Tres son los terrenos en los cuales se va a dirimir, en los próximos meses, el derrotero de la política exterior española. El primero lo aportan, cómo no, unas relaciones, las establecidas en el marco de la Unión Europea, que no pasan por su mejor momento. Es lícito adelantar, claro, que el hecho de que toquen a su fin el obsceno alineamiento proestadounidense abrazado por Aznar y, más allá de él, una diplomacia poco inclinada a limar asperezas con los vecinos airea un tanto el panorama de Rodríguez Zapatero.
Nada más desaconsejable, con todo, que concluir que los problemas van a desaparecer de la noche a la mañana, tanto más cuanto que el PSOE no ha disentido en demasía de las líneas maestras que el gobierno del PP postuló en lo que atañe a tres cuestiones que todavía colean : el reparto de votos derivado de la Constitución de la UE, el rigor en la aplicación del plan de estabilidad y, en fin, el futuro de los fondos estructurales y de cohesión al calor de la ampliación, en curso, de la UE.
Más sencillo se antoja que el nuevo gobierno acometa cambios, razonablemente rupturistas, en lo que al Oriente Próximo se refiere. Al respecto está obligado, naturalmente, a cumplir con el compromiso de retirar los contingentes militares desplegados en Iraq y a revisar, qué menos, el papel, de desprecio de Naciones Unidas y de sus reglas asumido por el gobierno de Aznar desde tiempo trás. De satisfacerse las promesas formuladas durante la campaña electoral —a buen seguro que las presiones en sentido contrario no van a ser menores—, lo suyo es que, de inmediato, se registre cierta reconstrucción de lazos que contribuya a mejorar la imagen, hoy maltrecha, que la diplomacia española tiene ante las opiniones públicas de la mayoría de los países de la región.
El más espinoso de los ámbitos de refriega es, con toda evidencia, el tercero : el principal termómetro de los cambios en la política exterior española lo ofrecerán, con certeza, las relaciones con Estados Unidos. Muchos se preguntan si es posible contestar abiertamente —el PSOE lo ha hecho— la agresión norteamericana en Iraq sin al mismo cuestionar toda una trama que, desde tiempo atrás, y con el propio Partido Socialista en el gobierno, dio alas a una franca sumisión a Estados Unidos. No vaya a ser que todo se quede en una retirada de soldados sin que le siga revisión alguna de una relación bilateral lamentable.
Y es que por fuerza hay que a poner el dedo en la llaga de una herida que permanece abierta, y que acabará por arrojar luz sobre cuál es el sentido final de la política exterior que el PSOE se dispone a defender : de franca ruptura con el propio pasado o, por el contrario, de no menos franco entrampamiento en viejos fantasmas. Obligado es señalar que, tras vapulear en mayo pasado a la ciudadanía por no reflejar en las urnas lo que había hecho saber, unos meses antes, en manifestaciones multitudinarias, muchos de los dirigentes socialistas apenas se han mostrado dispuestos a dejar claro, en su programa, que han tomado nota de lo que una parte notable de esa misma ciudadanía reclamaba.
Y es que bien puede ocurrir que el PSOE, que ha criticado con coraje la agresión estadounidense en Iraq, y el apoyo lamentable a ella dispensado por el gobierno español, se muestre complaciente al cabo con una política de Estado que ofende, a buen seguro, a la propia militancia de base del partido. Bastará con recordar al respecto que en el programa socialista no hay hueco alguno para una demanda expresa de desmantelamiento de las bases de Morón y de Rota, o para una revisión radical de los acuerdos que, en materia de defensa, suscribieron en su momento España y Estados Unidos.
Forzoso es que la izquierda presente en las instituciones empiece a pensar en el largo plazo. Ello implica, en el día de hoy, apostar por opciones más comprometidas —más radicales, si así se quiere— y repensar en paralelo cuál fue su responsabilidad, en los dos últimos decenios del siglo XX, y de la mano de un irrefrenado espasmo atrapalotodo, en un proceso que entre nosotros tuvo secuelas varias : el olvido de que la educación debía servir para otros menesteres que los vinculados con el consumo y sus aditamentos, una clara inclinación en provecho de una insolidaria integración en el mundo de los más ricos —semejante querencia en modo alguno es privativa de la aberración aznariana— y, en fin, una sibilina aniquilación de la independencia que otrora exhibían tantos movimientos sociales.
El reflotamiento de esas redes sociales, con espesor crítico y autonomía plena, se antoja, por cierto, una tarea perentoria para dejar atrás un mundo, el forjado por el PP, que ha dado en defender lo que a muchos se nos antoja el verdadero ’eje del mal’ : Beckham, Urdaci, Bisbal.
Editado en El Periódico de Cataluña
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.