La huelga que los controladores aéreos han desarrollado los días 4 y 5 de este mes tiene varias dimensiones diferentes. La primera nace de la condición, singularísima, del colectivo profesional afectado. Sus altos salarios predisponen a un rápido juicio descalificatorio que pasa por alto —parece— circunstancias interesantes.

La huelga que los controladores aéreos han desarrollado los días 4 y 5 de este mes tiene varias dimensiones diferentes. La primera nace de la condición, singularísima, del colectivo profesional afectado. Sus altos salarios predisponen a un rápido juicio descalificatorio que pasa por alto —parece— circunstancias interesantes.

No sólo eso : facilita el asentamiento de una posición muy extendida, casi universal, en nuestros medios de incomunicación. Si uno tiende a simpatizar espontáneamente con un trabajador en huelga, nuestros medios —no hace falta señalar a qué intereses responden— asumen literalmente el camino contrario. Tal vez por ello sólo se avienen a recoger opiniones de ciudadanos indignados que prescinden de cualquier consideración de las razones que han podido conducir a los trabajadores —sean quienes sean éstos— a asumir una medida delicada.

Tengo grabada en la retina la dura declaración formulada, ante las pantallas de televisión, por una señora airada : si alguien falta al trabajo —dice— debe ponérsele de patitas a la calle. La señora en cuestión no forma parte, con certeza, de un grupo parafascista. A buen seguro que se trata, antes bien, de una modesta y desideologizada celadora o de una cajera de un centro comercial. Aunque uno puede entender su ira momentánea, hay que preguntarse cómo reaccionaría esa misma persona en caso de que se le anunciase repentinamente que su jornada laboral ha sido objeto de una sensible ampliación al tiempo que su salario se ha visto reducido. ¿No sopesaría seriamente la posibilidad de asumir entonces, como respuesta, una huelga ‘salvaje’ ? Pues eso es lo que, al parecer, ocurrió el viernes 4 con los controladores aéreos.

Mayor relieve tiene, con todo, otra dimensión, que nos obliga a preguntarnos por el sentido de fondo de un sistema que permite que los dirigentes políticos, haciendo uso —nadie lo duda, y esto es por sí solo suficientemente grave— de sus prerrogativas, cancelen de forma unilateral las normas laborales previamente pactadas. Como quiera que el caso de los controladores es muy sensible —y sirve para que José Blanco haga uso de la más fácil demagogia social, autoconvirtiéndose, caramba, en defensor de los desvalidos el mismo día en que el Gobierno español retiraba ayudas básicas a los desempleados—, mejor será que recordemos lo ocurrido en el metro madrileño el pasado verano. También aquí las autoridades —en este caso las de la Comunidad de Madrid— decidieron unilateralmente tirar por la borda lo estipulado en un convenio colectivo. ¿Es razonable describir como salvaje la huelga que siguió y no echar mano del mismo adjetivo para dar cuenta de la conducta de quienes, con el marchamo de sus democráticos títulos, deciden saltarse a la torera, de forma interesada, las normas previamente acordadas ?

Hay, claro, una dimensión más, muy delicada, en lo ocurrido los últimos días. La militarización de un servicio, la declaración de un estado de alarma y la posibilidad cierta de aplicar a los trabajadores draconianas leyes militares bien pueden configurar un adecuado banco de pruebas para lo que se avecina. Y ojo que no estoy pensando ahora en los controladores, en los que se reúnen —es cierto— circunstancias muy singulares. Hablo del común de los trabajadores, víctimas de agresiones sin cuento que afectan, ya, a sus derechos laborales y sociales más elementales. El mensaje no puede ser más claro : si no aceptan, sin pestañear, las normas que el capital dicta y que nuestros gobernantes se encargan sumisamente de aplicar, ya saben a qué se exponen. Mucho me temo, en otras palabras, que lo ocurrido estos días bien puede reaparecer, bendecido por el aplauso de una ciudadanía cada vez más atontada, en los sectores económicos más dispares. Y esto sí que remite a una situación alarmante de la mano de una suerte de estado de excepción permanente, con los ministerios de Interior y de Defensa supuestamente peleando por los derechos de los desvalidos.

Como no hay mal que por bien no venga, lo suyo es que recuerde, en fin, que el fin de semana sin aviones —y sin la contaminación y el dilapidación de recursos consiguiente— que hemos dejado atrás bien puede ser un anticipo de lo que, las cosas como van, y por inexcusables razones medioambientales, nos veremos en la obligación de hacer en los años venideros. Aunque no fuera ésa, claro, la intención de los controladores.

Carlos Taibo