Artículo de Rafael Cid publicado en el Rojo y Negro de marzo.
“Si no funciona es porque es demasiado grande,
lo pequeño es hermoso”
(Leopold Kohr)
“Si no funciona es porque es demasiado grande,
lo pequeño es hermoso”
(Leopold Kohr)
El nuevo ciclo político abierto en España como consecuencia de la contundente respuesta ciudadana a la crisis contiene rasgos visibles y otros menos notorios que conviene desvelar. Lo obvio es que en buena medida ha finiquitado el periodo de régimen de mayorías absolutas e incluso que el sistema de alternancia bipartidista ha quedado seriamente comprometido. Resumiendo podría decirse que el panorama actual se caracteriza por la desaparición del “numerus clausus” que ha dominado el tablero institucional prácticamente desde el inicio de la transición y el cuestionamiento del despotismo centralista.
Pero existe otro aspecto no tan evidente que posiblemente tiene tanta o mayor trascendencia que el ya citado del ocaso del turnismo. Se trata de la pervivencia políticamente determinante de las ideologías nacionalistas como argamasa del régimen. Si analizamos los hechos con detenimiento veremos que en este aspecto existe un elemento de continuidad, un hilo rojo que identifica pasado y presente. Ese suma y sigue es la posición de influencia que ostentan las concepciones identitarias, en sus distintas versiones, a la hora de sustentar gobiernos. Hasta las elecciones del 20-D, el concurso de Convergencia y Unió (CiU) y/o del Partido Nacionalista Vasco (PNU), las dos expresiones clásicas del nacionalismo conservador, fue el cemento recurrente para favorecer mayorías de control.
Pero una lectura rigurosa de lo arrojado por las urnas también señala a esa impronta “nacionalista” como actor político de primera fila. Hasta el punto de existir un bloqueo a nivel de poder ejecutivo en Catalunya y en el Estado como consecuencia del alto precio político puesto por formaciones de ese perfil para activar su colaboración. Sin embargo, en el momento presente dicho mecanismo tiene ingredientes totalmente nuevos e sospechados. Hoy, junto a las formaciones nacionalistas burguesas de siempre aparecen otras emergentes, surgidas de la movilización de la izquierda social, que enarbolan el hecho diferencial para posibilitar una democracia de proximidad, que chocan frontalmente con el legado de CiU y PNV. Además estas opciones nuevas se proyectan como sorpasso confederal, dinamizadas desde abajo y la periferia, al modelo Estado-Nación representado tanto por los aparatos nacionalistas como por los centralistas. En realidad consiste en un consenso entre oligarquías carcomidas por la corrupción, que tiene su epítome póstumo en el “hablo catalán en la intimidad”, de José María Aznar, y en el recíproco “nunca he pensado que Pujol sea un corrupto”, de su colega Felipe González.
Hablo de las candidaturas locales que lideran los ayuntamientos de Barcelona, Santiago, A Coruña o Ferrol, entre otros, y de las confluencias En Comú-Podem; En Marea y Compromís-Podemos-És el Moment. Que no son solo un trasunto periférico del autonomismo histórico, sino que albergan vocación centrifuga y pluralista como demuestran el proyecto auspiciado por Ada Colau y el surgimiento por primera vez en decenios de un partido de ámbito ibérico por libre asociación de personas y grupos. Todo ello en la senda de un pimargallismo a la altura de los tiempos, que se mira tanto en el cantonalismo refrendatario suizo, de ascendente bakuninista, como en la memoria del municipalismo libertario, de impronta proudhonista. Se trata de un insinuante círculo virtuoso que busca conjugar el actuar global con el pensar local a escala humana, contrariando el invariable capitalista de ande o no ande démelo grande.
Con otras dos características igualmente sobresalientes. La primera, que donde CiU y/o PNV oficiaban como cola de ratón del duopolio dinástico hegemónico sus continuadores contestatarios actúan como cabeza de león del multipartidismo participativo. La segunda, que frente al profesionalismo político de los ordonacionalistas, con todas sus servidumbres y trampas, los recién llegados a rebufo de la indignación general tienen la frescura de los amateurs. Y mientras no derrapen en el plano de los hechos, pronostican la apertura de un tiempo político de mayor compromiso cívico, social y democrático que puede servir de antivirus ante las tentaciones del poder y las acechanzas de la alta corrupción.
Estas cualidades, aún en fase indiciaria, proyectan un potencial capaz de superar el carácter parasitario que la competencia partidista incuba en la gestión pública. Cuando comprobamos con sorpresa que una comunidad autónoma de primera división como Calalunya puede vivir sin gobierno, y que algo parecido ocurre a nivel de la nación, o incluso se sabe que durante los más de 500 días en que Bélgica vivió a sus anchas mejoró el paro y otros indicadores macroeconómicos, no estamos reivindicando la típica soflama ácrata contra el Estado. Pero sí significando el coste de oportunidad que implica la ineficacia de un modelo que, al basarse en el despotismo del aparato clientelar de los partidos, clona a su imagen y semejanza todas las instituciones e impide una respuesta solvente ante el reto-país al supeditar la independencia de la gestión a las carreras electorales que jalonan cada legislatura. Esa es una de las causas por las que la separación de poderes queda en mero simulacro y de que resulte problemático la consolidación de una verdadera sociedad civil autónoma, porque el interés general siempre se subordina a la agenda del partido que ocupa el poder. Como pasó cuando el PSOE de Rodríguez Zapatero negó de plano la clamorosa crisis financiera para no lastrar la burbuja electoral de ese año con “malas noticias”.
