Artículo publicado en Rojo y Negro nº 392, septiembre 2024

La pandemia ha supuesto un cambio mundial a una escala que jamás habíamos conocido en el plano económico, social, ideológico y cultural. Una auténtica crisis del sistema global tal y como lo conocíamos. Y no sólo la pandemia, sino el hecho de que las crisis no dejan de sucederse una detrás de otra sin solución de continuidad. Vivimos en una crisis continua, en una crisis sistémica.

The great resignation en EE.UU.
El concepto ‘The great resignation’ fue utilizado por primera vez por Anthony Klotz, profesor de la Universidad de Texas y experto en psicología organizativa, para describir una tendencia global en el mercado laboral estadounidense en el que más de 38 millones de trabajadores en la franja de los 30 a los 50 años abandonaron voluntariamente su empleo en 2021 en USA. Según Job Openings and Labor Turnover Survey, un 3% del total de empleados dejan su trabajo cada mes y se buscan otros empleos diferentes. Por primera vez se está perdiendo el miedo a no tener un puesto de trabajo que, más que proteger, esclaviza y vacía. Muchas de estas renuncias se produjeron en los sectores del comercio minorista y la hostelería con trabajos difíciles y mal pagados, pero las renuncias abarcan un amplio espectro de la mano de obra estadounidense.
Los motivos son múltiples. En primer lugar, el desencanto con la profesión o puesto de trabajo y, en segundo lugar, el modo de relacionarse profesionalmente está cambiando. Interesa cada vez más trabajar por proyectos y la tecnología ayuda. Otro factor es el denominado ‘culo inquieto’: cuando no hay apenas paro —como en EE.UU.— y es posible cambiar de puesto de trabajo, es más fácil tomar la decisión. Por último, no debemos olvidar los aspectos éticos y sociológicos motivados por el cambio profundo, intenso y rápido que ha provocado el cambio de hábitos durante el período de confinamiento y de trabajo en remoto: la gente empieza a valorar otras formas de trabajar y de vivir y si tener una nómina y tener un contrato fijo lleva a vivir una vida absolutamente vacía, ¡no merece la pena!
El avance de la tecnología y la posibilidad de deslocalizarse de las grandes ciudades, nuevas condiciones de trabajo más flexibles y donde la conciliación familiar pueda ser real, nuevos valores y proyectos relacionados con las nuevas utopías de esta década pueden ser motivos que fundamenten estas decisiones. Es como un movimiento de resistencia a una situación laboral insostenible que impide el desarrollo como personas.
Pero el problema no es sólo de los trabajadores. Las propias empresas —las de las viejas estructuras rígidas— tienen que cambiar: estructuras distintas, más horizontales, más saludables, donde la diversidad y la integración sea un hecho, donde la tecnología permita tiempo de calidad, donde las oficinas y los espacios estén preparados para fomentar la salud individual y la coherencia con nosotros mismos. Lo que debe importarnos no es el dinero, ni el éxito, sino sentirse valorado, trabajar en coherencia con la vida, con nuestros valores, con nuestra comunidad.

