Artículo publicado en Rojo y Negro nº 389 mayo.
España, devoradora de cadáveres, espera hasta verlo muerto para recordarlo
(Nicolás Sánchez-Albornoz)
El pasado abril tuvo lugar en el Ateneo de Madrid un acto en homenaje a José Martínez Guerricabeitia, fundador y alma de Ruedo Ibérico, la mítica editorial que desde el exilio parisino logró contraprogramar la censura de la dictadura para a la postre morir de abandono en la transición pactada entre franquistas y antifranquistas. El evento no estaba justificado por ninguna efeméride al uso. No constaba aniversario que lo avalara. El ciclo vital de Martínez (18 de junio de 1921, Villar del Arzobispo (Valencia) – 8 de marzo de 1986, Madrid) quedaba fuera de contexto. De ahí la sospecha de que el encuentro programado por el prestigioso centro cívico, ahora dirigido por un antiguo asesor del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero (también del Banco Mundial), buscara sumar la estela de Ruedo Ibérico al despliegue cultural del partido socialista en el poder. Puesto que se trataba del primer gobierno de coalición de izquierdas desde la Segunda República, entraba en la lógica de la orquestada recuperación de la memoria histórica apadrinar a la personalidad que más había destacado por la reivindicación de los valores republicanos desde el mundo editorial.
Sin embargo, si en algún momento esa presunción pudo vislumbrarse en la presentación que hizo el director del Ateneo, Luis Arroyo, el testimonio de los ponentes, antiguos colaboradores de Ruedo Ibérico y estudiosos de su impronta, frustró cualquier perspectiva asimiladora. Lejos de un elogio de la transición y de aquellos que la hicieron posible desde la izquierda, entonces realmente existente (el PCE de Santiago Carrillo y el PSOE de Felipe González), la jornada sirvió para desmitificarla y enmarcarla en un proceso de claudicación y renuncia de las señas de identidad republicana. Excepto el despistado Ian Gibson, que reclamó una biografía de José Martínez desconociendo la publicada en el año 2000 por Anagrama (José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico), el resto de los ponentes dejó patente el «exilio interior» que padeció Martínez a su regreso a España tras la restauración democrática. Señalando que lo que en Francia habían sido elogios y apoyo a Martínez aquí se trocó en olvido y desdén por parte de muchos de políticos e intelectuales que antaño habían tenido acogida en las páginas de Ruedo Ibérico.
Aupados a las nuevas instituciones por obra de la metamorfosis que operó la transición y de una amnistía que prescribía la amnesia para los crímenes de la dictadura, la actitud insobornable en pro de una oposición que en verdad se opusiera resultaba poco soportable para la nueva clase. En ese clima sin expectativas tuvo que desenvolverse el retornado José Martínez. Con esa mochila de amargura que el también transterrado Max Aub reflejó cabalmente en La gallina ciega, el hombre que llevaba un mundo nuevo en su corazón se convirtió en un marginal social y un kamikaze político, incluso un enemigo público para algunos. Mientras trajinaba dando clases de francés y veía como toneladas del stock de libros de Ruedo Ibérico se vendían al peso como simple papel, Martínez pasó a engrosar el borrado de esos incorregibles que, como señala su amigo Sánchez-Albornoz al comienzo de su biografía, solo se recuerdan cuando ya no suponen un incordio de conciencia. Grotesco retrato de una época que aún persiste, como el ruedo ibérico valleinclanesco, adalid de una democracia hemipléjica de consenso sin disenso.
La postergación del tándem Martínez-Ruedo Ibérico es similar a la naturaleza que se quiere perpetrar en el memorialismo de oficio. Hablamos de la Ley de Memoria Histórica (LMH) de 2007 y su continuadora Ley de Memoria Democrática (LMD) de 2022, ambas presentadas como avances sin mácula en el ámbito de la justicia, dignidad y compensación a las víctimas de la dictadura. Un territorio inexplorado hasta el 20 de noviembre de 2002, cuando el Congreso en pleno reconoció la deuda existente con «todos los hombres y mujeres que padecieron la represión del régimen franquista por defender la libertad y por profesar convicciones democráticas». Pero sin ir más allá de la retórica. Porque al mismo tiempo, sobre ella pendía el lastre del candado que la Ley de Amnistía de 1977, entonces aprobada por los «preconstituyentes», estableció para una completa y real reparación que no deje atrás a nadie. Lo que significa que el Estado español cumpla con lo dispuesto en el artículo 14 de la vigente Constitución, tendente a eliminar cualquier tipo de segregación «por razón de nacimiento, raza, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social». Equiparación que precisamente el autodenominado «gobierno de la gente» se resiste a aplicar al mantener en ambas normas de obligado cumplimiento una flagrante y arbitraria discriminación entre víctimas.
Aunque el propio término de «discriminación» se queda corto para describir el hecho insólito de que las dos leyes de memoria aprobadas admitan dos clases de víctimas, según lo hayan sido antes o después de 1968, primando a estas últimas y menospreciando a las que lo fueron en los años más letales del franquismo. Precisamente a los que podríamos catalogar con bastante propiedad de «mártires» de la democracia, el periodo que va desde el final de la guerra civil hasta 1968, cuando la acción represiva del régimen era su principal modo de hacer política, se les concede una compensación simbólica de 9.616,18 euros, mientras que para el contingente que abarca desde 1968 a 1977 alcanza los 135.000 euros. Todo ello sin que desde el momento en que se promulgó esta hiriente «anomalía» hasta hoy nadie desde las instituciones haya clamado contra una afrenta que convierte a los primeros luchadores antifranquistas en un molesto apéndice en el relato de la criminalidad de aquel régimen.
Igual que con José Martínez y Ruedo Ibérico, aquí se ha decretado el consenso contra el disenso, el trágala del cambiar algo para que lo principal prevalezca que inspiró la transición. Amparados en las indudables mejoras que la LMH de 2007 y la LMD de 2022 aportan en múltiples aspectos (exhumación restos, itinerarios de memoria, subvenciones entidades memorialistas, etc.), apenas ha habido partidos de izquierda, sindicatos y asociaciones ciudadanas que denunciaran el atropello en las leyes de memoria que establecen víctimas de primera categoría y víctimas de segunda categoría según una pasarela temporal. Como de costumbre, el disenso ha corrido a cargo de quienes ni están ni aspiran al ejercicio del poder. Han sido CGT, CNT y personas de Movimiento Libertario a título personal, como el histórico Octavio Alberola, quienes han clamado en solitario contra esta infamia. Con el vergonzoso añadido de que, en humillante contraste, la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo de 1999 contempla una asignación económica de 138.212 euros para los muertos por ETA. De forma y manera que por decisión de los dueños del BOE un familiar de Melitón Manzanas, sicario de la Gestapo y torturador jefe de la siniestra Brigada Político-Social, percibe una indemnización económica del Estado 14 veces mayor que los descendientes de aquellos que arriesgaron su vida para derrocar la dictadura en sus años de plomo.
Lo dijimos en la queja que elevamos al Defensor del Pueblo: tratar igual lo desigual es un atropello legal. ¡Y la represión franquista y el terrorismo son fenómenos no equiparables!
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro