Hace unas semanas el ministro de Fomento, José Blanco, fue el protagonista de una de las ruedas de prensa de promoción del nuevo tren de alta velocidad que une Valencia y Madrid.
Blanco echó mano de una estimación que alimenta poderosamente las tesis de quienes nos oponemos, por un sinfín de razones, a la alta velocidad ferroviaria. Pena es que, pese a la llamativa condición de los datos manejados, la mayoría de los periodistas prefieran esquivar cualquier suerte de reflexión crítica sobre un proyecto económico, social y ecológicamente infumable.
Blanco señaló que la nueva línea de AVE está llamada a permitir que se reduzca en un 55% el tráfico aéreo entre Madrid y Valencia, que retroceda en un 25% el tráfico en automóvil y que suceda otro tanto en un 5% con el que se desarrolla en autobús. Creo que sólo puede extraerse una conclusión de los datos invocados por el ministro : mientras se han invertido miles de millones de euros para permitir que la mitad de los ricos que usaban el avión en ese trayecto se muden al AVE, la abrumadora mayoría de las gentes comunes que se veían obligados a desplazarse en autobús tendrán que seguir haciéndolo. No sólo eso : en lo que a estas últimas respecta se verificará un deterioro objetivo de su situación, toda vez que desaparecerán, antes o después, los trenes con precio asequible —es lo que ha sucedido en todas las líneas de AVE— y se cerrarán estaciones en virtud de un proyecto de estricta desertización ferroviaria.
Si alguien se pregunta, por lo demás, quién precisa imperiosamente realizar el trayecto entre Valencia y Madrid en poco más de hora y media, la respuesta se antoja sencilla : los ejecutivos de las empresas. Estamos trazando, en otras palabras, un sistema de transporte público ferroviario sobre la base de los intereses, singularísimos, de una escueta minoría de la población. Basta con echar una ojeada al respecto al tipo de pasajero que llena el AVE en los trayectos que comunican Madrid con Sevilla —la burguesía de esta última ciudad y los ejecutivos—, Barcelona —los ejecutivos— y Málaga —los turistas pudientes y, de nuevo, claro, los ejecutivos—.
Las declaraciones de Blanco no acababan, sin embargo, ahí. El ministro, con su toque populista habitual, se permitió adelantar que las tarifas del nuevo AVE se ajustarían al escenario de crisis y estrecheces que padecemos. Aunque es verdad que se han puesto a la venta, acaso con carácter promocional, billetes de precio más asequible, la tarifa que constituye la oferta principal poco tiene que ver, con toda evidencia, con las intenciones anunciadas por el ministro. Constituye, antes bien, la explicación mayor de por qué la mayoría de nuestros conciudadanos no van a pisar en momento alguno el AVE valenciano y obligan a preguntarse, una vez más, en qué país vive el señor Blanco.
Importa, y mucho, subrayar que en este caso existían opciones alternativas bien hacederas. ¿Cuántas veces nos hemos visto obligados a preguntar por qué, en los últimos veinte años, no se ha procedido a modernizar, en beneficio de todos, el tren convencional ? Habrían sido precisas inversiones sensiblemente menores que las que ha reclamado la construcción de las nuevas líneas de AVE —y que las que se han llevado, en un irracional despilfarro, unas autovías que constituyen, también, una apuesta descarada por el transporte privado—, se habrían verificado en provecho de un sistema de transporte de condición igualitaria y habrían tenido una dimensión medioambiental saludable de la que carece, con toda evidencia, la alta velocidad ferroviaria. ¿Quién sostendrá, dentro de unos años, un tren que para alcanzar una velocidad de 300 kilómetros por hora precisa consumir nueve veces más energía que otro que se mueve a una velocidad de 100 kilómetros por hora ? En paralelo, ¿quién va a poder utilizar, dentro de poco tiempo, esas maravillosas autovías de nueva construcción cuando el litro de gasolina —hacia esto vamos— cueste cuatro, seis u ocho euros ?
La faraónica inversión que ha permitido aprestar esta nueva línea de tren se convierte, por añadidura, en uno más de los datos que permiten identificar una formidable e irracional diversión de recursos del lado de nuestros gobernantes. Se suma a los miles de millones de euros destinados a sanear la Caja de Castilla-La Mancha, a los también miles de millones que en cada uno de los dos ejercicios fiscales en los que la medida se aplicó permitieron que todos los ciudadanos que hacen una declaración de la renta recibiesen 400 euros de regalo, a los miles de millones que el Estado dejó de recaudar tras la supresión del impuesto del patrimonio o a los desafueros derivados de la espectacular subida operada en el IVA. Apréciese que, como ocurre con el AVE que hoy nos atrae, ninguna de estas medidas muestra, frente a la retórica que emplea el gobierno español, vocación social alguna en un país que mantiene una laxísima legislación en materia de evasión de capitales y en el que, por si poco fuera todo lo anterior, la lucha contra el fraude fiscal está en pañales. Los intereses de las grandes empresas constructoras han quedado, eso sí, razonablemente salvados.
Carlos Taibo