Artículo publicado en RyN nº 380 de julio-agosto.

Corría el año 2015. Tras un periplo de unos meses por un pequeño pueblo de Ávila, decidí volver a Carabanchel. Había aterrizado aquí por primera vez en el año 2007. En Madrid, lo hice en 2003; fue en Usera. Pero tras un año de Erasmus, me decanté por probar suerte en ese distrito que me despertaba tanta curiosidad como recelo a mis padres. Y es que si vives a 400 kilómetros de Madrid y escuchas o lees la palabra Carabanchel, casi siempre va asociada a un grave conflicto, a la extinta cárcel o a un suceso aterrador.
Es verdad que, en aquellos años, como estudiante que era (y después trabajador precario) mi mayor preocupación era alquilar una habitación barata. Por mi vida ha pasado una veintena de compañeros y compañeras de piso, lo que me ha servido para no pagar nunca más de 250 euros al mes por tener un techo. Es más, hubo años en que apenas pagué 200.
Pero en 2015, y tras aquel periplo abulense, me apetecía darme un lujo: tener una habitación exclusiva para trabajar, pues tuve la suerte de descubrir aquello del teletrabajo una década antes que la inmensa mayoría. Sin embargo, pronto me percaté de que algo estaba cambiando en el barrio. Había mucha oferta, sí; pero también mucha demanda. Los pisos aparecían y desaparecían; encontrar casa se convirtió en una pequeña odisea. Aun con todo, los pisos de dos y tres habitaciones raramente superaban los 500 euros.
Al final, tras varios días de intensa búsqueda me decanté por un piso amueblado de tres habitaciones, situado en la calle Roger de Lauria; una especie de urbanización antigua que desde siempre controla Juan, un portero de los de toda la vida. El precio parece de ciencia ficción: 450 euros. Eso sí, había que dejar tres meses de depósito y uno de fianza. Cosas de las inmobiliarias. Aun así, he de reconocer que cuando abandoné ese piso cuatro años después me devolvieron hasta el último euro.
Por esa cantidad hoy no encuentras nada parecido en todo Madrid. De hecho, según Idealista, solo existe una vivienda en toda la provincia con características similares a aquel piso y está en Lozoya, a 100 kilómetros de Carabanchel. Lo acaban de publicar en el portal inmobiliario, así que imagino que volará de ahí en apenas unos minutos.
Sin embargo, así era nuestro barrio hace menos de una década (y Usera y Vallecas y Villaverde y Aluche…). Por desgracia, todo eso ha cambiado bastante. Desde el E.S.L.A. Eko y otros centros sociales analizamos muy pronto lo que estaba ocurriendo.
En enero de 2015, en mi extinto blog (http://davidvalpalao.blogspot.com/), ya me hacía eco de ese extraño fenómeno que se empezaba a dar con frecuencia en algunas ciudades españolas: la gentrificación. Vecinos de toda la vida de barrios como El Cabanyal en Valencia o el Raval en Barcelona se veían obligados a abandonar sus casas para hacer hueco al turismo y a los nuevos residentes, que ofrecían modernez a raudales y un bolsillo mucho más lleno. Es decir, que no les importaba pagar 700 u 800 euros por lo mismo que hasta un mes antes se pagaba 450. Y hasta les parecía barato.
Por aquel entonces, Malasaña ya era conocida como el “barrio TriBall”. Hoy, con sus calles totalmente gentrificadas y turistificadas, apenas existen referencias de aquella nomenclatura tan cool que lo puso tan rápido de moda. Las inmobiliarias hicieron el agosto. Compraban antiguos pisos de 150 metros cuadrados para convertirlos en tres infraviviendas (o lofts) de apenas 40 metros.
Todavía recuerdo cuando un amigo italiano que estaba de Erasmus me invitó a conocer su casa en plena calle Fuencarral. 500 euros por una habitación interior, sin ventana. Para llegar a ella había que abrir un portón de acceso y recorrer un largo pasillo donde se sucedían pequeñas viviendas unifamiliares cuya única ventana (o más bien apertura superior) daba a aquel angosto pasillo, colmado de ruidos y olores. Al llegar al fondo, otro portón. “Espera, no sea que mi compañero esté en la cama”. ¿Cómo? Sí, abrías la puerta y entrabas directamente a una habitación. La siguiente puerta conectaba con otra habitación, por lo que hubo que hacer el mismo proceso. La tercera, te llevaba a una cocina ínfima, que conectaba con la habitación de mi colega y con un pequeño aseo. “Pues aquí es donde vivo”. 500 euros. Todo a oscuras. Yo no daba crédito, pero estaba claro que esa era la realidad de muchas personas que querían vivir en el centro de Madrid.
Y mientras cortaban las barbas a Malasaña, Lavapiés puso las suyas a remojar…
Desde Carabanchel, al otro lado del río, con nuestro alquiler a 450 euros, nuestros botellines a 1,20 con media ración incluida en el Botafumeiro, nuestras copas a 3,50 euros en el Kalcos y en el Trote y nuestros comercios llenando las calles, veíamos aquel proceso de rehabilitación urbanística como un mal preocupante, pero lejano. Ilusos.
Primero llegaron los artistas. Naves industriales en desuso o infrautilizadas desde hacía décadas a precio de saldo. Sin duda, muy atractivas para jóvenes creativos que, dentro de su condición, seguían siendo precarios. Pero no tan precarios. En el barrio de San Isidro, con una renta media disponible de apenas 21.000 euros, estaban llegando vecinos desde el otro lado del río con una renta media entre 10.000 y 20.000 euros superior a la de los residentes de toda la vida.