El caso español
Esta “gran desbandada” es un proceso observado en el mundo desarrollado y habrá que ver qué ocurre en los territorios más pobres y carentes de recursos socioeconómicos donde esta opción ni se plantea. De momento, se ha ido extendiendo por todo el mundo y a algunos países europeos como Italia y Alemania. No hay datos aún sobre si estas tendencias están dándose en nuestro país y ahí está el gran debate: ¿lo que está pasando en EE.UU. va a llegar aquí?
Los especialistas dicen que el número de dimisiones voluntarias en España todavía es muy bajo como para hablar de un fenómeno de este tipo. Sin embargo, afirman que es una tendencia creciente aunque circunscrita a actividades y sectores muy concretos y resaltan las diferencias que caracterizan la realidad laboral española: la tasa de desempleo en Estados Unidos era del 4% en el momento en que se inició el fenómeno mientras que en España estamos ante una tasa de paro en torno al 14% (una de las más altas de la Unión Europea). Desde luego, es un factor que frena este tipo de decisiones; la proporción de vacantes sin cubrir sólo es del 0,7%, frente al 2,5% de la media europea o el 3,8% de Alemania. Parece pronto para hablar de gran renuncia; las vacantes no cubiertas se concentran en sectores como la hostelería, el comercio y en puestos altamente cualificados vinculados a la transformación tecnológica y digital.
Según los datos de afiliación de la Seguridad Social, en 2021 hubo 30.000 bajas voluntarias. Una cifra que no es excesivamente elevada, pero que tiene una tendencia creciente y elementos que pueden significar que la gran renuncia se está fraguando a un ritmo más lento. Según la Guía Hays del Mercado Laboral 2022, el 77% de los españoles encuestados asegura que cambiaría de empleo si pudiera y el 68% de ellos confiesa estar buscando otro trabajo de forma activa para mejorar sus condiciones salariales. Por último, además de la tasa de paro, la gran renuncia se encuentra con dos barreras importantes en nuestro país: los bajos salarios y las leyes laborales. Por un lado, los sueldos reducidos, aún más disminuidos por la inflación, dificultan una propuesta económica por la que valga la pena cambiar y, por otro lado, la acumulación de antigüedad y la compensación por despido hacen que los españoles sean más reacios a una renuncia voluntaria.
Pero hay otro tema colateral aún más peligroso. Según CÁRITAS —organización dependiente de la Iglesia católica que no es precisamente antisistema— trabajar ya no es el mejor antídoto contra la pobreza ni posibilita que muchas familias vulnerables puedan llegar a fin de mes. La proliferación de empleos temporales y a tiempo parcial unida a la rebaja generalizada de salarios está haciendo que cada vez haya más gente que, aunque tiene trabajo, necesita pedir ayudas sociales o de organizaciones como Cáritas. Un 53% de las personas que demandan asistencia viven en hogares donde alguno de sus miembros está ocupado: unos datos que contradicen el optimismo sobre la supuesta recuperación económica. Además, según la Encuesta de Población Activa (EPA), el 14% de españoles con empleo están atrapados por la pobreza y esto significa que el trabajo no garantiza un mínimo vital para vivir.
Estamos perdiendo la batalla contra la pobreza y la exclusión, más allá de la mejora en algunos datos macroeconómicos. Si el empleo era un mecanismo de inserción social, hoy ya no lo es por sí mismo. Los salarios son indignos y se está produciendo una “cronificación” de la pobreza entre los parados de larga duración: de los desempleados atendidos por Cáritas, el 74,2% lleva más de un año de brazos cruzados. Además, la organización diocesana denuncia la ineficacia de los servicios públicos para atajar las penurias de los más vulnerables: el 59,2% de las familias asistidas por Cáritas pasaron antes por las oficinas del Estado, lo que significa que las ayudas que obtuvieron no eran “suficientes”.
Pero la exclusión también afecta a las clases medias. El 62% de los receptores de asistencia no viven en barrios marginales, sino en zonas “en buenas condiciones”. Tampoco la pobreza es privativa de los inmigrantes: el 73% de los que fueron a Cáritas eran españoles o ciudadanos de algún país de la UE-15. Además, la tendencia a la pobreza se transmite de padres a hijos: la mitad de las personas a las que ayuda Cáritas (53%) son parejas con hijos, mientras que el 19,3% son madres solas con descendientes a su cargo; otro 11,3% corresponde a parejas sin hijos. La inestabilidad laboral afecta más a las familias más vulnerables y a las personas jóvenes que representan el 33% de las desempleadas. Ser joven, mujer o migrante es un factor de exclusión social ya que cuentan con trabajos en condiciones precarias y poco remunerados. El mercado laboral se está convirtiendo en un “mercadeo de personas” en el que mujeres, jóvenes y mayores de 55 años se llevan la peor parte. Se ha producido un empeoramiento de las condiciones de trabajo, lo que genera más trabajadores precarios y pobres.
Estamos en presencia de un nuevo colectivo: el colectivo de los trabajadores pobres. Personas que han accedido a un empleo, que se encuentran trabajando, pero en unas condiciones que, por ser un contrato parcial o bien por la temporalidad o por el salario que reciben no les permite desarrollar un proyecto de vida. Jóvenes que no pueden emanciparse o personas que no llegan a fin de mes. Personas trabajadoras en una situación de exclusión social, o sea, en una situación de precariedad económica y que a pesar de tener un empleo no pueden poner la calefacción y tienen que vivir del préstamo de familiares o de vecinos. La parcialidad, la temporalidad o la precariedad de los contratos es algo que llevamos viendo sobre todo con la crisis económica del 2008. Lo que ocurre es que ahora se produce la “tormenta perfecta”: a los bajos salarios se ha sumado el encarecimiento de todos los productos.
Paralelamente, se está extendiendo la creencia de que quien es pobre lo es porque no pone de su parte. Este es un discurso que está calando en nuestra sociedad, especialmente entre la gente joven. Mientras tengamos a la sociedad organizada de la manera en la que está, que es clarísimamente un “tanto tienes, tanto vales”, esto no cambiará. Todas las personas deberían tener cubiertas las necesidades vitales: nadie debería sufrir por no tener casa o por no poder pagar la luz o el agua. Todo está hecho siempre para que no haya gente que levante la cabeza. Mientras sigamos envueltos en este capitalismo salvaje, seguirá sucediendo.

Juan Andrés


Fuente: Rojo y Negro