No deja de sorprender que los medios de comunicación se resistan a aportar explicaciones de lo que ocurre en estos días en Galicia. La circunspección y la prudencia se imponen por doquier ante lo que parece entenderse que es una cuestión muy delicada que podría irse, fácilmente, de las manos. Tiene su sentido, sin embargo, escarbar en lo que uno escucha cuando víctimas y expertos hablan fuera de micrófonos y no se cortan la lengua.
A estas alturas nadie pone en duda que la mayoría de los incendios gallegos de las últimas semanas obedece a razones y a pautas diferentes de las ya conocidas. Poco relieve corresponde en estas horas a los presuntos intereses de la industria maderera, a la acción de los pirómanos o a condiciones climatológicas que han venido a facilitar la expansión de los fuegos pero a duras penas pueden considerarse la causa de éstos. Aunque es evidente que el desastre ecológico y humano que ha supuesto el progresivo abandono de la agricultura y de la ganadería, y con él el despliegue de una depredadora eucaliptización, debe ser invocado con firmeza, tampoco parece que en sí mismo arroje mayor luz sobre lo que ahora mismo tenemos entre manos, por mucho que aporte un escenario vital para entenderlo. Ni siquiera vale —parece— la sugerencia de que nos hallamos ante una suerte de exacerbación de factores de orden diverso que estarían operando de forma simultánea. La impresión general —no hablemos de certezas porque no las hay— es que por detrás de muchos incendios se halla una organización planificada que atiende metódicamente a la satisfacción de objetivos precisos y que, en una lectura inevitable, obedece, premeditada o inconscientemente, a afilados intereses políticos y económicos.
Cuando llega el momento de aquilatar la última intuición, las miradas se orientan hacia lo que al cabo son dos grandes explicaciones que, eso sí, bien podrían unirse en una sola, toda vez que los intereses que invocan son por desgracia compatibles. La primera apunta a la ya conocida historia de personas que, tras trabajar en la prevención y la extinción de incendios durante años, habrían visto rescindidos sus contratos y habrían decidido asumir, en consecuencia, un durísimo ejercicio de protesta. Sin descartar en modo alguno que esto haya podido ocurrir en algunos escenarios, hay que preguntarse por las posibilidades que a esta explicación corresponden a la hora de dar cuenta de un sinfín de incendios registrados en lugares muy dispares. Esto último reclama de una organización coordinadora que se hace harto difícil imaginar a menos que implique, y volvemos a una sugerencia delicada que ya hemos adelantado, a instancias políticas con intereses connotados y a sus eventuales prolongaciones mafiosas, tanto más cuanto que algunas noticias —los incendios en las proximidades de los aeropuertos de Santiago y Vigo ; el posible empleo de avionetas incendiarias— sugieren que se estaría haciendo uso de técnicas y de instrumentos que transcienden con mucho las capacidades de trabajadores despechados y pirómanos improvisados. Más allá de ello, las personas en cuestión, øllevarían tan lejos su designio de protesta como para mantener una férrea presión sobre unas autoridades que con toda evidencia se ha visto desbordadas por el reto criminal que se les plantea y por su callada aceptación de tantas reglas del juego ?
Adentrémonos, con todo, en la segunda explicación, que en primera instancia nace de una sencilla consideración geográfica : es extremadamente llamativo que la mayoría abrumadora de los incendios se haya registrado en las dos provincias gallegas más occidentales, A Coruña y Pontevedra, y no en las dos más orientales. Como lo es que el grueso de aquéllos haya adquirido carta de naturaleza en la proximidad de centros urbanos y localidades de algún peso, en su caso cerca del mar y de las vías de comunicación. El mapa de los incendios coincide punto por punto —digámoslo con claridad— con el mapa de los grandes proyectos inmobilirios que se barruntan en la Galicia occidental.
Hace unos meses escuché que en Galicia estaba prevista la construcción de nada menos que 600.000 viviendas. Aunque la cifra sea seis veces inferior, es fácil palpar la dimensión del negocio. No se olvide que el Mediterráneo empieza estar saturado de construcciones y que el hábitat deja mucho que desear, con lo que, por lógica, constructores y especuladores tienen que buscar otros horizontes. Ya sé que hay quien recordará —me temo que con alguna ingenuidad— que la legislación en vigor impide construir, si no estoy equivocado durante treinta años, en terrenos quemados. La réplica se antoja, sin embargo, fácil y recuerda, por lo pronto, que las normas restrictoras afectan en exclusiva al suelo rústico de protección forestal, y no al urbanizable, que es el que en muchos casos está ardiendo ; los incendios abaratarían las tierras correspondientes e inducirían a cambiar de opinión a muchos propietarios reacios a vender. Esto al margen, también hay quien sugiere que, de extenderse la superficie quemada, este dato por sí solo se convertiría en un interesante elemento de presión sobre las autoridades para que modificasen, siempre en provecho de los intereses inmobiliarios, el sentido de las leyes hoy aplicadas. Agreguemos, en suma, que sobran los motivos para dudar de que estas últimas estén siendo objeto de puntillosa ejecución.
El lector avezado bien puede extraer, sin que haya que guiarle en la tarea, sus conclusiones. Uno tiene, eso sí, derecho a expresar su intuición, cada vez más asentada, de que por detrás de la catástrofe, humana y medioambiental, que se registra en estas horas en Galicia se hallan sórdidos intereses económicos y, como es preceptivo en estos casos, no menos sórdidas e interesadas connivencias políticas. Que cada cual adelante al respecto los nombres que le parezcan.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.
Fuente: Carlos Taibo