El conflicto de Kosovo presenta hoy aristas tan delicadas que hay que moverse con mucho tiento para no perder el paso. Dos son los datos fundamentales que conviene manejar a efectos de entender exactamente dónde estamos. El primero lo aporta —y es lamentable que se olvide tantas veces en estas horas— lo ocurrido entre 1989 y 1997, de la mano de la abolición, por las autoridades serbias, de la condición autónoma de la provincia, de la instauración de una ley marcial y del despliegue, con víctima en la mayoría albanesa de la población local, de un genuino régimen de apartheid, respondido durante años, por cierto, a través de un estimulante movimiento de desobediencia civil no violenta. El segundo elemento de relieve ha cobrado cuerpo en la forma del protectorado internacional que siguió a la intervención de la OTAN verificada en 1999 : al amparo de ese protectorado no parece que se hayan perfilado instituciones democráticas, los derechos de las minorías —y en singular de la serbia— han sido violentados y la economía no ha recuperado en modo alguno el vuelo.

El conflicto de Kosovo presenta hoy aristas tan delicadas que hay que moverse con mucho tiento para no perder el paso. Dos son los datos fundamentales que conviene manejar a efectos de entender exactamente dónde estamos. El primero lo aporta —y es lamentable que se olvide tantas veces en estas horas— lo ocurrido entre 1989 y 1997, de la mano de la abolición, por las autoridades serbias, de la condición autónoma de la provincia, de la instauración de una ley marcial y del despliegue, con víctima en la mayoría albanesa de la población local, de un genuino régimen de apartheid, respondido durante años, por cierto, a través de un estimulante movimiento de desobediencia civil no violenta. El segundo elemento de relieve ha cobrado cuerpo en la forma del protectorado internacional que siguió a la intervención de la OTAN verificada en 1999 : al amparo de ese protectorado no parece que se hayan perfilado instituciones democráticas, los derechos de las minorías —y en singular de la serbia— han sido violentados y la economía no ha recuperado en modo alguno el vuelo.

El principal resultado de todo lo anterior, una vez anulados por unos y otros los agentes que podían oficiar de puente entre las respectivas comunidades, es la existencia de dos posiciones diametralmente enfrentadas : mientras el conjunto de las fuerzas políticas albanokosovares considera irrenunciable la independencia, sus homólogas serbias, en Belgrado como en Kosovo, rechazan drásticamente tal horizonte. En ese escenario, y como es sabido, la comunidad internacional —un eufemismo para referirnos a las potencias occidentales y a sus intereses— ha vuelto a terciar a través de una apuesta precisa : lo que ha dado en llamarse una independencia tutelada que, si nada lo impide, cobrará cuerpo una vez al gobierno kosovar, recién elegido, se le dé luz verde para declarar la independencia del país. Es preceptivo agregar que, pese a las apariencias, esas potencias occidentales de las que hablamos respaldan un Kosovo independiente, sin entusiasmo alguno, en virtud de un criterio de estricto pragmatismo : es más sencillo dar rienda suelta a las demandas de la mayoría abrumadora de la población de un país que atender a la defensa estricta, por ejemplo, de los derechos de las diferentes minorías kosovares.

Ante semejante trama, convengamos que no es sencillo tomar partido. Quienes hemos defendido de siempre el derecho de autodeterminación nos sentimos incómodos, porque importa muy mucho subrayar que, de adquirir carta de naturaleza la independencia mencionada, lo hará sin que de por medio se haya desplegado ninguna fórmula que garantice ese derecho : nadie habla, en particular, de un referendo en el que se fije cuál es la opinión mayoritaria entre los kosovares, y ello por mucho que sea evidente que la mayoría albanesa de la población postula, con claridad, una secesión que permita configurar un Estado independiente.

Mayores son, si cabe, los elementos de incomodidad que se derivan de un segundo hecho, que no es otro que el discurso omnipresente en el grueso de los medios de comunicación españoles en relación con una eventual independencia de Kosovo. Han reaparecido al respecto todas las monsergas que beben de la sacralización de la legislación interna de los Estados —al parecer, Kosovo es Serbia porque lo dicen, sin más, las leyes en vigor en este país—, de la defensa visceral del principio de la integridad territorial —y ello pese a que este principio entre en colisión con la opinión mayoritaria entre la ciudadanía de un país dado—, de la postulación de la estabilidad como un valor que debe emplazarse por encima de cualesquiera otros o, en suma, del acatamiento esencialista de las reglas que impone un nacionalismo de Estado.

Claro que, más allá de todo lo anterior, lo que ha despuntado ha sido la sugerencia de que un Kosovo independiente —tanto más si se perfila al margen de lo que reza la maltrecha legalidad internacional— bien puede convertirse en un estímulo para demandas secesionistas como las que se hacen notar en Cataluña, Galicia y el País Vasco. Si, por un lado, semejante manera de ver las cosas es moderadamente sagaz —por mucho que el ministro español de Asuntos Exteriores, el señor Moratinos, se empeñe, sí que hay relación entre las casuísticas correspondientes—, por el otro se impone preguntarse si no conviene escarbar serenamente en un horizonte que el discurso dominante pretende cerrar : el de que, lejos de ser, como parece hasta ahora, un caso aislado, el de Kosovo se convierta en un antecedente en el que fundamentar una discusión legítima relativa a la integración de determinadas comunidades humanas, acaso a su pesar, en los Estados que conocemos. Bueno será, naturalmente, que entre las lecciones que esa discusión invite a extraer se cuenten la de que importa, y mucho, saber qué es lo que piensan las gentes y la de que es imperativo garantizar el vigor pleno, en paralelo, de los derechos de las minorías.


Fuente: Carlos Taibo