¿Y qué pasó? Lo que tenía que pasar. Creció la demanda. Y las inmobiliarias se frotaron las manos. Aún recuerdo cómo mi ex casero me llamó al poco de dejar el piso: “¿Conoces a alguien que quiera alquilar por 500 euros al mes?”. Había decidido, de golpe, subir 50 euros el precio. Y se lo hice ver. Su respuesta fue clara: “La inmobiliaria me ha aconsejado que lo suba a 750 euros, pero me parece excesivo”.
No conocía a nadie, así que dejó el piso en manos de Inmobarrio, que así se llamaba la inmobiliaria sabuesa. A los pocos meses, pasé por mi antiguo edificio para saludar a Juan, el portero. “800 euros están pagando unos chavales por el piso donde vivías”, me contó. 300 euros por cada habitación grande, 200 por la pequeña donde yo trabajaba (que apenas tendría siete metros cuadrados). Habían casi duplicado el precio en cuestión de semanas. Y los jóvenes entrepreneurs que vivían ahora estaban encantados. ¡Habían encontrado un chollo!, aseguraban. Tenían el taller a apenas dos calles y pagaban por el piso la mitad que en el centro de Madrid.
Desde entonces han pasado cuatro años. Tras los artistas llegaron los actores, los directores y los productores de cine. Después las constructoras y las inmobiliarias. Pisos nuevos a partir de 500.000 euros. Alquileres entre 800 y 1.500 euros. También llegó, aunque a menor escala, Airbnb y su turistificación. Y los apartamentos de lujo para estudiantes con posibles.
“Hay vida al otro lado del río”, rezaban unos llamativos carteles al llegar a Madrid por la A1 y la A6 en 2019. Empezaron a multiplicarse las noticias que incitaban a la gente del centro a mudarse a Carabanchel. “¿Conoces las ventajas de vivir en Carabanchel? / Carabanchel, un distrito con muchas razones para vivir en él”.
Y así, poco a poco, se fue generando un caldo de cultivo que ha derivado en lo que hoy tenemos. La vivienda más barata que ofrece Idealista a 7 de febrero en todo el distrito es un pequeño bajo en Carabanchel Alto con una sola habitación por 600 euros al mes. Si por casualidad quieres un piso de tres habitaciones, como aquel que alquilé en 2015, tienes que pagar mínimo 900 euros. Con suerte, encontrarás en esas condiciones un cuarto sin ascensor.
Pero la gente que sigue llegando al barrio sí puede pagarlo. Y está encantada. Modernos y bohemios, clase media (de la de verdad) al fin y al cabo. Además, están trayendo, e imponiendo, su forma de entender la ciudad. Gastrobares y ultramarinos, con la caña a 3 euros y la copa a 8 están empezando a multiplicarse, sobre todo por la zona del Tercio Terol. Y de tapa unas patatitas o unas aceitunas. Pero con un aire muy glamuroso. A su vez, muchos de estos nuevos vecinos sienten cierto rechazo hacia los bares y comercios de toda la vida, aquellos que abrieron en los 80’, e incluso antes, y que hoy regentan con cercanía y buen trato vecinos y vecinas que a duras penas pueden ya ganarse la vida.
Y no es que los rechacen por aversión, que también, sino porque para qué van a ir a esos comercios si pueden comprar su ropa en Zalando, su cena en Globo, su leche en Alcampo o cualquiercosaqueselesocurraaunquenolanecesiten en Amazon. ¿Para qué van a ir a tratar con el ferretero, la cortinera o el panadero si tienen todo a golpe de click y sin salir de casa?
Ese egoísmo y esa comodidad están matando al barrio y a quienes durante décadas trabajaron duro por ponerlo en pie. Hoy las calles están desangeladas. Cada vez hay más locales cerrados. Cada vez más carteles malditos ofreciendo convertir esos locales en infraviviendas que luego se alquilarán a 700 euros al mes.
Cuando llegué a Madrid, recuerdo que decía a mis amigos que Carabanchel era algo así como un pueblo dentro de la capital, donde se podía llegar a todos sitios andando, donde la gente te saludaba por la calle y te invitaba a un botellín en el bar de turno, donde eras amigo del panadero y del peluquero y donde la charleta diaria con las vecinas nonagenarias era tan placentera como necesaria. Por suerte, para mí sigue siendo así; si bien, ya no es la norma.
Pero lo que me entristece de verdad es que la mayor parte de esos nuevos vecinos que parece que nos han traído el arte y la cultura al barrio (como aseguró el multimillonario Fer Francés en esta entrevista) repudian y desprecian ese estilo de vida. Entiendo que su llegada ha revitalizado algunas zonas; también que han devuelto la vida a antiguos edificios del polígono de Pedro Díez (perdón, el polígono ISO), pero eso ha significado un alza importante de precios y que familias que llevaban años viviendo de alquiler hayan tenido que abandonar esa zona porque ha llegado gente dispuesta a pagar el doble.
Es más, creo que si muchos de estos nuevos vecinos pudieran volver a la calle Huertas, lo harían encantados. Porque no sienten la esencia del barrio. Porque ellos no vinieron a Madrid para vivir en la calle Matilde Hernández ni en la calle Chindasvinto. De ahí que se relacionen en guetos culturales que apenas aportan al barrio. Porque los han creado por y para ellos. Porque les da lo mismo Carabanchel que Vallecas que Moratalaz.
Por eso, si no tienen intención de integrarse, deberían transitar con la humildad suficiente como para entender que había vida antes de que llegaran, que había cultura, arte y tejido social antes de que llegaran y que, además, su llegada está dificultando la vida de muchas de las familias que vivían aquí antes que ellos.

David Val Palao


Fuente: Rojo y Negro