"Se ha golpeado la cabeza con una farola", justificaron los agentes en su atestado policial la entrega de Ángel Almazán, de 18 años, ya herido de muerte, a los médicos el 15 de diciembre de 1976, horas después de haberle detenido en una manifestación en Madrid. La había convocado el Partido del Trabajo de España, entonces ilegal, para pedir la abstención en el referéndum sobre la Ley de Reforma Política, que se celebraba aquel día. Ángel había salido a la calle para pedir "ruptura" con el régimen franquista. Murió cinco días más tarde. Más de 32 años después, su familia se ha acogido a la oportunidad que le brinda la Ley de Memoria Histórica para solicitar al Estado que reconozca lo que les negó entonces.
«Se ha golpeado la cabeza con una farola», justificaron los agentes en su atestado policial la entrega de Ángel Almazán, de 18 años, ya herido de muerte, a los médicos el 15 de diciembre de 1976, horas después de haberle detenido en una manifestación en Madrid. La había convocado el Partido del Trabajo de España, entonces ilegal, para pedir la abstención en el referéndum sobre la Ley de Reforma Política, que se celebraba aquel día. Ángel había salido a la calle para pedir «ruptura» con el régimen franquista. Murió cinco días más tarde. Más de 32 años después, su familia se ha acogido a la oportunidad que le brinda la Ley de Memoria Histórica para solicitar al Estado que reconozca lo que les negó entonces.
La madre del joven declaró que su hijo estaba deformado por los golpes
La ley reconoce a los familiares de las personas que fallecieron «en defensa de la democracia» entre el 1 de enero de 1968 y el 6 de octubre de 1977 el derecho a una indemnización de 135.000 euros. Una comisión de evaluación compuesta por representantes de varios ministerios tendrá que decidir si el caso de Ángel Almazán cumple los requisitos. Uno de ellos es que los padres, beneficiarios al no estar casado Ángel, dependieran económicamente de su hijo cuando ocurrieron los hechos. En su solicitud, el abogado de la familia, Teodoro Mota, considera que esta condición es contraria al espíritu de la ley, aunque en su caso se cumpla parcialmente, porque el padre de Ángel estaba enfermo y el joven compaginaba entonces sus estudios con un empleo en una inmobiliaria para llevar dinero a casa.
Hoy, ni Ángel ni Tomasa, los padres de Ángel Almazán, enfermos de alzheimer, recuerdan qué le ocurrió a su hijo mayor. Ella pregunta continuamente dónde está. Pero Javier, que tenía entonces 13 años, asegura no haber olvidado el grito desgarrado de su madre -«¡Me lo han matado !»- cuando volvió del hospital. «Nos dijo que estaba deformado por los golpes, que parecía un monstruo», relata. Acompañado por el mejor amigo de su hermano, Saturnino Peña, Javier se hizo hace poco con el expediente de la causa que se abrió en un juzgado militar por la muerte de su hermano, «al parecer ocasionada por los miembros de la policía armada», según dice el primer folio. Y en él sólo ha encontrado, asegura, motivos para seguir intentando poner las cosas en su sitio.
Los policías que detuvieron a Ángel aquel día declararon ante un juzgado de guardia de la policía armada, cuyos integrantes, juez y secretario, eran teniente y sargento en esa institución policial. Los propios investigados se investigaron a sí mismos, denuncia el abogado de la familia. Manifestaron entonces que Ángel se había «caído» y que «estaba bebido». Otro se limitó a «recitar monosílabos», según el propio magistrado.
Una de las testigos declaró que había visto a la policía disparar con pelotas de goma «muy de cerca». Que comprobó que «un joven alto, fuerte, moreno» (Ángel) caminaba «dando tumbos e incluso cayéndose y volviéndose a levantar varias veces, al tiempo que se agarraba la cabeza» ; que vio cómo un policía, apoyando su fusil contra él «por debajo de la barbilla y apretándole contra el suelo, le daba patadas en distintas partes del cuerpo». Que se acercó otro policía que también le dio patadas y que «tirándole de los pelos y sujetándole, pues no se tenía en pie, le levantaron y se lo llevaron medio a rastras».
«Para cualquiera que recuerde aquella época está claro lo que pasó», concluye Javier Almazán. «Franco había muerto, pero la policía seguía siendo franquista. La Transición tuvo esa trastienda de muerte, que llenaron personas como mi hermano que luchaban por derechos que hoy están fuera de toda duda. Eran unos niños, unos niños valientes…».
Meses antes del fallecimiento de Almazán, también había muerto, abatido a tiros, un joven de 19 años que estaba haciendo una pintada en la pared. Se llamaba Javier Verdejo Lucas y sólo le dio tiempo a escribir «par» (probablemente, Partido del Trabajo de España). El guardia civil que le disparó aseguró que se había caído y se le había disparado el arma. Una farola, una caída… Ésas eran las versiones oficiales, que en 30 años no han sido corregidas por ninguna otra. Las víctimas de aquella violencia fueron enterradas sin investigación ni juicio. La Ley de Memoria ofrece ahora a sus padres y hermanos la oportunidad de pedir una versión nueva, auténtica, sobre aquellas muertes.
Fuente: NATALIA JUNQUERA / JOSÉ YOLDI - EL PAIS