Ramón Fernández Durán ha muerto hoy, 10 de mayo de 2011. Recojo aquí el texto de mi intervención de hace un mes en una de las presentaciones madrileñas de sus dos últimos libros: La quiebra del capitalismo global y El antropoceno. Gracias, Ramón.
Ramón Fernández Durán nos ofrece en estos dos libros una espléndida guía para movernos en esa genuina edad de las tinieblas en la que ya hemos entrado. Son cuatro las apreciaciones que se me ocurre realizar sobre esos dos textos.
Ramón Fernández Durán nos ofrece en estos dos libros una espléndida guía para movernos en esa genuina edad de las tinieblas en la que ya hemos entrado. Son cuatro las apreciaciones que se me ocurre realizar sobre esos dos textos.
1. Vaya la primera de ellas. Tengo la impresión de que en los circuitos en los que me muevo –que son, en sustancia, los circuitos en los que se mueve Ramón– cada vez hablamos menos de las amenazas que se ciernen sobre nosotros. Cada vez hablamos menos del cambio climático, del pico del petróleo, de la crisis demográfica, de la marginación y explotación de tantas mujeres o de la prosecución del expolio de los recursos humanos y materiales de los países pobres. Ello es así –supongo– porque damos por confirmado el vigor contemporáneo de todas esas amenazas.
Y, si no hablamos de eso, ¿de qué hablamos? Creo que la pregunta que más veces oigo repetir en los últimos tiempos es la relativa a por qué la gente apenas está reaccionando ante un escenario tan delicado como el que se nos echa encima. No es éste el momento ni el lugar para responder en detalle a esa pregunta. Bastará ahora con que subraye que en muchos casos damos por descontado que nuestros conciudadanos tienen una conciencia clara en lo que hace al relieve de problemas como los mencionados. Hay quien recordará, también, que en muchos casos lo que se aprecia es una respuesta del tipo ‘déjame tranquilo; ya tengo suficientes problemas en mi vida cotidiana para preocuparme de lo que pueda suceder dentro de diez o de veinte años’. No faltan, en fin, quienes parecen haber asumido la conducta de algunos pasajeros del Titanic que, conscientes de que el barco se iba a pique, prefirieron apurar las últimas copas de champán y siguieron bailando al son de un vals.
Parece razonable asumir, de cualquier modo, que buena parte de las percepciones populares en relación con estas cosas beben de lo que dicen los medios de incomunicación del sistema. Me importa, y mucho, subrayar que esos medios en los hechos han procurado asumir dos caminos diferentes. El primero, y el más común, consiste sin más en negar que haya problemas graves en el horizonte (para qué hablar, dicho sea de paso, del presente). Desde esa percepción discursos como el de Ramón se describen sin más como alarmistas y catastrofistas, al tiempo que se señala que la historia demuestra que la especie humana ha encontrado tecnologías que le han permitido salir del atolladero. No me interesa ahora replicar a argumentos tan livianos como ésos: mayor urgencia corresponde a la tarea de identificar un segundo discurso que se revela en los medios. Hablo de aquel que, llamativamente, empieza a retratar con saña la hondura de la catástrofe con un propósito, claro, bien perfilado: el de subrayar que la única manera de hacer frente a aquélla pasa por la instauración –a esto vamos– de una suerte de estado de excepción permanente. La catástrofe sirve entonces de pilar fundamental para imprimir una nueva vuelta de tuerca a tramadas estrategias de dominación y explotación.
No puedo sino constatar que lo que acabo de decir nos coloca ante una tarea difícil: si, por un lado, en modo alguno podemos renunciar a la obligación imperiosa de explicar lo que se nos viene encima, por el otro no podemos darle alas a los esfuerzos que el sistema que padecemos está realizando para sacar adelante un ambiciosísimo programa de militarizado darwinismo social.
2. En esos mismos circuitos de los que antes he hablado se manifiestan, a mi entender, dos posiciones distintas en lo que se refiere a lo que podemos y debemos hacer. La primera, crudamente realista, señala que no nos queda más remedio que aguardar que el colapso del sistema abra los ojos de mucha gente. Aunque en modo alguno faltan los motivos para asumir esa posición, hay que partir de la certeza de que el colapso es, por sí solo, una fuente ingente de problemas que a duras penas podríamos solventar.
La segunda de las propuestas, que es la mía, acarrea una demanda expresa de salir ya del capitalismo. Admito de buen grado que, habida cuenta de la precariedad de apoyos de la que disfruta esta opción, mucho tiene de voluntarista. Lo único sólido que se me ocurre decir en su provecho es que, de no trabajar para que este camino se haga realidad, las cosas serán innegablemente peores. Agregaré, eso sí, que de manera casi espontánea son muchas las personas que han empezado a buscar caminos que implican dejar atrás el capitalismo. Esos caminos pasan siempre por la generación de espacios de autonomía en los que se hagan valer reglas del juego diferentes de las que impone el sistema que padecemos, por la autogestión y por un franco recelo en lo que se refiere a las presuntas virtudes del crecimiento y del consumo. Da en el clavo al respecto el proverbio que Ramón cita en uno de los dos libros que hoy presentamos. Reza así: «Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar».
Las cosas como fueren, éste es el momento de ratificar el buen sentido de una idea que Ramón maneja desde tiempo atrás: si la crisis ecológica ha sido durante mucho tiempo el hermano menor de tantos movimientos de emancipación, hoy, y en virtud de una notable paradoja, está en el origen de muchos de los más críticos discursos de contestación del capitalismo.
3. Si alguien me preguntase por un par de ideas que están presentes en estos libros de Ramón y que, a mi entender, iluminan de manera singular nuestro conocimiento de lo que va a ocurrir en los dos decenios venideros, no tendría mayores dudas.
La primera es la afortunadísima sugerencia de que no podemos olvidar en modo alguno que nuestros discursos son percibidos de manera a menudo diferente según las generaciones. Para entender lo que significan, sin ir más lejos, conceptos como los de ‘sobriedad’ o ‘sencillez voluntaria’ no es lo mismo haber nacido en 1930 que haberlo hecho en 1970 o tener hoy diez años, de la misma suerte que no es lo mismo ser mujer o ser varón. Hay que desterrar, en otras palabras, la intuición de que cuando alguien se dirige a un público, el mensaje transmitido es percibido en términos razonablemente similares por todos los integrantes de ese público. La certificación de que ello no es así nos obliga a trabajar sobre la acuciante necesidad de repensar formas de transmisión y comunicación que con frecuencia son muy problemáticas.
La segunda de esas ideas remite a algo que Ramón ha repetido incansable desde bastante tiempo atrás. En virtud, una vez más, de una excelsa paradoja, muchos de los desheredados del planeta –habitantes casi siempre de los países del Sur– se encuentran en mejor posición que nosotros para hacer frente al declive que se avecina. Viven en comunidades poco complejas, mantienen una activa vida social, han preservado una relación equilibrada con el medio natural y, más allá de todo lo anterior, son mucho menos dependientes que nosotros. Prefiero dejar hablar, en este caso, a Ramón: «La situación será particularmente delicada en los espacios altamente modernizados (‘sobredesarrollados’), pues ellos serán los más afectados por el progresivo colapso de la civilización industrial, sobre todo los territorios altamente urbanizados e industrializados, donde se consumen más de las tres cuartas partes de la energía mundial, principalmente en los espacios centrales, pero también en las áreas más dinámicas de los grandes actores emergentes. Mientras que los espacios menos modernizados (‘subdesarrollados’), más rurales, menos industrializados, menos tecnologizados, menos consumidores de recursos y en definitiva más autónomos, se encontrarán en mucha mejor posición de cara al largo declive. Estamos hablando nada más y nada menos que de unos dos mil millones de personas en los mundos campesinos y de unos cuatrocientos millones en los indígenas, que además ayudan a ‘enfriar el planeta’ y utilizan en general la biomasa como fuente energética. Por otro lado, estos mundos dejarán de tener la enorme presión que sobre ellos ejercen los mundos modernizados en su expansión hasta ahora irrefrenable (y probablemente hasta entonces), que no es sólo física e institucional sino también cultural».
