Artículo publicado en Rojo y Negro nº 378, mayo 2023

El 14 de julio de 1789, una parte del pueblo parisino unió sus fuerzas para tomar la fortaleza de la Bastilla, símbolo total del absolutismo y recordatorio del poder de la nobleza. La batalla se extendió por cuatro largas horas. El miedo a la muerte no impidió a los guerrilleros franceses mantenerse en primera línea de batalla, pues sabían que la otra opción era seguir viviendo sumidos en la más profunda crisis social y económica. Mientras tanto, sus conciudadanos se dedicaban a dar “me gusta” a las publicaciones republicanas, a retuitear las imágenes de las manifestaciones en las calles y a firmar peticiones de change.org para destituir a Luis XVI.
Internet ha sido una ayuda de proporciones bíblicas para visibilizar muchísimos conflictos sociales de los que hace un par de décadas no hubiéramos llegado a conocer en nuestras vidas. Es más fácil que nunca seguir de cerca incluso los problemas más peregrinos que puedan existir. Una mujer muere lapidada en un pequeño pueblo de Afganistán, una tribu africana de 150 personas practica la mutilación genital a todas las niñas que cumplen los diez años… Son tantas las desgracias que suceden día tras día que no nos da tiempo a ofendernos por todas. Ante tal acumulación de desdichas la cabeza no da para otra cosa que no sea abrir nuestras redes sociales y quejarnos por todas. Da la sensación de que a mayor exposición a todas estas noticias, menos acción real y más activismo de sofá.
Debemos tratar a las redes como un complemento, no como un sustituto. No me malinterpreten, ser un activista online no es nada malo, pero sí es quedarse corto si de verdad queremos cambiar algo. Planteémonos que quizás sea mejor escoger unas cuantas causas que nos importen lo suficiente para luchar por ellas con uñas y dientes si hace falta. Lo suficiente para salir a la calle, para donar un poco de ese algo que nos ha sobrado a fin de mes o para trabajar como voluntario.
Siento decepcionarles, pero un hashtag nunca salvó a nadie de un tiro en la cabeza.

Gael Mengual Díaz

 

 


Fuente: Rojo y Negro