Pablo Massachs

 

Hay un esquema ingenuo de las relaciones entre técnica y valores morales según el cual la técnica es neutra y es la sociedad, o los individuos, quienes utilizan una técnica u otra al servicio de unos objetivos cuya valoración moral es ajena a la técnica utilizada. Esto es solo la mitad de la verdad.

Miguel Ángel Quintanilla [1]

 

 

 

 

Hace unos años, durante una jornada de debate sobre la cuestión antinuclear, los organizadores invitaron a varios ponentes que debían arrojar luz sobre esta histórica lucha ecologista, que no termina de cerrarse satisfactoriamente y parece secundaria en el debate público. Los invitados no procedían de la militancia antinuclear directamente, aunque sí eran afines a la causa. La idea era precisamente ampliar un poco el foco, buscar la complicidad de ciertos actores sociales y escuchar propuestas alejadas de las inercias que se crean en todo grupo de trabajo. Pues bien, durante el acto de clausura todos los ponentes insistieron en la idea de aprovechar las nuevas tecnologías (ya saben: internet, redes sociales, etc.) como aspecto clave para potenciar el activismo. Tan solo uno de los oyentes manifestó su escepticismo ante tal consenso ciberactivista. La réplica de uno de los integrantes de la mesa de debate consistió en destacar a modo de ejemplo el éxito que un hashtag crítico con una gran compañía eléctrica había tenido durante un par de días (acaso fueron solo unas horas). ¡Pobre resultado para tanta insistencia!

En ocasiones desde el activismo ecologista existe cierto síndrome del niño con zapatos nuevos con las nuevas tecnologías. Es verdad, éstas facilitan mucho la comunicación entre miembros de las organizaciones, ayudan a conocer reivindicaciones similares en otros países y facilitan la difusión de actos y campañas. Hasta aquí todo bien. Pero un problema serio puede aparecer cuando se pretenden sustituir sistemáticamente las acciones tradicionales por las virtuales: charlas, recogida de firmas, discusión de contenidos, etc.

Change.org mató a la ILP

Las Iniciativas Legislativas Populares (ILP) son un procedimiento a disposición de los ciudadanos que posibilita que éstos presenten iniciativas de ley. Para ello es necesario recopilar la nada despreciable cifra de 500.000 firmas. En materia energética y ecológica ha habido varias intentonas, como en el caso del abandono de la energía nuclear (1990) o la auditoría del déficit del sector eléctrico (2013). Huelga decir que conseguir llegar al número de firmas requerido es una tarea muy difícil. No en vano, la mayoría de ILP se quedan en el camino. Se necesita mucha gente que coordine los esfuerzos, que busque voluntarios, que mantenga la reivindicación en el debate público, etc. y las organizaciones sociales, siempre justas de recursos, a menudo no están dispuestas a centrar sus esfuerzos en el tema en cuestión.

Frente a este camino tortuoso e incierto, cada vez aparece con más fuerza la recogida de firmas virtual como plan alternativo. El procedimiento es de sobra conocido: se acuerda un texto con la reivindicación de turno (preferentemente a través de una lista de correo común o grupo de discusión virtual), se abre una recogida de firmas en una de las plataformas existentes, y a continuación se pone en marcha la difusión, vía redes sociales, por supuesto. Ciberactivismo de la A a la Z.

No sé si esta comparación es una exageración o un caso paradigmático. Evidentemente, las ILP no han muerto, pero es indudable que las acciones virtuales están cada vez más presentes en el activismo, resultan casi la opción por defecto para algunas personas.

Internet, redes sociales… ¡euforia colectiva!

Como veíamos, las nuevas tecnologías han facilitado el activismo en muchas de sus actividades: reuniones a distancia, acordar manifiestos, hacer convocatorias para actos,… Todos recordamos la sensación de euforia al descubrir el ahorro en tiempo y esfuerzos que un portátil con conexión a internet puede regalarnos. La creciente introducción de ciertas tecnologías en nuestras vidas nos ha hecho a todos tecnodependientes o incluso tecnoadictos.

A nadie sorprenderá que durante unos años community manager fuera la profesión más demandada por las empresas y más deseada por los trabajadores. Incluso dentro de los movimientos sociales (en principio más críticos con el consumismo y más reflexivos con las modas) la entrega al mundo virtual es enorme. Al tratar con nuevos voluntarios de las ONG, seguramente muchos querrán encargarse de la difusión en redes sociales, creación de grupos virtuales de trabajo y otras tareas que tengan que ver con internet.

Los movimientos sociales parecen abrazar las nuevas tendencias comunicativas, y esto lleva a una retroalimentación positiva con canales de comunicación tradicionales. Las escasas veces que una reivindicación promovida en la red tiene éxito, todos los medios (digitales y tradicionales) ejercen de caja de resonancia. Da igual que se trate de victorias menores, como la retirada de un anuncio machista o que se consiga habilitar una playa para perros. Los medios están encantados con los fenómenos virales.

Subiendo varios peldaños en la escala de logros, numerosos personajes públicos otorgan a las nuevas tecnologías un mérito desmesurado en ciertas revueltas. Eminentes sociólogos, como el español Manuel Castells [2], le dan un papel protagonista a las redes sociales en las reivindicaciones de la Primavera Árabe. También numerosos analistas, o líderes mundiales como Hillary Clinton, se apresuraron a poner en el centro del tablero estas tecnologías en las revueltas de Irán de 2009. A partir de entonces pocos gobiernos e instituciones han podido escapar del discurso ciberutopista, como ya analizó brillantemente el ensayista bielorruso Evegeni Morozov en 2011 [3]. Desde entonces la evolución de la red no ha hecho sino confirmar las tesis de este joven autor.

Como vemos, la fascinación por la tecnología es una de las características del zeitgeist en todo el globo. Las empresas tecnológicas disfrutan de un aire cool y amistoso, y por el contrario sus tropelías a menudo se pasan por alto [4]. Por si esto fuera poco, los medios de comunicación dan el tratamiento de noticia de primera plana al lanzamiento de cualquier nuevo gadget tecnológico o app innovadora. Las grandes masas responden con euforia, en consonancia con el bombo mediático. Ante semejante tsunami de optimismo tecnológico, no es raro que muchos activistas se vean arrastrados por él.

Rebajando la euforia tecnológica

Mucha gente se pregunta dónde está el problema, por qué debemos mirar con recelo a la tecnología si nos hace la vida más fácil, también a la hora de alcanzar reivindicaciones sociales. En mi opinión este punto de vista lleva varios problemas asociados:

En primer lugar porque el mundo virtual, valga la perogrullada, no es el mundo real. Conocer los que se comenta en Twitter o tener un grupo de Facebook con muchos seguidores no es sinónimo de entender las motivaciones de la gente. Huelga decir que los logros que tienen algún valor (legislativos, políticos, sociales) tienen lugar en general en el mundo real, no virtual. Ahondando en esta línea, la propia evolución de las empresas que dominan la web juega en contra de un entendimiento global de los problemas basados únicamente en el mundo virtual. La tendencia es a personalizar los contenidos en base a los datos que se han recopilado de cada internauta. Esto es aplicable tanto a las búsquedas (Google), redes sociales (Facebook) o incluso noticias [5]. Nuestra experiencia virtual refuerza cada vez más nuestra visión del mundo, lo que nos puede dar la falsa sensación de que se confirman nuestras creencias.

El activismo virtual, además, nos puede dar la idea distorsionada de que estamos “haciendo algo” por la causa y esto puede bloquear otras acciones más útiles. Muchas reivindicaciones del ciberespacio (recogida virtual de firmas, grupos de Facebook que apoyan una causa) carecen de un objetivo claro. Además, si los tienen, es difícil que se puedan evaluar con claridad; rara vez hay rendimiento de cuentas [6]. En la red todo tiene un tratamiento más superficial y una fecha de caducidad más temprana. No parece el entorno más adecuado para una reflexión profunda, necesaria para abordar problemas complejos.

Un buen amigo militó durante el tardofranquismo en un grupúsculo comunista cuyos integrantes se podían contar con los dedos de la mano. Dado el nulo peligro que representaba para el régimen, la sorpresa fue enorme al descubrir mi amigo que la policía estaba al corriente de su existencia y de todos sus integrantes. Sirva este ejemplo para recordar que todos los regímenes (democráticos o no) llevan a cabo un trabajo de inteligencia para identificar a sus posibles enemigos (reales o ficticios) [7]. Con el boom de internet, los defensores del statu quo también llevan a cabo sus propias estrategias en la red, mediante acciones del aparato del estado o de la propia sociedad civil.

Por otro lado, los propios grupos disidentes facilitan información sobre sus integrantes y estrategia que puede servir para neutralizarlos. Los activistas prestan poca atención a este hecho, en parte porque su misión precisamente es dar a conocer sus planteamientos y acciones. Además, muchos disponen de limitados conocimientos técnicos. Para contrarrestar este problema, la periodista Marta Peirano publicó hace unos años un libro que supone una auténtica caja de herramientas para el activismo en la red [8]: email cifrado, conexión mediante VPN, navegación por la deep web, discos duros encriptados,… A pesar de lo útil y pertinente de este ensayo-manual, dudo que muchos activistas sigan sus consejos.

Tecnoeuforia generalizada

Seguramente la fascinación por la tecnología en el activismo es una forma de sustituir un problema social (sujeto a equilibrios, sin una solución única e inapelable) por un problema tecnológico, para el que las soluciones tienen un marco definido y son más manejables. Se trata por tanto de una ilusión de control. Otros ámbitos también están cayendo en esta trampa: las nuevas tecnologías parecen ser un elemento revolucionario en la educación (o así se nos vende); la captura de carbono está tomando un papel desproporcionado como solución al Cambio Climático (sin que tengamos que cambiar nuestro modo de vida); los gobiernos tecnócratas se presentan como un mal menor (como si no estuvieran tuvieran carga ideológica)… Y es que no en vano el capitalismo —que mercantiliza la educación, que minusvalora las consecuencias del Cambio Climático, que mira a otro lado ante las injusticias sociales— es tremendamente tecnoutópico: “la tecnología nos salvará” se usa como muletilla para justificar la miopía económica o el egoísmo fomentado desde el propio sistema.

¿De tecnoadictos a neoluditas?

¿Entonces se trata de dar la espalda a la tecnología? Enterrar la cabeza bajo tierra ante lo que nos disgusta nunca ha sido una actitud inteligente. Es evidente que esto no haría sino restar capacidad de influencia a los que luchan por un mundo más justo. Pero como activistas en la era de internet tenemos que reflexionar sobre el uso y alcance de las herramientas que tenemos a nuestro alcance. Internet y las redes sociales pueden ser un arma poderosa, pero se deben usar siendo realista sobre su verdadero alcance y el poso de influencia que realmente dejan. Se hace necesario además fijar unos objetivos claros, convenientes y evaluables cuando se llevan a cabo acciones virtuales. Esto quizá pondría en valor la fuerza que siguen teniendo las medidas tradicionales. Finalmente, creo que es crucial que profundicemos en un mayor conocimiento técnico del uso de las nuevas tecnologías [9]. Solo así podremos anticipar cuándo éstas pueden ser nuestro aliado y cuándo no son más que un espejismo o incluso un enemigo silencioso.

 

leer mas:

http://www.mientrastanto.org/boletin-169/ensayo/activismo-y-euforia-tecnologica

 

Notas

[1] Miguel Ángel Quintanilla, Tecnología: un enfoque filosófico, Fondo de Cultura Económica de España, 2006, ISBN 9789681675646.

[2] Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza: Los movimientos sociales en la era de internet, Alianza Editorial, 2015, ISBN 9788491040644.

[3] Evegeni Morozov, El desengaño de internet, Destino, 2012, ISBN 9788423327799.

[4] Sirvan como ejemplo algunas formas de hacer de algunas de las mayores empresas tecnológicas:

 

Sobre la connivencia de las grandes empresas tecnológicas en el espionaje masivo por parte del Gobierno de EE.UU., véase:

  • Glenn Greenwald, Snowden. Sin un lugar donde esconderse, Ediciones B, 2014, ISBN 9788466654593.

[5] Eli Pariser, El filtro burbuja. Cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos, Taurus, 2017, ISBN 9788430618712.

[6] En su polémico libro Blanco bueno busca negro pobre (Roca Editorial, 2011, ISBN 9788499183695), Gustau Nerín llama la atención sobre el bajo nivel de seguimiento y rendimiento de cuentas entre las ONG de ayuda al desarrollo y sus socios. El argumento no es solo válido en el caso de acciones virtuales, sino que se multiplica.

[7] El gran ejemplo conocido de control sobre una sociedad de un gobierno democrático salió a la luz con las revelaciones de Edward Snowden (ver nota 4). Como ejemplo de hasta qué punto pueden llegar otras sociedades, sirva las millones de cámaras de videovigilancia de China (C. Maseras, La Xina posa en marxa un gran germà per controlar els ciutadans, disponible en: https://www.ara.cat/internacional/Xina-marxa-germa-controlar-ciutadans_0_2006199392.html).

[8] Marta Peirano, El pequeño libro rojo del activista en la red, Roca Editorial, 2015. ISBN 9788499187778.

[9] Aunque el big data o datos masivos no se ha nombrado en este artículo por ser una tecnología apenas usada desde el activismo, es interesante señalar su lado oscuro, que a menudo se omite y afecta a todos los ciudadanos. Sirva como referencia el siguiente ensayo: Cathy O’Neil, Armas de destrucción matemática, Capitán Swing, 2018. ISBN 9788494740848.