Artículo de opinión de Rafael Cid publicado en El Salto.

No carece de simbolismo que sea en este 2018, precisamente al cumplirse cincuenta años de Mayo del 68, cuando la clase política española se preste a conmemorar por todo lo alto el cuarenta aniversario de algo que podría considerarse su antónimo: el Régimen del 78. Lo que en la práctica significó cercenar toda esperanza de recuperar las tradiciones democráticas de la España republicana a costa de la restauración monárquica, una tipología política situada en las antípodas del espíritu de aquella jubilosa revuelta popular transfronteriza.

No carece de simbolismo que sea en este 2018, precisamente al cumplirse cincuenta años de Mayo del 68, cuando la clase política española se preste a conmemorar por todo lo alto el cuarenta aniversario de algo que podría considerarse su antónimo: el Régimen del 78. Lo que en la práctica significó cercenar toda esperanza de recuperar las tradiciones democráticas de la España republicana a costa de la restauración monárquica, una tipología política situada en las antípodas del espíritu de aquella jubilosa revuelta popular transfronteriza.

La política del momento se mece entre estas dos cifras: sesenta y ocho versus sesenta y ocho. Diez años de diferencia que separan a una generación bifronte. La que adquiría la mayoría de edad legal y política coincidiendo con la explosión libertaria parisina, y la de quienes alumbraron a la ciudadanía durante el referéndum constitucional que ponía fin al ciclo de la dictadura. Sendos episodios que podían ser o no ser compartidos por los mismos protagonistas. Unos y otros, sin embargo, asisten juntos y revueltos en este 2018 a la celebración de la aprobación de la Carta Magna. En realidad, y bien mirado, se trata de una significativa minoría. La integran todos aquellos que hoy tengan más de 58 años, y siempre que la parca les haya respetado. Una estadística que, en su anverso, cuestiona la legitimidad de una Constitución que hoy gobierna mayoritariamente a la población sin reflejar su necesario consentimiento en medida y proporción suficiente.

Pero no es esta la única paradoja que nos contempla. Casi tan chocante como la aparente perennidad del Régimen del 78 resulta que, después de la crisis económica provocada desde el poder financiero, la gran recesión aplicada sobre los trabajadores como consecuencia, el contundente movimiento de protesta del 15-M que la enfrentó, y la entrada en el sistema de nuevas fuerzas políticas que pretendían superarlo, aún asistamos con todos los honores a su botafumeiro. Porque eso y no otra cosa suponen los dimes y diretes sobre la reforma o modernización de la Constitución para inaugurar una Segunda Transición. Al cumplirse medio siglo de aquel 68, comprobamos decepcionados que de nuevo bajo el empedrado no está la playa. Begin de begin.

De hecho, todos los partidos políticos, emergentes y emergidos, pertenecen de facto y de iure al Régimen del 78 y acatan sus reglas de juego, lo quieran o no. Incluso aquellos que desde las troneras de Catalunya pretendían acabar con su dominio absoluto iniciando el camino de salida, están hoy a sus órdenes. Porque la aplicación in extremis del artículo 155 de esa malhadada Constitución les ha puesto firmes. El cambio es que no existirá cambio. La ruptura, que habrá continuismo. La promesa de proceso constituyente, que la excepción siempre confirma la regla. Lo que haya de venir vendrá de la mano de aquellos que han dominado el tinglado en estas últimas cuatro décadas. Atado y bien atado.

Pero para que todo siga igual en lo fundamental es necesario que algo cambio en lo doctrinal. De ahí esas negociaciones para “reformar y modernizar el modelo territorial” que en su neolenguaje y posverdad recuerda a aquella Ley de Armonización de las Comunidades Autónomas (LOAPA) que brotó de otro estado de excepción, el 23-F de los tricornios y la trama civil nunca desvelada. Divinas palabras para dar un mejor tratamiento financiero al levantisco Principado que permita reclutar para la casa común a los sectores nacionalistas más conservadores tras su fiasco separatista. Seguramente en la línea del Concierto-Cupo que ostenta el País Vasco en reconocimiento de sus “derechos históricos”. Con ellos en el redil el mapa de las autonomías transitaría a dos velocidades: por un lado, el minoritario modelo privilegiado vasco-catalán, y por otro, los demás en mayoría. Todo ello a costa de los artículos 14 y 138 de la C.E. que prescriben la igualdad de todos los españoles ante la ley. Con un colofón chocante. El Partido Nacionalista Vasco (PNV), hegemónico en Euskadi, fue, de entre todos los partidos principales, el único que no tuvo representación permanente en la comisión constitucional, y el único también que hizo campaña a favor de la abstención en el referéndum de ratificación.

Pero ya sabemos que quien hace la ley hace la trampa. Y ambas cosas son patrimonio casi exclusivo de los 17 gobiernos autonómicos y sus respectivas cofradías que retienen el poder en esas latitudes. La inmensa mayoría, según indican las balanzas fiscales, aporta más a la caja del Estado de lo que recibe por sus servicios. No como en el País Vasco, que es receptor neto de recursos debido a su especial posicionamiento (formato al que ansía sumarse la Catalunya del seny). Pero todos han hecho de las comunidades un feudo para blindar sus intereses partidistas, en una singular y egocéntrica combinación del todo y las partes. Por eso, el conjunto de las autonomías por regla general remuneran a sus funcionarios con salarios muy superiores a las rigen en la Administración General del Estado (AGE). Brecha retributiva que en algunos casos superan los 22.000 euros por persona/año. La fidelidad del aparato burocrático, tanto en el partido como en el gobierno, es un aval esencial para el asegurar el control sobre el territorio y su población. Por eso, la nómina clientelar de esas demarcaciones no deja de crecer. En 2016 su monto suponía el 60% del conjunto, con 1,7 millones de personas, frente al 19% de la AGE (el resto corresponde al tejido local).

De ahí el efecto bumerán del procés, volviendo al punto de partida. Ni política ni socialmente se anuncia algo nuevo. El mismo modelo productivo tóxico sometido a las reglas del capitalismo voraz, que utiliza el fetichismo del puesto de trabajo como excusa para su acción depredadora. Lo expuso el ministro Álvaro Nadal para justificar las energías contaminantes: “mi prioridad es crear empleo por delante de ser medioambiental” (El País, 27/11/2017). Por supuesto, ni su colega de Sanidad ni la de Trabajo, han salido al quite de esa declaraciones que parecen inspiradas en lo dicho por el gran escritor norteamericano Upton Sinclair: “No es fácil conseguir que alguien entienda algo, cuando su salario depende de que no lo entienda”.

El mismo modelo de consenso abrasivo en que se basó el continuismo de la dictadura a la democracia. Pasma escuchar a los antiguos antisistema de Ada Colau o Iglesias afirmar que ellos quieren acabar con la política de bloques mediante una especie de tercera vía concordataria. O sea, que al final aquellos aguerridos activistas sociales han descubierto que hacer política supone pastelear con alguno de los protagonistas históricos de la Transición y del Austericidio, el duopolio dinástico imperante, en vez de arriesgarse por una senda diferente que deje atrás las herencias inmovilistas. En resumen, poco disenso, escasa disidencia y ninguna oposición que realmente se oponga. Es lo que hay. La irresistible erótica del poder que no deja títere con cabeza.

Rafael Cid

https://www.elsaltodiario.com/alkimia/1968-1978-2018

 


Fuente: Rafael Cid