemas públicos de sanidad y educación en franco deterioro, y, en suma, afilados instrumentos represivos. Quien desee conocer lo que nos oculta el manipulador discurso oficial del que hablamos bien hará en echar una ojeada a un librito de reciente publicación —Manifiesto por Madrid. Crítica y crisis del modelo metropolitano—, que, publicado por la librería asociativa Traficantes de Sueños, retrata cabal y pedagógicamente muchas de esas miserias.
Debe uno agregar, en fin, que sobran las razones para repudiar la llamativa movilización de muchos de nuestros políticos, con el rey Juan Carlos en cabeza, al servicio de lo que poco más son que obscenos intereses privados. Hasta dónde habrá llegado nuestra estulticia que alguno de esos políticos, el alcalde Alberto Ruiz Gallardón, sorprendentemente adulado por todos, se nos presenta como el adalid de la derecha civilizada y respetuosa. Aunque, claro, el sino de estos tiempos en los que, por detrás de la aparente confrontación que los partidos escenifican, se manifiestan tantos consensos subterráneos, lo desvelan bien a las claras esos cursos de conducción ecológica que imparte, por lo que me cuentan, Fernando Alonso…
Carlos Taibo