Artículo publicado en Rojo y Negro nº 394, noviembre 2024

La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de… los johnson contra los mierdas. La ontología política, o tal vez sería mejor decir la mitología política, del escritor estadounidense William S. Burroughs (1914-1997) podría reducirse a estos dos elementos en conflicto: la familia Johnson y los mierdas o ‘shits’.

Burroughs solía referir una anécdota aparentemente anodina. Cierto día estaba sentado en la terraza de un pequeño café tangerino con sus amigos Brion Gysin e Ian Sommerville cuando vieron pasar a un español de unos cuarenta o cincuenta años de porte desastrado. Los tres dejaron escapar casi al unísono un “¡Dios mío, ahí va una persona de aspecto inofensivo!”. Su paso fue como el de un cometa, añade Burroughs, que les recordó lo raro que es encontrarse a gentes de tal condición, individuos que se ocupan de sus propios asuntos y tratan de apañárselas lo mejor posible en un mundo poblado por seres a los que solo mantiene vivos la esperanza de fastidiar a los demás. De inmediato se supieron en presencia de un miembro de la familia Johnson.
Burroughs descubrió la existencia de la familia Johnson a una edad muy temprana, cuando en torno a 1926 o 1927 leyó Nadie gana, las memorias por entonces recién publicadas de Jack Black, un vagabundo y ladrón de identidad huidiza que enseguida se convirtió en un modelo para el futuro escritor. Los johnson eran “buena gente de mal vivir” que guiaba su vida según un código de conducta en el que no tenían cabida las dobleces ni la hipocresía. El opuesto exacto de lo que el pequeño Burroughs tenía que sufrir en el entorno burgués de su San Luis natal. Aunque Black se movía entre los hobos y la pequeña delincuencia de principios de siglo, con el paso del tiempo Burroughs pudo constatar que, si bien escaseaban, en realidad había miembros de la familia Johnson en cualquier ámbito de la vida. No era lo habitual, desde luego, pero uno podía toparse con alguno de ellos incluso entre los maderos o entre el gremio de los farmacéuticos, por lo común bastante renuentes a aceptar recetas sospechosas de alguien con todas las trazas del adicto. No abundan, pero se les puede reconocer a simple vista.
Cincuenta años después de su primera lectura, Burroughs tuvo el honor de prologar el libro que tanto le había impresionado de chaval. En ese texto introductorio esboza los rasgos característicos del johnson: “Un johnson paga sus deudas y mantiene su palabra –escribe Burroughs–. No se mete en asuntos ajenos, pero presta ayuda cuando hace falta y se lo piden. No oculta información a sus compinches ni deja colgada a la casera con el alquiler”. Un johnson, por ejemplo, no se hace el loco si ve que alguien se está ahogando o está atrapado entre los restos de un coche accidentado. Los johnson, por otro lado, tienden a integrarse en pequeñas comunidades libertarias en las que rige el apoyo mutuo, un poco a la manera de los egoístas de Stirner. Según la distinción ya clásica establecida por la antropóloga Margaret Mead, la cultura de los johnson sería una “cultura de la vergüenza”, y no tanto una “cultura de la culpa”, pues lo propio de las primeras es que responden a una moral del honor, y el honor puede ser interpretado como fidelidad a un cuerpo normativo autoimpuesto. La moral de los johnson es una moral sin dogma, pero no sin principios. El primero de ellos y el más fundamental de todos los derechos para el johnson es que te dejen en paz, y este derecho trae aparejado el imperativo de no joder la vida a los otros.
En ocasiones Burroughs utiliza la expresión M.O.B. (“Mind Your Own Business”), un término que en inglés designa tanto a la gente corriente, como a la horda o al hampa, y que en este caso se refiere a una organización ficticia y de límites imprecisos que aglutinaría a todos los miembros de la familia Johnson. La némesis de los johnson son los mierdas. El mierda es incapaz de ocuparse de sus propios asuntos sencillamente porque no tiene asuntos propios de los que ocuparse. Del mismo modo que no los tiene el virus de la viruela, dice Burroughs. Lo que caracteriza a cualquier mierda es que siempre tiene que tener RAZÓN, la certeza inapelable de que siempre está en lo CORRECTO. Pero no hay que confundir a los mierdas con los hijos de puta (sons of bitches). Los hijos de puta solo quieren que los dejen tranquilos y solo se vuelven peligrosos cuando se les molesta, como la reclusa parda. Tal vez Dillinger, Jesse James o Billy el Niño fueran unos hijos de puta, pero no eran unos mierdas. A veces los johnson pueden comportarse como unos mierdas, apostilla Burroughs, pero es imposible que un mierda actúe como un johnson. Es una condición casi biológica. Lo que Burroughs llama el mal sería una especie de virus o de parásito celular que ocuparía cierta área del cerebro a la que podríamos denominar “centro de la CORRECCIÓN” (RIGHT center). Tal vez las más devotas aliadas de ese virus de la rectitud, la regla y la corrección hayan sido durante muchos siglos las diversas iglesias cristianas.
Burroughs es perfectamente consciente de que la suya es una posición maniquea: bien y mal están en conflicto y el resultado de dicho conflicto es incierto, pero no se trata de un conflicto eterno, pues o los mierdas o los johnson obtendrán al final la victoria definitiva. Lo que sí está claro es que existe una contradicción esencial entre unos y otros. “Un enfrentamiento cara a cara entre los mierdas y los johnson resultaría tan drástico como entre la materia y la antimateria: ¡BAM! No habría posible reconciliación, no habría acuerdo ni sobre no estar de acuerdo”.

Diego Luis Sanromán


Fuente: Rojo y Negro