“Un diálogo es más que dos monólogos.

Dos ojos que se complementan fundan una perspectiva”

(Joseba Sarrionandia)

Los pronunciamientos militares fueron una característica incivil del siglo XIX. Bien entrado el XX, los cuartelazos contra gobiernos electos pasaron a ser una especialidad de Estados Unidos en Sudamérica, aunque concitaran la repulsa de la izquierda internacional y las organizaciones obreras, casi siempre víctimas propiciatorias de ese ardor guerrero.

Los pronunciamientos militares fueron una característica incivil del siglo XIX. Bien entrado el XX, los cuartelazos contra gobiernos electos pasaron a ser una especialidad de Estados Unidos en Sudamérica, aunque concitaran la repulsa de la izquierda internacional y las organizaciones obreras, casi siempre víctimas propiciatorias de ese ardor guerrero. Y ahora, a principios del XXI la fórmula se renueva en Egipto contra una formación política que destacó combatiendo al régimen autocrático de Mubarak (miembro de la Internacional Socialista) y había sido refrendada democráticamente en las urnas por una mayoría electoral. Lo diferente de esta última militarada es que ha sido anunciada con premeditación y alevosía; que la opinión pública y opinión publicada han coincidido en excusarla y que una parte de la izquierda y los subalternos del golpe en los gobiernos de la OTAN la apoyan.

Una curiosa carambola que intenta transmitir un “no se puede” a todos los movimientos de indignados que cuestionan frontal y autónomamente el sistema, al margen de los agentes tradicionales que lo políticamente correcto unge como representantes políticos exclusivos y excluyentes. Sin embargo, en su precipitada celebración, no se dan cuenta que los mismos argumentos que se utilizan para justificar el desalojo de Morsi pueden revertirse para reforzar la justicia de las posiciones de las revueltas ciudadanas que cuestionan a gobiernos, tan legítimos como corruptos, que usan descaradamente el poder del Estado contra los intereses del pueblo.

El desenlace habido tras el acoso popular al régimen de Mohamed Morsi en Egipto puede analizarse desde muchos ángulos, pero ninguno será íntegramente válido ni solvente si evita el calificativo obvio: se trata de un Golpe de Estado Militar contra un gobierno democrático. Ese es el punto de partida insoslayable para un conflicto que tiene muchas lecturas, ninguna respuesta definitiva y bastantes incógnitas. Por eso mismo, todas las conjeturas, por argumentadas que sean, tienen que basarse en esa certeza desencadenante.

Los medios occidentales que tanto predicaron el peligro de “vacío de poder” que entrañaba la irrupción de la primavera egipcia, son los mismos que ahora aplauden el guillotinado a un gobierno y una constitución salidos de las urnas, en un país que nunca en su historia había tenido elecciones libres ni un civil al frente del Estado. Está claro que muchas cancillerías prefieren la solución militar por las bravas antes que un régimen de base democrática dirigido por un islamista se consolide.

Se trata de una inquietante discriminación que nos retrotrae a aquellos tiempos en que en América Latina (hoy felizmente en buena medida explorando caminos políticos alternativos) el cesarismo y el caudillismo eran la tarjeta de visita que utilizaban sus oligarquías para mantener el statu quo en el patio trasero del Tío Sam. Pero más alarmante aún es que sea precisamente un sector significativo de la izquierda árabe y mundial el que haya saludado como “salvadores” al brazo ejecutor que ha cegado ese primer experimento democrático. Por cierto, estamos ante la misma izquierda conspiranoica que en sus comienzos denigró a los indignados de la plaza Tahrir tildándoles de ser una apuesta de la Casa Blanca y a wikileaks de encubrir una treta de la CIA.

Esta alianza aparentemente ilógica, que valida el autoritarismo cuartelero como una opción política, en la vieja tradición de cuantos prefieren la injusticia al desorden, nos ofrece una idea aproximada de la complejidad y los peligros que acechan a las revueltas ciudadanas actualmente en marcha. En el caso que narramos, la exacerbación del islamismo moderado, que sin duda Morsi había inoculado imprudentemente en las instituciones, ha devenido en una oportuna estigmatización que ha dado finalmente la excusa para su extirpación. En una suerte de reivindicación del agresivo formulario teorizado por Samuel Huntington como “choque de civilizaciones”. O sea, un expediente para poner “fuera de la ley” a una parte significativa de la humanidad que intenta abrirse a los beneficios de la democracia y la modernidad sin abjurar de sus creencias religiosas.

Porque lo cierto es que, poniendo en una balanza al ejército egipcio y en otra a los Hermanos Musulmanes de Morsi según su comportamiento durante la crisis abierta tras el estallido de Tahrir, son estos últimos los que salen vencedores con sus luces y sus sombras. Estamos hablando, por un lado, de un estamento, el militar-policial-burocrático, que solo secundó la protesta que tumbó a Mubarak cuando vio claro el nihil obstat de Estados Unidos, siendo además el responsable de que aquella revuelta se saldara con más de 800 muertos. Como poco por inacción, la larga mano del llamado “Estado Profundo” tuvo que ver con las razzias de los “incontrolados”, cuando cientos de delincuentes comunes se sumaron a la bandas de la porra al abrirse de par en par las puertas de las cárceles. Un ejército que será responsable de cualquier enfrentamiento civil que se pueda producir en el futuro, ya que ha permitido asaltos vandálicos contra las sedes de los Hermanos Musulmanes, el colectivo que ha registrado más víctimas en el conflicto. Por otra parte, Morsi ha tenido la rara dignidad de no entregar el poder surgido de las urnas a los golpistas, al tiempo que llamaba a sus partidarios a no plegarse resignadamente a los designios de los militares alzados y les recomendaba resistirles de •forma pacífica”.

Hasta hoy, la larga marcha del islamismo a través de las instituciones democráticas en el siglo XXI parecía no sólo posible sino incluso deseable. De consumarse supondría un salto adelante en la estabilidad mundial. El modelo de sociedad plural con respeto de los procedimientos de acceso al poder mediante elecciones abiertas se había probado con éxito en Turquía, miembro de la OTAN y postulante al ingreso en al Unión Europea, y con la llegada de Morsi a Egipto la marca se reforzaba con un aliado de peso. Sin embargo los últimos acontecimientos en Ankara y El Cairo están demostrando que eran previsiones excesivamente optimistas. El escenario que ahora se abre casa más con el que desencadenó el golpe militar en Argelia en 1991 tras alzarse con la victoria en la primera vuelta de las elecciones generales el Frente Islámico de Salvación (FIS).

Queda por ver si el tacto demostrado por el islamismo moderado representado por Erdogan y Morsi consigue “reiniciar” el proceso tras comprobar que sus respectivas sociedades gozan de una pluralidad cultural e ideológica que supone una vacuna contra cualquier tentación de catequesis desde arriba. De lo contrario habría que recordar que el precio que Argelia pagó al impedir por la fuerza el ascenso al poder del FIS fue una terrible guerra civil que duró más de diez años y dejó casi 200.000 cadáveres y cientos de miles de heridos.

Este análisis no puede olvidar la innegable responsabilidad in vigilando del movimiento de los indignados en el desarrollo de los hechos, al permitir ingenuamente que las masas concentradas en Tahrir y otras ciudades fueran presa de un populismo radicalmente opuesto a las principios que fundaron la “primavera egipcia”. La falta de una línea democrática de base, inflexible ante la utilización de medios contradictorios con los fines perseguidos, ha permitido que brotara un bonapartismo que ha dado pie a los militares y los nostálgicos del antiguo régimen para cancelar la experiencia democrática. En este primer asalto, los insurgentes de Tahrir han sido víctimas del efecto bumerán. En este sentido convendría no olvidar lo que Carlos Marx escribió en 1852 respecto los demonios familiares en su libro El 18 Brumario de Luis Bonaparte: “La tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

Nota: Dos hechos de la actualidad española alertan sobre la vigencia de la amenaza autoritaria cuando el pueblo delega sus atribuciones democráticas.

-Los gobiernos que hace unos días han sido protagonistas de un caso de piratería aérea al impedir la libre circulación del avión del presidente de Bolivia, Evo Morales, fueron los mismos que autorizaron los vuelos secretos de la CIA con personas secuestradas para ser sometidos a “interrogatorios” en prisiones clandestinas. Entre 2002 y 2005 España permitió 125 vuelos y 10 escalas en otros tantos aeropuertos.

-El terrorista de extrema derecha Emilio Hellín, que en 1980 secuestró y asesinó a la joven Yolanda González, fue contratado como técnico por el ministerio de Interior español durante los años 2006 a 2011. Cuando el titular de la cartera era el actual secretario general del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid