Todo se escribe con sangre. Desde el subtexto de las pirámides, pasando por la salvación cruzada y llegando hasta aquí, hasta los Juegos Olímpicos de Atenas. Cuarenta obreros han tenido que morir para que Pau Gasol meta un balón por un aro. El balón que machaca Gasol vive mejor que estos rumanos, albaneses, indios, paquistaníes que se caen grávidos de miseria desde sus andamios y sus grúas. Y, al llegar al suelo, no rebotan como los balones de Pau Gasol. Ni nadie aplaude. Pero, sobre todo, nadie abuchea.

Todo se escribe con sangre. Desde el subtexto de las pirámides, pasando por la salvación cruzada y llegando hasta aquí, hasta los Juegos Olímpicos de Atenas. Cuarenta obreros han tenido que morir para que Pau Gasol meta un balón por un aro. El balón que machaca Gasol vive mejor que estos rumanos, albaneses, indios, paquistaníes que se caen grávidos de miseria desde sus andamios y sus grúas. Y, al llegar al suelo, no rebotan como los balones de Pau Gasol. Ni nadie aplaude. Pero, sobre todo, nadie abuchea.

Todo se mancha con sangre. La calle sexta por la que desfalleció el pasado domingo Paula Radcliffe, para llanto de los británicos aficionados al maratón, estaba resbaladiza de borbotones de rumano herido. Por quien, además, no lloró nadie. Ni británico ni de ninguna otra nacionalidad.

Hubiera sido de mal gusto, es un suponer, colocar una gran pancarta en la ostentosa fiesta de inauguración con los rostros impronunciables y feos -los pobres somos todos feos- de estos 40 muertos olímpicos.Se hubiera desmayado alguna princesa, seguro, y la celebración hubiera deslucido. Y a una bailarina rítmica le habría bajado de repente su primera menstruación para escándalo de su nurse.Y el lanzador de jabalina la habría clavado sin querer en el ojo de Constantino de Grecia, tirano destronado que anda estos días por allí mostrando su ignominioso palmito.

Los Juegos siguen siendo primer mundo, por muchas medallas que se acaben llevando unos negritos patizambos o unos esquimales irregularmente altos. El proletariat lo ponen ellos. Y también los muertos. Las medallas no brillan. Las empañan los alientos detenidos de estos anónimos que han saltado desde más alto que nadie, y ningún comité internacional se lo ha reconocido. El oro al salto de altura le cuelga a un sinpapeles del dedo gordo del pie en el fondo de una fosa común. El hombre parece sonreír, de acuerdo, pero es sólo un rictus.

A la analfabestia que suscribe le gustaría no destilar tanta demagogia, pero no le sale. No sé qué principio olímpico impele a los países organizadores a saltarse las reglas de la deportividad con los esclavos. Hay que acabar la obra ya, aun a costa de la vida en saldo de los oscuros, porque ciertos millonarios con carné de preboste democrático se han olvidado de prever contratiempos.El moro y el negro han trabajado día y noche en el andamio. Y sin casco : meterles nada en la cabeza a esas gentes ignaras hace perder muchos minutos. Y el cronómetro enloquece. Y el país de Onassis -no el de Sócrates- no puede dar tan mala imagen internacional, oh sea, chica, tú me entiendes.

No hace muchos meses, este periódico (EL MUNDO) desveló la preocupación griega por el retraso en las obras. Se corría, incluso, el riesgo de que no estuvieran terminadas el día de la inauguración. No pasó nada. Nunca pasa nada. Las terminaron 40 muertos muy enrollaos que ya no tenían otra cosa que hacer. Mano de obra barata. Almas baratas. Cuarenta Sísifos que nunca podrán dejar su losa en la cumbre.

Aterra pensar que el deporte también es esto. Este palimsesto de sangre pobre -bajo el óleo colorista de las banderitas, la taquicardia bajouterina de los locutores televisivos y los ayes del público- empobrece el espectáculo.

Ya no tienen morbo las glamurosas braguitas de las tenistas nórdicas, ni épica las milésimas de segundo robadas a la cinética por el instinto humano de superación. Al menos, mientras los estadios no se pongan a hacer la ola, triste y atlántica, por estos muertos.Polvo serán, eso sí, mas polvo malpagado.


Desde las páginas de Rojo y Negro hacemos nuestro este artículo. Gracias compañera-o, gracias Aníbal C. Malvar.

EL MUNDO