En este contexto bipolar se construyen escenarios simulados para mantener el espejismo de un sistema político de competencia perfecta, con clichés a derecha e izquierda aparentemente enfrentados a fin de saciar el imaginario social preestablecido. En este contexto especular es interesante visionar cómo ha sido la evolución de la desigualdad durante el periodo 1980-2005 en el ámbito de las autonomías que tuvieron gobiernos de mayorías absolutas a diestra (Galicia y Castilla- León) y siniestra (Andalucía, Castilla la Mancha y Extremadura). El resultado dicta que Castilla la Mancha, tradicional feudo socialista junto con Extremadura y Andalucía, fue la comunidad que menos redujo la desigualdad social. Por el contrario, la conservadora Galicia, impasible aliada al Partido Popular, partido que a nivel nacional ha gobernado la mitad de años que el PSOE, resultó ser la que más acortó la distancia entre ricos y podres (http://www.eldiario.es/piedrasdepapel/desigualdad-CCAA_6_152294787.html).
El férreo dominio del partido-aparato, tanto a escala estatal como autonómica, al margen de las ideologías que se profesen, es el principal escollo para cualquier proceso auténticamente emancipatorio. Porque ese modelo político lleva en sus venas el señuelo de una democracia placeba que impide la más pequeña señal de vida inteligente en el sistema que no sea la “verdad revelada” que graciosamente se blinda desde las alturas del poder. En palabras de Takis Fotopoulos, autor del libro “Hacia una democracia inclusiva”, tal atentado al sentido común se debe a que dicho modelo está basado en la concentración política y económica, proceso que inevitablemente exige un aislamiento predatorio de la base social que justifica como algo natural la cadena de mando a control remoto. Así, <<Las dinámicas de las principales instituciones políticas y económicas del sistema (la economía de mercado capitalista y la “democracia representativa”) conducen inevitablemente a una enorme y creciente concentración de poder económico y político respectivamente>>.
Esa realidad se ha constatado en la última crisis, cebada por el despotismo político y económico, que ha cegado a sus elefantiásicas instituciones al tiempo que proveían soluciones guiadas por su instinto de supervivencia, provocando en consecuencia entre sus damnificados alternativas antagonistas y radicales a escala humana. Por esa razón, cuando llega una coyuntura desfavorable, instintivamente, el capital (económico y político) trata de salvarla con medidas recentralizadoras y autoritarias de arriba-abajo: ajustes en el mundo del trabajo que implican reducción y precarización del empleo junto con devaluación salarial y mengua de prestaciones e inversiones sociales. Como reacción, en plena era global del siglo XXI la democracia de proximidad vuelve a entrar en escena con prácticas políticas inspiradas en lo común-demanial, la centrifugación del poder, la deliberación horizontal y la responsabilidad social.
Un haz de iniciativas que, aparte de sus raíces históricas, contiene activos intelectuales recientes. Uno de esos asideros, por lo demás aún poco reconocido en la historiografía al uso, es Leopold Kohr, el economista, jurista y politólogo austriaco famoso por la obra “El desglose de naciones”, texto donde argumentaba en contra del “culto a la grandeza” con una propuesta de deconstrucción del Estado-nación en estratos desde la cúpula a la base. Sus trabajos a contracorriente en favor de una organización social a escala humana, de abajo arriba y con trabazón confederal, surgieron de su experiencia como corresponsal de guerra independiente en la contienda española, misión compartida con su íntimo amigo George Orwell, y del estudio de las colectividades en Aragón, Catalunya, Alcoy y Caspe, promovidas sobre todo por el movimiento libertario.
“Anarquista filosófico”, como el mismo se definía, inspiró al alemán E.F.Schumacher, pionero en cuestionar la distopía del pensamiento económico convencional desde una óptima minimalista con su libro “Lo pequeño es hermoso. Economía como si la gente importara”. En lo que puede considerarse el primer estudio cabal sobre la alternativa decrecentista, reivindicando el legado de Kohr, Schumacher contraponía al concepto cuantitativo de Producto Nacional Bruto (gestión al por mayor) el cualitativo de “bienestar humano” (gestión al detalle) mediante un patrón de comportamiento basado en la “obtención del máximo beneficio con el mínimo consumo”.
¿”La más alta expresión del orden”?, que decía el eminente geógrafo y pensador anarquista Eliseo Reclus.
(Nota. Este artículo ha sido publicado en el número de marzo de Rojo y negro)
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid