Artículo de opinión de Rafael Cid
A sus 81 años (en alguna biografía pone 91, pero tamaña longevidad me confunde), formalmente Carlos Oroza Hernández sigue siendo un poeta inédito. Su nombre no figura ni el Diccionario de Escritores en Lengua Galega de Ediciós Do Castro ni en la popular Biblioteca 120 Galega de la Voz de Galicia (por cierto, una mancheta en tan rotundo castellano que denuncia su ascendente centralista), aunque si en el tomo “Gallegos. Quién es quién en Galicia en los 90”, publicado por El Correo Gallego. Y es lógico que así sea.
A sus 81 años (en alguna biografía pone 91, pero tamaña longevidad me confunde), formalmente Carlos Oroza Hernández sigue siendo un poeta inédito. Su nombre no figura ni el Diccionario de Escritores en Lengua Galega de Ediciós Do Castro ni en la popular Biblioteca 120 Galega de la Voz de Galicia (por cierto, una mancheta en tan rotundo castellano que denuncia su ascendente centralista), aunque si en el tomo “Gallegos. Quién es quién en Galicia en los 90”, publicado por El Correo Gallego. Y es lógico que así sea. Aunque nacido en Viveiro (Lugo) ha pasado gran parte de su vida con la mochila al hombro de la Ceca a la Meca. Pero sobre todo porque apenas tiene obra escrita en su idioma natal…ni en ninguno. Ha sido un fecundísimo poeta ágrafo.
De ahí esa clandestinidad que ha constituido una constante en su trayectoria. Entiéndase. No digo que sea un “autor incognito”, como sabemos de Traven, el creador de El Tesoro de Sierra Madre, ni que haya borrado concienzudamente sus huellas, como el Salinger de El guardián en el centeno. Lo de Oroza es más atípico. Es un ilustre desconocido porque su obra sobre todo es oral, recitada, no escrita y muchos menos aún publicada. Su tradicional fobia al libro (“ese cementerio de signos”) ha hecho que su nombre, como ocurría con la China de Mao, encubriera durante décadas un misterio envuelto en un enigma. Y así fecundó el mito Oroza.
El Carlos Oroza, grandísimo bardo, que yo conocí levantaba pasiones entre los jóvenes indignados que luchaban y verbalizaban contra el franquismo a finales de la década de los sesenta. Como en el mítico concierto del Raimon en la Facultad de Políticas y Económicas de Madrid, lo voz jeremiaca del gallego que nunca ejerció del todo, era la traca con que se cocinaban algunos cócteles molotov dedicados a los “grises” y sus “lecheras” (los antidisturbios de la época). Místico, haragán, famélico, colgao, hermético, aquel Oroza de todos los zafarranchos pertenecía a la estirpe incendiaria y cabalística de los Dylan Thomas, los Whitman, los Rimbaud, o de nuestro inclasificable Leopoldo María Panero (meto en el mismo saco a Eduardo Haro Ibars), alma gemela con el que comparte un mismo semblante de ave de presa en posición de desear, aunque de perfil es la efigie clavada del febril Cesar Vallejo. En Nueva York le concedieron el Premio Internacional de Poesía Underground, tan heterodoxo lo consideraban.
Maldito entre los malditos (entonces aún no había sida, solo hambre y LSD de garrafa), aunque a veces asomaba por la pasarela del castizo Café Gijón para épater le bourgeois y, según la leyenda, dejarse agasajar por alguna marquesa viciosilla y transgresora, el más (sub)urbano de todos los poetas, el vate del campus de la villa y corte (entonces solo había una universidad casi empotrada en la ciudad), dejó en nuestra precoz memoria algunos de los episodios que marcaron aquellos años de mortal aburrimiento, hostias y pesadilla con que el inquilino de El Pardo se zampó varias generaciones. Cerbatanas contra el innombrable y sus inquisidores, esas eran sus nobles armas. Como el célebre poema sobre José Antonio Primo de Rivera que enarbolaba iracundo ante los estudiantes entregados (“Los hijos de Juan Ramón Cireda S.A. / mataron al padre a puñetazos y lo vistieron de payaso /Las hienas lo hubieran devorado / pero la ley tiene un servil descaro y lo metió en el tren de la ternura / Lo unieron al paso de los otros»). Un “caralsol” a la remanguillé que junto a “Diguem no” contribuyó como una calentura a la educación política, etílica y sentimental de lo mejor de aquella universidad castizamente sesentayochista. Oroza estaba en “el Incide” y ese morbo no tenía precio.
Sí, Carlos Oroza era un poeta de oídas. Y de boca a oreja. Rumiado y copiado. Cuando se había tenido la suerte de verle en acción, los “novísimos” parecían los niños cantores de Viena. Aquel líder de la chusma no hacia concesiones a sus fieles. O le escuchabas en directo, del productor al consumidor, o te quedabas sin conocer lo que era la contagiosa alegría de la subversión. Nunca, nadie, en ningún lugar era capaz de mostrar un libro-libro con sus versos. Pero todo el mundo sabía alguna de sus estrofas. Un poeta oral, un bardo, que devolvía a las palabras el valor esencial y elemental con que fueron paridas. En un principio fue el verbo y eso sembró la vida. Al fin y al cabo, el primero de todos los filósofos, Sócrates, jamás escribió una línea, y su legado aún nos perturba. Y como recuerda Lewis Mumford en Técnica y civilización, Platón, su renegado alumno, “definió los límites del tamaño de una ciudad como el número de personas que podían oír la voz de un solo orador”.
Aprovechando que el Miño no es el Bidasoa, aunque ambos ríos bañan dos comunidades de lengua separadas por el artefacto Estado, parece pertinente una reflexión sobre contenidos y continentes, significantes y significados, en el ámbito del conocimiento. El paso de la tradición oral a la escrita, y de esta a la impresa, representó un cambio de paradigma tan contundente que se podría asimilar al tránsito de la democracia directa (en su espléndido origen ateniense fue totalmente oral) a la llamada denominada representativa. La primera, que tanto ha cultivado Oroza, era popular e inclusiva. La segunda fue elitista por estar monopolizada en sus orígenes por la clase monacal (un guiño a la democracia censitaria) y en la actualidad oficia de selectiva por precisar cierto bagaje instrumental (desde las cuatro reglas a los arcanos de la informática) para ejercitarla.
Pero en realidad lo fundamental en todo este recorrido son los contenidos, y lo contingente solo los envases que cada etapa publicita. Este proceso cognitivo que nos lleva desde la inteligencia analítica a al digital, sustancializa lo que se dice (shoeware) y relativiza aquello con lo que se dice (harware). De ahí que los poderes recelen tanto de la recuperación de la memoria histórica, que es una mezcla sulfúrica de experiencia individual (la memoria) y colectiva (la historia). Aunque es indudable que la tecnología ha permitido la comunicación a escala y forma masiva (otro ingrediente común con la democracia representativa) muy por encima de la capacidad de la voz que identifica a la cultura de proximidad. Todo ello en un salto innovador exponencial y metonímico de herramientas para la guerra en nombre de la paz. Pero volvamos dónde solíamos. Al poeta del pasapalabra.
Trasegado el fascio a los flamantes odres de la transición, vendrían los nuevos tiempos y de su mano los cazatalentos, los editores, la publicidad, la prensa, los premios a tanto la resma y los agentes literarios. Y cuando aún retumbaban los ecos de las soflamas que el bohemio Oroza lanzaba en aulas, garitos, comisarías y casas de mala nota, desde su plácido exilio vigués, el poeta de la “Comuna de la Complutense” va y anuncia la publicación de Évame, sus “obras completas”. El acabose. Finito. Ya no hay locos. Bastará ir al Corte Inglés y pedir “dos Oroza con dedicatoria para regalar”. Una putada para el hacker del sistema que había encriptado los libros como “cementerios de signos”.
La carne es débil. Incluso el gran Jorge Oteiza, ese genial energúmeno martillo de meapilas que canta el no menos indispensable Mikel Laboa, metió la pata. Ya anciano, por no fastidiar, aceptó un homenaje oficial. Pero eso sí, lo reconoció y a su modo pidió disculpas antes de salirse definitivamente por la tangente: “toda una vida de magníficas derrotas, para al final joderlo con un premio de mierda”.
De nostalgia también se vive.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid