Sade en la Complutense

La acción de Somosaguas no es “salvaje”, puesto que como bien indicó el párroco “no habían destrozado nada”, sino performativa, es decir, teatraliza en el espacio de la capilla, a través del uso del cuerpo y de la palabra, la violencia y la exclusión generada por el discurso de la Iglesia católica que sigue considerando a las mujeres como cuerpos al servicio de la reproducción y a los homosexuales y transexuales como “enfermos” y “desviados”.

Sabemos por Kafka que la acusación hace el crimen y el castigo dibuja
retrospectivamente la culpa. Hace unos días, el periódico ABC presentaba como
“salvajes y depravados” al grupo de estudiantes que habrían “irrumpido en el
templo de la Universidad Complutense”: “Un numeroso grupo de chicos y chicas”
habría entrado en la capilla y “tras leer en voz alta sus críticas hacia la
Iglesia Católica y proferir insultos contra el clero, varias de las jóvenes,
rodeando el altar, se desnudaron de cintura para arriba entre los aplausos y

Sabemos por Kafka que la acusación hace el crimen y el castigo dibuja
retrospectivamente la culpa. Hace unos días, el periódico ABC presentaba como
“salvajes y depravados” al grupo de estudiantes que habrían “irrumpido en el
templo de la Universidad Complutense”: “Un numeroso grupo de chicos y chicas”
habría entrado en la capilla y “tras leer en voz alta sus críticas hacia la
Iglesia Católica y proferir insultos contra el clero, varias de las jóvenes,
rodeando el altar, se desnudaron de cintura para arriba entre los aplausos y
vítores del resto de los gamberros. Una alumna, de Económicas que, rezaba en la
iglesia, cuenta que dos de las gamberras, ya sin ropa, «hicieron alarde de su
tendencia homosexual». La acción, calificada de « profanación » por
el Arzobispado de Madrid y denunciada por el colectivo de extrema derecha Manos
Limpias, podría ser juzgada como asalto contra un lugar de culto y
conllevar la expulsión parcial o total de la universidad y penas de seis meses
a seis años de prisión, según el Código Penal.

A la luz de lo ocurrido en Somosaguas,  conviene recordar, como
preámbulo a una posible discusión legal o ética de los hechos y antes de que la
construcción mediática gane la batalla de la memoria,  el nombre de un
convicto ilustre. Me refiero al Marques de Sade. Algunos me tratarán de
imprudente por evocar a Sade como referencia posible para un juicio que se
anuncia ya suficientemente conflictivo. El temor de traer a Sade hasta la
capilla de la Complutense surge precisamente del desconocimiento de los motivos
que han construido su mito. Sade fue encarcelado por primera vez en 1763 cuando
tenía tan sólo veinte tres años y acabaría pasando más de otros treinta entre
diversas rejas. El crimen imputado a Sade habría sido juzgado tan espantoso que
ni siquiera el paso desde un régimen monárquico a una democracia, auspiciado
por la Revolución francesa, habría logrado liberarlo. Sade fue encarcelado por
“orgía y blasfemia”. Se le acusó de haberse “manualizado” (ésta era la palabra
de la época) hasta eyacular sobre un cáliz mientras la prostituta Jeanne
Testard le flagelaba la espalda y un sirviente le penetraba analmente, después
habría introducido con su mano dos obleas en la vagina de Jeanne, y por último
la habría obligado, sin éxito, a orinar sobre dos cristos de marfil. Sade nunca
hirió o mató a nadie, como a menudo se ha pretendido y sus “crímenes del amor”
existieron únicamente en la literatura. Aunque liberado durante los años en los
que la separación de los poderes estatales y eclesiásticos se hizo efectiva,
Sade fue arrestado de nuevo en 1801 cuando el Cónsul de Napoleón firmó una
reconciliación de Francia con el Papado. Sus libros fueron confiscados y
quemados, el marqués encerrado primero en Bicêtre (conocida como “la peor de
las prisiones” donde se encerraba a “sifilíticos, homosexuales, pobres y
vagabundos”) y trasladado después  al psiquiátrico-prisión de Chareton
donde Sade logra, antes de morir, montar sus obras de teatro con los
prisioneros como actores y público. Sade fue un prisionero político-sexual y su
crimen fue poner en cuestión a través de su práctica literaria y teatral el
poder de la Iglesia y del Estado y su definición de la sexualidad. Fue la
combinación de la crítica del poder religioso y la teatralización pública de la
sexualidad sodomita y flagelante, contrarias a la definición de ésta como
práctica reproductiva, lo que hicieron que las autoridades civiles y
eclesiásticas se pusieran de acuerdo para mantenerlo bajo llave hasta su muerte
en 1814.

Los estudiantes de la Complutense que entraron en la capilla de Somosaguas
forman parte de esta larga tradición performativa de crítica del poder y de su
capacidad para excluir ciertos cuerpos del espacio público (mujeres, sodomitas,
homosexuales, transexuales, extranjeros…) que inaugurada por Sade se extiende
hasta nuestros gloriosos Ocaña y Nazario, pasando por los grupos feministas de
Judy Chicago, Myriam Shapiro, Faith Wilding o Suzanne Lacy, por WITCH, por las
Lesbian Avangers, los colectivos de lucha contra el Sida, Act Up, Radical
Furies o las Yegüas del Apocalipsis, por las bolivianas Mujeres Creando o por
las activistas postporno Annie Sprinkle, Beth Stephens, Diana Pornoterrorista o
PostOp, entre otros muchos.

La acción de Somosaguas no es “salvaje”, puesto que como bien indicó el
párroco “no habían destrozado nada”, sino performativa, es decir, teatraliza en
el espacio de la capilla, a través del uso del cuerpo y de la palabra, la
violencia y la exclusión generada por el discurso de la Iglesia católica que
sigue considerando a las mujeres como cuerpos al servicio de la reproducción y
a los homosexuales y transexuales como “enfermos” y “desviados”. Así por
ejemplo, las cruces gamadas dibujadas sobre el pecho de los estudiantes y las
fotos de Benedicto XVI denuncian la afección del actual Papa por los grupos
antisemitas, los pañuelos hacen referencia al grupo lesbiano feminista
“Lavander Menace” que hizo del morado el color del orgullo social y político de
las lesbianas; la desnudez y los besos hacen públicamente visible la sexualidad
femenina, gay y lesbiana, objeto de discriminación y escarnio en el discurso
del Vaticano.

Dos siglos después de Sade, parece urgente reclamar la separación de los
poderes eclesiásticos y estatales y la redefinición de la esfera pública como
un espacio aconfesional en el que la crítica y el debate de los diversos dogmas
religiosos sea posible. La Universidad, como espacio de producción de saber
colectivo, debería de ser el primer modelo de esfera pública democrática laica
y las capillas sustituidas por asambleas y teatros.

Beatriz Preciado