Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado

Que en verano haga calor y que este llamado buen tiempo (al menos por los bañistas playeros que son entrevistados en la tele) sea materia de conversación en ascensores y barras de bar parece de lo más lógico. Es un fenómeno que afecta a hombres y mujeres, jóvenes y mayores, pobres y ricos; a éstos menos, porque tienen aire acondicionado en la oficina, el cochazo y el palacete.

Que en verano haga calor y que este llamado buen tiempo (al menos por los bañistas playeros que son entrevistados en la tele) sea materia de conversación en ascensores y barras de bar parece de lo más lógico. Es un fenómeno que afecta a hombres y mujeres, jóvenes y mayores, pobres y ricos; a éstos menos, porque tienen aire acondicionado en la oficina, el cochazo y el palacete. Lo cierto es que en los últimos años las altas temperaturas estivales empiezan a despertar algún tipo de inquietud entre el personal, que sin prestar mucha atención a los ecologistas y científicos que alertan sobre los peligros del indiscutible cambio climático, sí que experimentan en sus carnes achicharradas las consecuencias de algo más que el clásico calorcito (o “caloret”, que diría la inolvidable y casi eterna alcaldesa de València) tradicional y hasta campechano.
Negar que el planeta se esté calentando por encima de nuestras posibilidades es algo que sólo se les puede ocurrir a Donald Trump y al primo meteorólogo de Rajoy. Pero a pesar de los registros estadísticos y las consecuencias que ya estamos padeciendo (plagas y enfermedades producidas o facilitadas por la mayor radiación solar), proceso galopante de desertización (a un ritmo de 7 km. por año), deshielo visible y medible en los polos y glaciares, temibles incendios forestales, inundaciones crecientes y otros fenómenos naturales, aunque no tanto si miramos las estadísticas que nos dicen que ahora son más frecuentes y de más intensidad; ignorando esas pruebas tan alarmantes, los dirigentes mundiales (los que mandan de verdad desde sus bancos, sus empresas y sus medios de control) no tienen voluntad alguna de tomar medidas eficaces para detener, o al menos desacelerar, este proceso suicida en el que han embarcado a la humanidad y a otras muchas especies vivas.
Los resultados de las costosas y rutilantes cumbres sobre el cambio climático no han pasado, hasta ahora, de declaraciones solemnes y acuerdos a muy largo plazo (dada la gravedad e inmediatez de la catástrofe anunciada). Y es que las grandes potencias económicas e industriales se resisten a disminuir drásticamente sus emisiones de gases y su ritmo de consumo, mientras que las emergentes tampoco quieren sacrificar su carrera hacia el modelo occidental. Los países más pobres ni cuentan: a ellos irán destinadas las actividades más contaminantes y los residuos altamente peligrosos.
Si tenemos en cuenta los desprendimientos de grandes iceberg en ambos polos y los numerosos puntos del planeta que este verano están superando los 40º, hemos de concluir que no se puede hablar de implantar para 2025 (o más tarde) las medidas que se tendrían que haber aplicado en 2015 (o antes). Reducir el transporte aéreo y marítimo, los automóviles privados, el uso de pesticidas y plásticos, acabar con los vertidos tóxicos en ríos y mares, proteger selvas, bosques y costas… siempre que al mismo tiempo se impulsen la agricultura ecológica y de proximidad, los transportes colectivos y limpios, el reciclaje y el consumo responsable, las energías renovables y la recuperación racional de los territorios abandonados por el éxodo hacia las grandes ciudades, etc. nos ofrecería la única oportunidad de salvar un mundo habitable que nos dejaron nuestros padres y que -si no cambiamos radicalmente, de raíz- no vamos a poder traspasar a quienes nos sucedan.

Antonio Pérez Collado


Fuente: Antonio Pérez Collado