Artículo de opinión de Rafael Cid.
No es un error político, es una aberración democrática. Investir presidente de la Generalitat a un forofo del sectarismo parece muy poco honorable. Porque, aunque el aludido haya pedido disculpas, no se trata de pecadillos de juventud. Es el currículum vitae de un militante del maximalismo identitario. Con el agravante de su promoción cultural desde las tribunas donde ha ejercido de intelectual orgánico de la doctrina.
No es un error político, es una aberración democrática. Investir presidente de la Generalitat a un forofo del sectarismo parece muy poco honorable. Porque, aunque el aludido haya pedido disculpas, no se trata de pecadillos de juventud. Es el currículum vitae de un militante del maximalismo identitario. Con el agravante de su promoción cultural desde las tribunas donde ha ejercido de intelectual orgánico de la doctrina. Buscar excusas a la promoción de Joaquín Torra al podio de la Catalunya en base a los múltiples desmanes y atropellos del macizo de la raza del nacionalismo español no hace sino agravar el problema. Supone abrazar similares artes a las que emplean sus adversarios del 155 y el zoquete pelotón del “a por ellos”. La jesuítica justificación de usar un medio malo para lograr un supuesto buen fin ha sido históricamente el quicio por dónde se han colado ilustres pirados y malhechores ansiosos de notoriedad pública.
Y no es un problema menor para el movimiento social que arropa democráticamente el legítimo derecho a decidir de buena parte de aquella comunidad. Lo estigmatiza todo. Es difícil creer que Puigdemont y su estado mayor no hayan tenido otra opción a la hora de elegir un candidato sin mochila penal menos recalcitrante. Un personaje que, a la par de una casi devotio ibérica por la causa del exiliado de Berlín, proyectaba en diferido cierta condescendencia con las tesis del conde de Gobineau. Porque si así fuera, si con esas credenciales Puigdemont hubiera avalado a Torras, las consecuencias podrían ser demoledoras para el procés. Se trata, no lo olvidemos, de un movimiento autodeterminacionista, cívico, de amplia base popular, inclusivo y pacifico que ha arraigado entre la población catalana tanto por sus propias virtudes como por los deméritos de sus inquisidores.
Precisamente una de las bazas que le han dispensado el apoyo, e incluso la comprensión más allá de su epicentro natural, es la que ahora puede resultar vulnerable tras la investidura del nuevo presidente. Me estoy refiriendo a la ola de empatía, cuando no de abierta e indisimulada simpatía, que el acoso del gobierno Español sobre los electos catalanes despertó en medio mundo. Influyentes sectores de la opinión pública y publicada en la Unión Europea (UE) se posicionaron a su favor por entender que al procés y a sus representantes les asistía el derecho democrático a la participación política plena y a la libertad de expresión sin cortapisas ni restricciones. Hasta el punto de darse la “rareza” de que un tribunal ordinario en Alemania humillara a todo un magistrado de nuestro Tribunal Supremo cuestionando la competencia de su euroorden.
Semejante activo, construido sobre todo por la contumacia mostrenca de la Marca España contra el procés, queda a partir de hoy en barbecho. Salvo que en el plano de los hechos el tándem Puigdemont-Torra, que ya no tienen presunción de inocencia, demuestren lo equivocado de esas sospechas. No caben medias tintas. Ni argumentando el manoseado relato de la “concurrencia de debilidades” que configuró el Régimen del 78 desde la voluntaria amnesia del legado fascista, ni echando mano de esa otra pragmática de la realpolitik que hace extraños compañeros de viaje, se puede asimilar un derecho a decidir con númerus clausus. En estos momentos media Europa asiste estupefacta a alianzas-oxímoron, como la tejida por el populista Movimiento 5 Estrellas y la xenófoba Liga Norte, confirmando la delgada línea roja existente entre la firmeza democrática y la bulimia de poder.
En este contexto, la papeleta de la CUP es de órdago. Se calibre como se calibre, los antisistema son los factótum del presidente Torra, con sus pompas y sus obras. La suya no es una abstención técnica, sino política y habilitante. Por eso ellos son los que más exponen en esta partida de ajedrez en varias pistas. Para los otros, profesionales de la política y sus cabildeos, solo es un episodio a añadir en su carrera. Unos más y otros menos, los partidos catalanistas han colaborado y cohabitado con todo tipo de gobiernos a nivel estatal y de Catalunya, e igual que transaron de ser los represores del 15M y los benefactores de 3% a postularse como pívots rupturistas ante Madrid, pueden volver a reubicarse cuando escampe. Pero no la CUP, para los asamblearios es una cuestión de principios y se juegan una coherencia ganada a pulso. Su ser o no ser. Por más que su portavoz en el parlamento se haya parapetado en una cita de Salvador Seguí como divisa de compromiso social, en la apuesta Torra parten con desventaja. Salvo que igual que lo encumbraron lo descuelguen con todos los honores al final de la escapada, dejando claro ante todos que esa “excepcionalidad” caducó por flagrante incumplimiento del investido. Resulta extravagante pensar que el árbol torcido puede regenerarse al único son del pragmatismo. Estaríamos en el imaginario reinante de lo políticamente correcto, aquello del Estado defendiéndose en las cloacas. Aunque siempre resta la debilidad de los audaces.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid