Leo lo que algunos de nuestros periódicos han decidido reseñar en relación con la firma, en Lisboa, de un nuevo tratado de la Unión Europea que, mal que bien, viene a sustituir al que naufragó en 2005. En todas partes encuentro lo mismo : el designio de dar cuenta, por un lado, del relieve de lo ocurrido y la vocación, por el otro, de explicar cuáles son las novedades precisas que el texto recién aprobado acarrea. Como quiera que todo ello se despliega, eso sí, con escasa convicción, parece legítimo argumentar que, por detrás, lo que se aprecia son dos hechos : en lo que respecta a la primera dimensión, la del boato, cierta conciencia de que la ceremonia lisboeta algo tiene de farsa, y, en lo que atañe a la segunda, la de los contenidos concretos, una innegable dificultad a la hora de acercar al ciudadano una realidad compleja y, llegado el caso, confusa.
Si hay un dato que permite retratar las miserias del momento, ése es, sin ningún género de dudas, la curiosa prudencia oficial a la hora de afirmar lo que, lejos de los micrófonos, enuncian con claridad nuestros dirigentes políticos : el texto al cabo aprobado es muy similar al que buena parte de los ciudadanos franceses y holandeses decidieron rechazar en la primavera de 2005. Es preferible ocultar esa circunstancia para, claro, no levantar la liebre del descontento ante semejante engaño. Aunque, en realidad, el mensaje oficial tiene también otra cara : la derivada del propósito de esconder que el tratado de Lisboa —merced ante todo a las cautelas impuestas por países como el Reino Unido y Polonia— es aún peor que el que —dicen— ocupó nuestra atención casi tres años atrás.
En esa estela conviene, bien es cierto, agregar un dato más que nos emplaza ante lo que cabe suponer que es un problema severo : si en 2005 la mayoría de los ciudadanos de los Estados miembros de la UE demostraron un palmario desconocimiento del contenido del tratado constitucional, hoy ese desconocimiento alcanza dimensiones paroxísmicas. A nadie parece preocupar esto, sin embargo, en grado alguno. Hay quien aducirá, claro, que lo que se barrunta por detrás es una conciencia clara en lo que hace a un hecho concreto : cuando, y ante todo en Francia y Holanda, muchos ciudadanos se tomaron la molestia de leer el tratado constitcucional, llegaron a la legítima conclusión de que en modo alguno colmaba sus aspiraciones. Nada mejor, hoy, que esquivar el riesgo de que algo similar pueda repetirse.
Lo anterior se completa con un hecho tan conocido como, curiosamente, marginado en la mayoría de las consideraciones : los gobernantes de los Estados miembros de la Unión —la única excepción parece llamada a ser, por ley, la de Irlanda— declaran orgullosos que no corresponde organizar referendos para demostrar de forma fehaciente el apoyo popular al texto aprobado en Lisboa. No hay que ir muy lejos para explicar semejante opción : lo que despunta en la mayoría de los casos es, una vez más, el temor a que la ciudadanía eche atrás lo que políticos y tecnócratas han fraguado en sus conciliábulos.
Las cosas así, la conclusión, triste, parece que está servida : por desgracia no nos equivocábamos quienes, al calor de las disputas que cobraron cuerpo en 2005, anunciamos que el tratado constitucional, o algo muy similar, saldría adelante razonablemente incólume pese a su rechazo en Francia y en Holanda (a lo que habría que sumar, por cierto, el hecho de que algunos países que tenían prevista la celebración de referendos decidieron, astutamente, cancelarlos). Quiere uno creer que el ejercicio al que asistimos en estas horas, de ostentosa fragilidad democrática, es pan para hoy y hambre para mañana. Porque, ¿durante cuánto tiempo conseguirá mantenerse enhiesto, en estas condiciones, el barco de la Unión Europea ? Por lo que a ahora respecta, y entre el nevoeiro lisboeta, no me resisto a rescatar, una vez más, aquel trecho de una vieja canción de La Polla Records que da en el clavo de lo que tenemos entre manos : «Políticos locos guían a las masas, que les dan sus ojos para no ver lo que pasa».
Fuente: Carlos Taibo.