Artículo publicado en Rojo y Negro nº 391, julio-agosto 2024

A lo largo de la historia se constata que todas las sociedades han sido sociedades desiguales. Pero una cosa son las diferencias “naturales” y otra las desigualdades “sociales”. La desigualdad social no forma parte de una lógica natural primaria, vinculada a rasgos destacables a primera vista (fuerza, belleza, etc.), o a cualidades individuales (destreza, valor, iniciativa, etc.), sino que está asociada a factores sociales (relaciones familiares, influencia y liderazgo) y a la forma en la que se han desarrollado distintas formas de organización y de cooperación para hacer frente a las necesidades vitales.

En las primitivas comunidades cazadoras y recolectoras las desigualdades eran más coyunturales. Cuando las sociedades primitivas forrajeras dejaron de vivir de la recolección y la caza y se asentaron en hábitats estables surgieron nuevas posibilidades de acumulación de recursos alimenticios («excedentes») y de bienes patrimoniales (vivienda, útiles para el trabajo o la guerra, ganado, etc.). Esta acumulación de recursos y bienes en pocas manos se tradujo en diferencias de riqueza y de oportunidades de vida que dieron lugar a una especialización de funciones políticas, con mecanismos de articulación del poder que progresivamente fueron basándose en factores estructurales. Es decir, la posición social de los individuos cada vez se encontraba más ligada al lugar ocupado en la estructura de jerarquizaciones y dependencias dando lugar a que la experiencia humana se haya caracterizado históricamente por una honda presencia del fenómeno de la desigualdad.
Pero la desigualdad no sólo es un fenómeno social —en el sentido de que no es natural—, también es un fenómeno histórico y cultural. Las distintas influencias culturales en la conformación de las formas de organización social explican los diferentes modelos de estratificación conocidos: el sistema hindú de castas, el despótico-oriental, el esclavista, el estamental, los sistemas de clases de las sociedades industriales y postindustriales… El modelo de desigualdad social que ha merecido mayor atención ha sido el sistema de clases occidental, su impacto político ha sido enorme y, a partir de él, es posible explicar buena parte de la evolución de las sociedades occidentales durante las últimas décadas del siglo XIX y casi todo el siglo XX.
Podemos definir las desigualdades sociales como distribuciones desiguales de recursos y recompensas entre las diferentes posiciones que caracterizan una estructura social. La tradición sociológica ha reconocido cuatro tipos de desigualdades sociales que, sin excluir otras formas de desigualdad, tienen gran relevancia en las sociedades modernas: las desigualdades económicas, las de clase, las de género y las étnicas. Esos cuatro tipos de desigualdades, pese a ser los más relevantes, no agotan todas las posibles formas de desigualdad que pueden darse en las sociedades contemporáneas: desigualdades de edad, entre unidades políticas territoriales (países o regiones), desigualdades educativas o de salud, etc., si bien estas últimas suelen ser consecuencia de alguna de las primarias o más básicas reseñadas en el párrafo anterior.
El desarrollo económico y la mayor complejidad de las sociedades actuales no tienen que conducir necesariamente —según el juego de las fuerzas del mercado— a un mayor grado de desigualdad, sino todo lo contrario. El actual horizonte histórico encierra posibilidades efectivas de evolución hacia una reducción de las desigualdades básicas (de ingresos, de educación, de oportunidades políticas y sociales, etc.). Ciertamente, este no parece el camino al que nos aboca el futuro, sino todo lo contrario. Hoy más que nunca debemos ser conscientes de que vivimos en un sistema capitalista salvaje, depredador, oligárquico y con mayor capacidad destructiva cada día, el neoliberalismo imperante nos lleva al caos y a la destrucción de todos aquellos derechos que costó generaciones enteras conseguir. Un dato: según el reciente informe de la oficina estadística comunitaria Eurostat, el 26,5 % de la población española estuvo en riesgo de pobreza o exclusión social en 2023, una tasa que aumentó en comparación con 2022 y es la tercera más alta de la Unión Europea (UE) y esto seguirá, los barbaros ya están aquí: Milei en Argentina y la derecha más radical en Europa quieren acabar con los restos del Estado de Bienestar que aún quedan en pie y vendrán más. Por eso no estaría mal empezar a construir mecanismos de autodefensa por si vienen mal dadas.
Ante esta situación, ¿qué hacer? El anarquismo nace como respuesta a un determinado orden social y se construyó desde dentro de las luchas que pugnaban por subvertir ese orden social. Fue una doctrina que resultó de esas luchas y se conformó directamente en su seno. Su vigencia es la misma que la de aquello a lo que se oponía y se agota cuando se agota la matriz que lo ha conformado: las condiciones sociales en las que surge el anarcosindicalismo no son las condiciones sociales actuales, las luchas del siglo XIX no son las luchas del siglo XXI, ni las formas de contestación a la opresión pueden (deben) ser las mismas. En la actualidad, en el plano de la práctica, aunque los principios anarquistas han penetrado difusamente en los nuevos movimientos sociales causantes de los últimos cambios sociales, en el plano de las organizaciones que se autodenominan anarcosindicalistas el panorama es francamente desolador.
No basta con centrarse en el mundo del trabajo y luchar por unas mejores condiciones de vida para los trabajadores. Es necesario y urgente ir creando, al mismo tiempo y en los márgenes del sistema, estructuras organizacionales (además del sindicato, organizaciones de barrio o ateneos…), económicas (cooperativas de producción, distribución y consumo…) y sociales (bibliotecas, mujeres libres…) donde aprender a construir la futura sociedad libertaria. Y es que la futura sociedad libertaria será una sociedad en construcción que empezará desde el pensar crítico de esa sociedad futura y tendrá todo abierto a la discusión evitando certezas y verdades establecidas por el principio de “autoridad” (la de los clásicos del anarquismo). En las conductas y comportamientos actuales está el germen de la futura sociedad libertaria. Y digo en los márgenes del sistema porque el sistema actual es irreformable.
Si consideramos el anarquismo como un proyecto en construcción debe entonces adaptar permanentemente los principios que lo hicieron nacer a los nuevos contextos sociales, sólo así el anarquismo será actual. Hoy, los anarquistas no desarrollan una actividad propagandística o pedagógica que convenza a la gente ni tampoco la presencia de los anarquistas en las luchas es lo suficientemente intensa y acertada como para atraer hacia ellos sectores importantes de la población. Sea cual sea el ámbito que se quiera considerar, la actividad de los anarquistas hace tiempo que no traspasa la esfera de lo testimonial y todo ello agravado por un permanente proceso de divisiones y escisiones dentro del anarcosindicalismo que han ido debilitando tanto el tronco inicial (la CNT), como las sucesivas ramas surgidas del tronco (CGT, Solidaridad Obrera, CNT-AIT, CNT-CIT…). La renovada actualidad del anarquismo no tiene nada que ver con el activismo político de los anarquistas, se debe más bien a que algunas de las intuiciones más básicas del anarquismo encajan a la perfección y encuentran nuevas posibilidades de expresión en los nuevos movimientos sociales. En este sentido, no hay nada más alejado de la anarquía que concebirla como una entidad atemporal, inalterable, inmutable, definida de una vez por todas.

Juan Andrés


Fuente: Rojo y Negro