Releo el sinfín de artículos y reportajes que, en las últimas semanas, han dado cuenta de la incorporación de diez nuevos Estados a la Unión Europea. Aunque uno puede entender el tono, comúnmente celebratorio, que rodea a la operación correspondiente, hay que preguntarse si líderes de opinión y periodistas de a pie no nos están transmitiendo un cuento de hadas que reclama, e imperiosamente, de un ejercicio de réplica.
Precisaré que no estoy pensando ahora en los problemas, innegables, que la ampliación en curso parece llamada a legar, entre nosotros, en la forma de disputas muy agrias sobre el porvenir de los fondos estructurales y de cohesión que hasta el momento beneficiaban a las partes más pobres de la UE realmente existente. Por mucho que tales problemas no se antojen precisamente menores —en más de un caso bien podrían traducirse en una reapertura del debate relativo a las condiciones pactadas en 1986—, parecen inconmensurablemente más livianos que aquellos que arrastran los recién llegados.
Digamos al respecto, y por lo pronto, que las elites dirigentes de los Estados que acaban de incorporarse han apreciado en la Unión Europea un objeto tal de deseo que es lícito aseverar que, deslumbradas, a la postre se han mostrado incapaces de calibrar que aquélla también es portadora de miserias. Semejante acercamiento a un faro cegador bien puede tener, en el corto plazo, un par de efectos nocivos. Si el primero anuncia un reavivamiento —también aquí— de las disputas relativas a la forma en que se han ultimado muchas de las negociaciones de adhesión, el segundo recuerda que lo suyo es que las opiniones públicas de los países afectados reciban al poco malas noticias en lo que atañe a los sacrificios que de la ciudadanía se van a demandar.
Y es que el punto de partida de estos países —nunca está de más recordarlo— resulta, en términos comparativos, visiblemente menos halagüeño que el que exhibían España y Portugal en 1986. Digámoslo de otro modo : sus niveles de renta per cápita —los de la mayoría— son tan bajos que parece lícito afirmar que las economías de los recién llegados configuran realidades semicadavéricas bien reflejadas en un engrosamiento significativo, en los últimos tres lustras, de las bolsas de pobreza. Uno de los riesgos del momento presente es que una parte notable de la población quede descolgada de resultas de una prolongadísima acumulación de sacrificios. No se olvide que los ocho Estados que acaban de sumarse a la UE y que quince años atrás contaban con economías de socialismo real fueron escenario, en el último decenio del siglo XX, de severas reformas que en algún caso recibieron el sonoro nombre de terapias de choque. Con posterioridad, se han visto obligados a satisfacer el sinfín de requisitos que la UE demanda de quienes desean a ella incorporarse. Pero la prolongación de los sacrificios no está llamada a rematar ahora : lo esperable es que los recién incorporados deseen dotarse del euro como moneda y deban avenirse a colmar, en consecuencia, las reglas del juego establecidas en Maastricht diez años atrás y… a mantener en el tiempo el cumplimiento de estas últimas. El lector se percatará al poco que de manera sencilla bien podemos toparnos con dos decenios de onerosas reformas que a buen seguro no van a llenar de alegría a las capas más desfavorecidas de las poblaciones respectivas.
Tampoco está de más subrayar que en las opiniones públicas de los recién llegados se aprecia con facilidad un resquemor acumulado hacia una UE que —se estima— no se ha mostrado precisamente generosa. Para otorgarle peso a esta percepción ahí están unas negociaciones a menudo entrampadas e injustificadamente prolongadas, como está la espada de Damocles de las adhesiones incompletas : prestémosle la atención que merece a la posibilidad de que se pacten —es una manera de hablar, claro— períodos transitorios en virtud de los cuales no sean objeto de aplicación, durante años, aspectos tan relevantes como los propios fondos estructurales y de cohesión, la política agraria común o la libre circulación de las personas, y calibremos en paralelo las consecuencias que ello está llamado a ejercer en países en los cuales el apoyo social a la adhesión a la UE, aunque innegable, es frío y superficial. Han quedado muy atrás, en otras palabras, los tiempos en los que los ciudadanos de los recién incorporados creían que la Unión era la panacea resolutora de todos su problemas.
Si lo dicho hasta ahora obliga a recelar de cualquier descripción del proceso en curso que sólo barrunte en él elementos halagüeños, lo suyo es que invoquemos un aspecto más que contribuye a resituar —parece— un debate tantas veces sorteado : como quiera que, y pese a las apariencias, al fin y al cabo en los párrafos anteriores hemos hablado de un puñado de privilegiados en la Europa central y oriental, tenemos por fuerza que preguntarnos qué es lo que la ampliación en curso deparará a quienes se quedan fuera de ella. No vaya a ser que la relativa prosperidad de ocho países cobre cuerpo a costa del estancamiento de otros tantos, y del enquistamiento paralelo de muchos problemas.
Aunque, puestos a reclamar actitudes solidarias de nuestra parte, hay quien señalará, con respetabilísimo criterio, que bien estaría que las exhibiésemos también, y con rotundidad, fuera del continente europeo. De esta suerte rebajaríamos el relieve de algo que a los ojos de unos pocos sigue siendo, por desgracia, lo más importante : alharacas retóricas aparte, a las fuerzas vivas que mueven a la UE de estas horas los candidatos sólo les interesan en su doble condición de dispensadores de una mano de obra barata y de prometedores mercados para el futuro.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.