Nuestros dirigentes políticos repiten incansables que a la ciudadanía hay que hablarle de lo que realmente le preocupa. Aunque la recomendación parece llena de buen sentido, las más de las veces oculta una obscena invitación a la más radical insolidaridad y, con ella, un manifiesto olvido de quienes no disfrutan de nuestra relativa condición de privilegio. El ejercicio de atontamiento resultante permite, por ejemplo, que la reciente agresión israelí en Gaza apenas haya suscitado entre nosotros, en la calle, otra cosa que distantes y fríos comentarios, y obliga a concluir que un concepto muy respetable, el que nos habla de conflictos olvidados, chirría por cuanto deja la impresión de que hay conflictos que de verdad nos interesan.
En la configuración de lo que al cabo es un silencio cómplice no falta tampoco la responsabilidad de los medios. Aunque en general estos últimos han asumido una lectura hostil de lo que Israel hizo las últimas semanas, lo cierto es que rara vez han puesto toda la carne en el asador. Ya sabemos que la capacidad movilizadora de los medios se circunscribe a los casos en los que están en juego —así ocurrió en 2003 cuando los afines al Partido Socialista decidieron contestar la agresión que EE.UU. preparaba en Irak— prosaicas disputas entre gobierno y oposición, con los intereses imaginables.
La propia actitud de algunas de las instancias políticas que al cabo se inclinaron por exhortar, con un sinfín de cautelas, a la movilización está cargada de equívocos. El tono cada vez más duro que el mentado Partido Socialista fue empleando para calificar la despiadada agresión israelí en Gaza apenas acertaba a ocultar que el gobierno sustentado por esa fuerza política no tuvo el coraje de llamar a consultas al embajador en Tel Aviv, nada hizo para cancelar el trato comercial de privilegio con que la UE obsequia al Estado sionista y no dejó de alentar, por cierto, la venta de armas a este último.
Si todo lo anterior se convierte en explicación razonable de por qué, pese al dramatismo de la situación, fueron tan pocos los que, entre nosotros, protestaron por lo que sucede en Gaza, algo nos hace saber sobre nuestras actitudes ante los conflictos. Muchas veces he señalado que la atención que dispensamos a éstos mengua cuanto más hacia el este y más hacia el sur se desarrollan. Tiene uno derecho a adelantar que por detrás de la ley enunciada despunta un código etnocéntrico que nos aconseja mostrar una mayor compasión hacia las víctimas de los conflictos cuando entendemos que —véase el ejemplo de Bosnia— aquéllas son gentes que se asemejan, mal que bien, a nosotros, y que, en cambio, tendemos a desentendernos de las guerras cuando sus protagonistas, víctimas o agresores, nos pillan —Chechenia o los Grandes Lagos— muy lejos.
Rescato lo anterior porque lo que a la minoría resistente le subleva en el conflicto palestino-israelí no es la condición, próxima o lejana, de las víctimas, sino, antes bien, la naturaleza, apenas oculta, del agresor israelí. Y es que sobran las razones para afirmar que somos nosotros mismos, nuestra rutilante civilización, sus intereses y su tecnología, los protagonistas de lo que en los hechos es —liberémonos de represoras cautelas verbales— un genocidio sobre un pueblo, el palestino, expulsado de su país, arrinconado durante decenios en genuinos ghettos y condenado a depender de otros en lo que hace al reconocimiento de sus derechos más elementales.
Años atrás recibí —junto con otros muchos que habíamos suscrito un manifiesto en el que se pedía la ruptura de relaciones con las universidades israelíes que no hubiesen asumido una contestación cristalina de la enésima represión padecida por el pueblo palestino— un correo electrónico en el que se glosaban las aportaciones que, en forma de un sinfín de premios Nobel, habían realizado los judíos y se comparaban con la liviandad de las que correspondían, en cambio, al mundo árabe. El mensaje arrastraba dos vicios aterradores. Si el primero conducía a confundir a un pueblo por muchos conceptos admirable, el judío, con la ignominia que ha resultado ser el Estado de Israel —y a olvidar que hay muchos judíos no sionistas—, el segundo era acaso más grave : el texto en cuestión daba alas al discurso del colonialismo más burdo, de siempre empeñado en ponderar nuestra racial superioridad sobre los pueblos primitivos y en olvidar en qué grandísima medida nuestra condición de privilegio nace del expolio de los recursos, humanos como materiales, de esos pueblos. Quien justifica, en suma, el genocidio palestino sobre la base de la supuesta superioridad cultural —y cabe suponer que moral— del ocupante que lo asesta da cuenta de manera fehaciente de su miseria en todos los órdenes.
Nuestro silencio cómplice ante lo ocurrido en Gaza acarrea, con todo, una dimensión más. Hace unos meses un colega palestino tuvo a bien recordar que en el caso que hoy nos ocupa las víctimas del genocidio ni siquiera pueden ampararse en el público y planetario desconocimiento de lo que ocurre. Algún día alguien deberá preguntarnos, con un punto de ingenuidad, por qué callamos. Y alguien tendrá que responder, de forma escueta, que Israel es punta de lanza principal de nuestros impresentables designios de dominación y expolio en la región más caliente del planeta.
Fuente: Carlos Taibo