A nadie bien informado se le escapa que el presidente del Gobierno español ha mentido, tan reiterada como gravemente, en sus afirmaciones relativas a las armas de destrucción masiva que —según se nos contaba— se hallaban en Iraq. Al respecto lo suyo es recordar que José María Aznar en modo alguno enunció, hace doce meses, su personal convicción de que en aquel castigado país existían tales armas : antes bien, afirmó poseer evidencias irrefutables que obligaban a concluir que los ingenios en cuestión se hallaban, inquietantemente, en manos de Saddam Hussein y de sus acólitos.
Hoy sabemos, sin ningún margen para la duda, que o bien el presidente del Gobierno no disponía de las evidencias anunciadas o bien creyó en demasía en lo que afirmaban aliados poco entregados a la tarea de preservar la verdad. En ninguno de los dos casos sale bien parado, por razones que saltan a la vista, un dignatario que lo suyo sería que en estas horas estuviese tan perdido como apesadumbrado. No son éstos rasgos que convengan, sin embargo, a un personaje que nunca se desdice ni pide disculpas. Lo que Aznar viene a comunicarnos es, sin más, y con desparpajo, que no importa mentir. Apenas cabía esperar, claro, una conducta diferente en quien en su momento le dio la espalda a la opinión refrendada por un 92% de sus conciudadanos (por cierto, ¿a qué cota inigualable habría ascendido el porcentaje de detractores de la guerra si hace un año se hubiese podido afirmar, con certeza, que en Iraq no había armas de destrucción masiva ?).
Merece la pena dispensar atención a las patéticas alegaciones que, en el seno del Partido Popular, se han expresado para salir de un atolladero no reconocido, al parecer, como tal. Esta prometeica figura intelectual que es la ministra de Asuntos Exteriores considera que la disputa que nos ocupa es prescindible asunto del pasado. Zaplana, sesudo analista de la realidad internacional, sostiene impertérrito que la posición española se guió por las declaraciones y resoluciones de la ONU ; ante semejante ejercicio de estulticia, no sabe uno si tiene sentido recordar que el Consejo de Seguridad reclamó más tiempo para la tarea de los inspectores y que, de manera obscena, EEUU, el Reino Unido y España se encargaron de sortear la Carta fundacional de una organización a la que hoy, con formidable ligereza, se le colma de culpas. No falta, por otra parte, quien se apunta a la grosera manipulación a la que se ha entregado esa impresentable figura que es Colin Powell : se atacó porque —se nos dice—, aun cuando no existiesen en Iraq armas de destrucción masiva, podían apreciarse el propósito y la capacidad de crearlas. Incluso dejando de lado, y ya es mucho, que ni siquiera esas dos condiciones parecen demostradas, se impone recordar que con semejantes premisas puede agredirse —ésta es al fin y al cabo la filosofía que impregna los ataques preventivos acariciados por Bush— a cualquiera en cualquier momento. El premio mayor a la aberración discursiva se lo ha llevado, con todo, el propio Aznar, quien el pasado miércoles justificó la ofensiva anglonorteamericana de marzo en la aseveración de que Saddam Hussein había vulnerado la legalidad internacional. Qué interesante es que tal declaración vea la luz en labios de un dirigente político que se saltó a la torera esa misma legalidad un año atrás y que ha tenido a bien respaldar sin fisuras al principal violentador contemporáneo del derecho internacional : Estados Unidos.
Sorprendente hubiese sido, por lo demás, que quien no muestra rubor alguno en sus argumentos considere que ha lugar a la formalización de comisiones de investigación y, más aún, a imaginables iniciativas legales. Significativo se antoja que nuestros gobernantes hayan rechazado lo que —de cara a la galería, a regañadientes y a cubierto de riesgos, bien es cierto— han acabado por aceptar sus homólogos estadounidenses y británicos : sendas comisiones presuntamente encargadas de dilucidar los hechos.
No hay que ir muy lejos, en fin, para toparse con una explicación sesuda del porqué de tanta desfachatez. Nuestros gobernantes, con Aznar en cabeza, estiman que para dar cuenta de sus actos del último año es suficiente con invocar un argumento de autoridad : en un mundo en el que los poderosos dictan a capricho las reglas del juego, basta con repetir sus monsergas para sentirse reconfortados con lo que realmente importa, que no es otra cosa que la palmada cariñosa del amo.
Si lamentable parece todo lo anterior, acaso lo es más —para decirlo todo— la liviana reacción que se barrunta en nuestra ciudadanía, reveladora de problemas graves en lo que atañe a la articulación de una democracia que merezca tal nombre. Hora es ésta de recordar, sin excesiva imaginación, que, más allá de la inevitable crítica que levanta la desfachatez del Gobierno, el principal partido de la oposición tampoco parece dispuesto a romper ningún plato. ¿O es que habido algún hueco, en la precampaña electoral de Rodríguez Zapatero, para demandar —por qué no— lo que muchos entendemos que es justo : el desmantelamiento de Rota y de Morón, o la denuncia de los convenios de defensa hispanoestadounidenses ?
Y es que mal haríamos en engañarnos : cuando el presidente Aznar reitera un reclamo que le es muy grato —ése que desea reservar para España un lugar permanente en el club de los países más ricos—, la insolidaria y ramplona condición de semejante proyecto recibe un franco respaldo de muchos ciudadanos que, poco inclinados a respaldar una guerra intragable, no están dispuestos a renunciar, sin embargo, a un ápice de ese bienestar que identifican, sorprendentemente, con el consumo desenfrenado que promenten nuestros gobernantes.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.