Artículo publicado en Rojo y Negro nº 386 de febrero

A pesar de jactarnos del conocimiento acumulado desde hace varios miles de años, a pesar de nuestro impresionante desarrollo tecnológico, a pesar de todo esto y mucho más, sabemos poco de nosotras mismas, de la especie humana, de su esencia —si es que tal cosa existe—. De hecho, se podría decir que no sólo no sabemos sino que tampoco queremos saber.

Sustituimos ese posible autoconocimiento por una existencia volcada en emociones banales, en aspectos superficiales de la vida cotidiana, continuamente hambrientos de consumo y de una felicidad ilusoria que tal vez sólo podremos conseguir a través del consumo de drogas.
Bien, entonces, ¿qué somos? Lo que hacemos, nuestras conductas, nuestras manifestaciones.
¿Existen factores innatos que impulsan dichas conductas? Tal vez. La ciencia todavía no lo ha determinado, aunque en ocasiones hablemos de ello como si fuera un hecho. Mencionamos los impulsos, las tendencias, las sendas trazadas por aspectos de nuestro “ser” que van más allá de la razón. Obviamente, pisamos un terreno inestable que desconocemos hacia dónde nos puede llevar.
¿Nos estamos refiriendo a una intuición, a algo no medible ni cuantificable, hablamos de pensamiento mágico? Resulta difícil responder a estas preguntas. Precisamente, como no podemos hacerlo, hipotetizamos que esos impulsos o tendencias plantean horizontes de posibilidades, opciones sobre las que tenemos que reflexionar y tomar una decisión en un momento dado.
¿Qué hacemos entonces? Ver las ventajas e inconvenientes de cada opción y elegir sin miedo, asumiendo las posibles consecuencias de ese acto. Es decir, apostar, en la mayoría de las ocasiones, sin los suficientes datos como para pronosticar un acierto seguro. Solamente existe un suceso inequívoco: la muerte; todo lo demás es probable. Pero entonces, cuando nos planteamos un objetivo lejano, ¿cómo saber si estamos haciendo lo correcto?, ¿cómo saber si vamos a alcanzarlo? No podemos saberlo. Corremos riesgos, aceptamos la posibilidad de no tener éxito, mas crecemos durante el viaje. Un viaje que no va a ser fácil porque va a estar compuesto por una cadena de decisiones cuyas consecuencias continuamente hay que analizar.
Aunque la educación —nuestros padres, el colegio, el “sistema”— nos pretende hacer creer que nuestras vidas están determinadas, dirigidas al hecho inapelable de tener que ganarnos la vida del modo que sea —nacer no supone tener derechos ni garantías para la subsistencia—, si pensamos de una manera racional y crítica nos daremos cuenta que es imprescindible cuestionar los valores impuestos, revisarlos, ponerlos sobre la mesa y estudiarlos con detenimiento. A partir de ese instante nuestro trabajo personal consistiría en decidir si nos convienen o no, si se encuentran dentro del “bien común” o no. Alcanzada esa resolución, iniciaremos una andadura en la que no hay caminos, como dijo el poeta Antonio Machado “se hace camino al andar”. Eso es la existencia, ni más ni menos, una tierra sin caminos, un proceso experimental continuo, que es más fácil recorrer en compañía; con un horizonte que toma forma según nos aproximamos a él.
Durante ese recorrido pueden suceder variados acontecimientos, estamos rodeados de variables incontroladas que nos hostigan y acechan, de obstáculos dificultosos que inevitablemente tenemos que superar de una manera o de otra. Nuestro propio pensamiento puede cambiar o incluso reafirmarse en dicho recorrido. A veces, incluso, el horizonte se desdibuja, se torna secundario durante un tiempo, y vuelve a renacer con fuerza más adelante, no podemos saberlo. Es la experiencia la que nos va a ir enseñando. Nuestros miedos viajan en nuestra mochila, en ocasiones generándonos angustia e incertidumbre, lo que nos hace tambalear y que nos tengamos que tomar un respiro para poder pensar con calma.
Decía más arriba que somos lo que hacemos, y así parece. Aunque el horizonte esté lejano, el viaje es valioso en sí mismo, y lo conseguiremos alcanzar o no, pero nuestra fuerza reside en el propio intento, en el recorrido, en la vivencia percibida e incorporada a esa inmensa base de datos que somos, en la que acumulamos saber y que ojalá fuéramos capaces de transmitir.
Sabemos tan poco, la vida es tan corta, sufrimos y nos frustramos tanto, da pánico pensar en estos términos pero una vez que somos conscientes de nuestra existencia, que nos identificamos como seres únicos con capacidad volitiva, y hemos decidido vivir de manera consciente, entonces aparecen los horizontes creativos que nos pueden conducir a la autorrealización y a una auténtica revolución interior, siempre dentro de nuestra esfera de posibilidades, analizada ésta desde una perspectiva empírica.
Todavía hoy no estamos programados, necesariamente no tenemos que cumplir lo predispuesto por la sociedad, podemos rebelarnos, individual y colectivamente, y perseguir nuestros sueños, pasando por encima de donde tengamos que pasar; cueste lo que cueste. No hay que tener miedo al error sino a no intentar conseguir nuestros objetivos. Si tropezamos seguiremos adelante, si nos caemos nos levantaremos, y seguiremos adelante. Ese es el camino. No hay dioses, ni mesías, ni líderes, ni partidos, ni amos, ni autoridades infalibles que nos guíen. Todos ellos solo buscan nuestra obediencia, y precisamente será la desobediencia nuestra mejor consejera. Si conseguimos ser conscientes de lo que no queremos, ya hemos avanzado mucho, si además sabemos lo que queremos, seremos libres, al menos de pensamiento, y nos regocijaremos en la lucha diaria por perseguir nuestra visión particular y colectiva.
La vida en sí misma está plagada de misterios que tal vez nunca logremos explicar, no importa, en nuestras manos reside la posibilidad de transformar la realidad. Somos vulnerables y falibles, pero el compromiso con nuestros sueños, la voluntad y la buena compañía nos ayudarán en el proceso. Nos dará miedo la responsabilidad pero como contrapartida podemos forjarnos un destino que no esté escrito.
Cuando después de muchos años la fuerzas se nos agoten y haya llegado el momento de partir, quizá tengamos tiempo de transmitir a las generaciones más jóvenes lo que hemos aprendido durante nuestro viaje; no será una verdad universal, solo nuestra verdad; quizá ellas la puedan asimilar y utilizar como método para realizar su propio viaje.

Ángel E. Lejarriaga

 


Fuente: Rojo y Negro