4. En los últimos tiempos no damos a basto. Cuando empezábamos a dominar –o eso creíamos– las claves de las crisis que nos atenazan, nos ha llegado la revuelta árabe, que plantea problemas de interpretación muy agudos. Y cuando apenas salíamos de la sorpresa de esa revuelta se ha hecho valer el efecto ingente de las secuelas del tsunami japonés.
En esta vorágine de hechos relevantes que se suceden no hay por qué descartar la posibilidad de que nos empiecen a llegar –la revuelta árabe algo tiene de premonición al respecto– noticias saludables. Hace unos días uno de los chavales que hace Diagonal formulaba una idea que bebe de lo anterior: cuando se produzca nuestra revuelta –¿cuál será, por cierto, la plaza Tahrir madrileña?– alguien recordará que buena parte de las claves de comprensión al respecto estarán, en las hemerotecas, en los números de una meritoria publicación quincenal. Yo, por mi parte, me limitaré a rescatar el contenido de un artículo que leí años atrás –he olvidado, a decir verdad, el nombre del autor y el lugar en el que fue publicado– y que se asienta en la misma percepción. El texto en cuestión empezaba enunciando una obviedad: los pronósticos que Marx y Engels formularon, en la segunda mitad del siglo XIX, en lo que se refiere a la presunta conducta del proletariado de la Europa occidental demostraron ser equivocados. Permitidme al respecto una ironía: el proletariado entró en un supermercado para comprar una barra de pan y decidió quedarse dentro del supermercado. No vaya a ser, sin embargo –proseguía el autor–, que un siglo y medio después, cuando el proletariado como clase va desapareciendo en la mayor parte del planeta, mientras se acumula con una fuerza gigantesca en las grandes ciudades de la costa china del Pacífico, en condiciones que recuerdan poderosamente a las de la Europa de la segunda mitad del XIX –la plusvalía absoluta, la explotación más extrema, la ausencia más dramática de derechos sindicales y laborales–, el proletariado chino acabe por hacer lo que Marx y Engels intuyeron que iban a hacer, un siglo y medio atrás, los proletariados alemán, francés e inglés.
No se me mal interprete: no estoy afirmando de manera taxativa que va a ocurrir lo que anuncia el autor del texto que acabo de glosar. Me limitaré a certificar que una opinión de esa naturaleza publicada hace un decenio hubiera suscitado las más de las veces una sonrisa conmiserativa. Hoy, por el contrario, nos vemos en la obligación de escuchar lo que se nos cuenta y, en la zozobra en la que estamos instalados, en modo alguno nos atrevemos a descartar horizontes como el retratado…
Termino, y lo hago con lo que, con mucho, es hoy lo más importante. El año pasado publiqué en Galicia un libro de ensayos sobre la vida, sobre las vidas, de Fernando Pessoa, el poeta portugués. En el prólogo de esa obra me hago eco de una discusión que ha hecho correr mucha tinta: la relativa a por qué la vida y la obra de Fernando Pessoa producen tanta fascinación entre nosotros. Luego de examinar diferentes argumentos vertidos al respecto, me acojo a dos ideas manejadas por Robert Bréchon, el biógrafo francés del poeta. Bréchon cuenta que hace muchos años acudió a un congreso de estudios pessoanos que se celebraba en la universidad de Nashville, en Estados Unidos. En su transcurso escuchó, en un inglés que le costaba trabajo seguir, una intervención de un profesor negro norteamericano que dijo sucintamente lo que sigue: «Aquí estamos nosotros, luego de atravesar océanos y continentes, unidos por nuestro vínculo con un hombre que nunca salió de su tierra, y que perdió su vida para que la nuestra fuese más hermosa. Las palabras que intercambiamos carecen de importancia; son un ritual para instituir entre nosotros su presencia. Hacemos esto en su memoria». Aun sin descartar que Ramón haya permitido que nuestra vida fuese más hermosa, parece fuera de duda que la ha hecho más consciente, más díscola y más solidaria. No es poco. Bréchon echa mano, en fin, de un brevísimo trecho de un texto en el que el novelista Henry James evoca al poeta Aspern. En inglés dice, escuetamente, así: «He is a part of the light by which we walk». «Es parte de la luz por la que nosotros nos movemos». Esa luz –puedo garantizárselo a Ramón– no se apagará nunca en esta edad de las tinieblas en la que nos adentramos.
Carlos Taibo