En el seno de la izquierda que quiere resistir se hacen valer dos visiones muy distintas en lo relativo a la condición de la crisis que nos atenaza por todas partes.

En el seno de la izquierda que quiere resistir se hacen valer dos visiones muy distintas en lo relativo a la condición de la crisis que nos atenaza por todas partes.

Esas dos visiones difieren sustancialmente a la hora de evaluar el grado de corrosión del capitalismo y lo hacen también cuando llega el momento de atribuir o no un relieve decisivo a la dimensión ecológica de la crisis en cuestión. Como es fácil intuir, remiten, en fin, a percepciones dispares en lo que respecta a cuáles son las tareas principales que debemos acometer.

1. La primera de esas visiones —la que hago mía— parte de la certeza de que el capitalismo, en un estado de corrosión terminal, ha perdido dramáticamente los frenos de emergencia que en el pasado, y en diversas circunstancias, le permitieron salvar la cara. No sólo eso : ha dejado de ser el sistema eficiente —explotador, injusto y excluyente, sí, pero al tiempo eficiente— que fue en el pasado. Y es que lo que ahora está en juego no es sólo la dimensión de explotación históricamente vinculada con la lógica del capitalismo : a esa dimensión se suman las secuelas de un sistema que, de siempre depredador y despilfarrador, ha acabado por lesionar gravemente los derechos de las generaciones venideras. Así las cosas, el crecimiento económico del que nuestros patéticos gobernantes se reclaman se acompaña de retrocesos dramáticos en materia de cohesión social, de agresiones medioambientales sin cuento, de activos procesos de agotamiento de los recursos y de fórmulas inéditas de feroz explotación de los países pobres. Todo lo anterior es fácil de percibir una vez se le otorga un significado múltiple a la palabra ’crisis’ y se elude la rápida y mecánica identificación de ésta con lo ’financiero’ para incorporar una consideración seria de fenómenos tan lacerantes como el cambio climático, el encarecimiento inevitable de los precios de la mayoría de las materias primas energéticas que empleamos, el deterioro planetario de la condición de las mujeres o la prosecución del expolio de los recursos humanos y materiales de los países del Sur.

Así las cosas, y si nada cambia, hay que prepararse para lo que antes o después —eludiré las precisiones, siempre delicadas, en cuanto al momento de manifestación del fenómeno— será una deriva autoritaria, y desesperada, en la forma de una suerte de darwinismo social militarizado. Sólo tienen cabida entonces, de nuestro lado, y dentro de este diagnóstico, dos respuestas. Si la primera señala que hay que pelear por salir cuanto antes del capitalismo como tal -–y no sólo del capitalismo ‘desregulado’—, la segunda, más escéptica en lo que se refiere a nuestras posibilidades, se inclina por esperar que el colapso provoque una repentina iluminación entre una buena parte de los integrantes de la especie humana. Es fácil intuir, claro, que este último horizonte, con ese colapso de por medio, plantea perspectivas muy delicadas.

Las cosas como fueren, quienes abrazan esta primera visión consideran inexcusable que cualquier programa de emancipación cuestione abiertamente el orden de la propiedad capitalista, reivindique la autogestión generalizada, procure crear nuevos espacios autónomos lejos del sistema dominante, apueste en los países centrales por estrategias de decrecimiento y propicie, en suma, la organización desde la base con franco recelo de lo que infelizmente se cuece al amparo de la mayoría de los partidos y los sindicatos, y al amparo de las elecciones y sus tramas.

2. La segunda de las visiones —compartida por esa mayoría de partidos y sindicatos que acabo de mencionar— parece partir de un diagnóstico inclinado a apreciar alguna vitalidad, todavía, en el capitalismo de estas horas. Conforme a esta percepción, la corrosión de éste sería mucho menor, por lo que tendría sentido apostar por un retorno al estado de cosas previo a la crisis. Se trataría, en otras palabras, de reconstruir, en el mundo opulento, los muchos elementos de los Estados del bienestar objeto de agresiones en los últimos años/decenios. En tal sentido, y veamos las cosas como las veamos, parece difícil describir este proyecto sin vincularlo de manera expresa con lo que han sido de siempre las propuestas de la socialdemocracia consecuente. Y ello aunque prestemos, en un momento en el que el tiempo empieza a faltarnos, una atención tan educada como escéptica a la idea de que la reconstrucción de los Estados del bienestar no sería sino un primer paso camino de horizontes más ambiciosos.

Mucho me temo que —frente a las acusaciones de radicalidad sin sustento que recibe comúnmente la primera de las visiones, ya glosada— esta segunda percepción, al margen de tender un patético puente de plata al capitalismo para que éste recapacite y rectifique, es un proyecto ilusorio que ignora la realidad del momento presente. Y es que se asienta en significativos olvidos. Mientras el sistema imperante, por un lado, no parece dispuesto a aceptar este regreso al pasado, por el otro el Estado del bienestar es una fórmula inequívocamente vinculada con el capitalismo e impensable, por ello, fuera de este último. ¿Habría que apostar, en esas condiciones, por un proyecto tan patético como el que se orientaría a crear capitalistas de nuevo cuño, repentinamente civilizados ? No está de más subrayar, por añadidura, que el Estado del bienestar es una institución propia del Norte opulento y que, como tal, se antoja una fórmula difícilmente sostenible en un escenario marcado por las reglas —pienso ahora ante todo en las ecológicas— que ha abrazado históricamente un capitalismo entregado a la tarea de ignorar de forma orgullosa los límites medioambientales y de recursos del planeta.

Esta segunda visión parece, por lo demás, preocupantemente lastrada por sus perceptibles ramificaciones cortoplacistas y electoralistas, y, en su caso, por su condición de mera respuesta, tan inercial como moderada, a las agresiones. Se trataría, en otras palabras, de realizar la tarea que han preferido esquivar, hundidos en el magma neoliberal, los partidos socialistas que han ido abandonando sus primigenios programas socialdemócratas. Acaso no es preciso agregar que, como quiera que la percepción que nos ocupa asume todas las reglas del juego del sistema siempre y cuando reaparezca la regulación perdida, arrastra un atávico desdén por todo aquello que huela, en serio, a salir del capitalismo y, al tiempo, recela de los elementos programáticos —cuestionamiento del orden de propiedad vigente, autogestión, creación de espacios autónomos, decrecimiento, organización desde la base— que vinculé unas líneas más arriba con la primera de las visiones. En la trastienda lo que se barrunta es un olvido más : el de que existe un grave riesgo de que todo se hunda mientras depositamos nuestra atención en los Estados del bienestar e ignoramos el relieve ingente de la combinación de crisis ecológica y exclusiones sociales.

3. ¿Alguien piensa en serio que limitándonos a pelear por mantener salarios y empleos resolveremos los problemas principales que nos acosan ? ¿Alguien considera que es de recibo un discurso sindical que hace muchos años dejó en el trastero las palabras ‘explotación’ y ‘alienación’ ? ¿Alguien cree de verdad que tiene pleno sentido esa triste tarea a la que parecen entregados los economistas de la izquierda oficial no neoliberalizada : la de subrayar que hay formas de acrecentar la productividad que no pasan por reducir los salarios y congelar las pensiones, sin discutir, entonces, lo principal, esto es, el propio sinsentido de esas formidables estafas que son la mentada productividad y, con ella, la competitividad y el crecimiento ?

Carlos Taibo