Artículo publicado en Rojo y Negro nº 388 de abril.
La pregunta sobre la naturaleza del Estado es la pregunta central de nuestra época
(Octavio Paz, El ogro filantrópico).
La izquierda parece tenerlo meridianamente claro. Lo bueno, si es público, dos veces bueno. Por contra, todo lo privado, percibido como sinónimo de abuso y egoísmo, está mal sin remisión. Esa es la corriente dominante. Hasta que los afectados alcanzan el poder y utilizan el artefacto estatal como palanca para obtener beneficios privados de fondos públicos. Así acaba de ocurrir con la última oleada de corrupción que afecta al gobierno de coalición de izquierdas (Caso Koldo-Ábalos-Mascarillas), y se llama ordoliberalismo (el Estado guiando al libre mercado). Revirtiendo el clásico leit motiv del espíritu capitalista, vicios privados virtudes públicas, el Estado cleptocrático ha ordeñado la corrupción como sistema. En esta ocasión, aprovechando la crisis de la pandemia como doctrina del shock. Porque, nos dicen, la situación de emergencia sanitaria exigía exponenciar el laissez faire-laissez passer. El robo autorizado por nuestro propio bien.
A diestra o a siniestra, la corrupción nos ha acompañado desde los primeros trinos de la transición (por enmarcar el latrocinio en un pautado generacional). Un Patio de Monipodio que siempre ha pivotado sobre el poder, premeditado o adventicio, según sea Central o Autonómico. Ha sido desde el Estado y a su amparo desde donde se han perpetrado las grandes operaciones de saqueo de lo público. Ahora por «el gobierno de la gente» y ayer por «la fachosfera», compitiendo en una sociedad de ganancias mutuas. Una concepción absolutista de la vertical del poder, huérfano de control efectivo por parte de la ciudadanía y con el consentimiento de partidos y sindicatos sucursalistas. Con tamaña licencia para esquilmar, el vástago principal y sus agentes cómplices han hecho posible que el Estado, como máxima expresión de lo público, sea nuestro particular «ogro filantrópico».
A decir verdad, el término «ogro filantrópico» fue utilizado por el Premio Nobel de Literatura para definir al mexicano Partido Revolucionario Institucional (PRI). Con semejante oxímoron ideológico, una suerte de soplar (lo permanente revolucionario) y sorber (lo realizado institucional) en la vida política, Paz quería denunciar la tentación totalitaria que anida en los proyectos buenistas. Y de cómo, a través de su recurrencia en el ejercicio del poder, el PRI había parasitado al Estado en una superstición perfecta. «Ogro filantrópico» porque el partido que anuda la realidad del poder a la naturaleza espectral del Estado se justifica por una fe desmedida en bondades y valores que no necesitan demostración. Usamos el término superstición en su raíz etimológica: «todo lo que está por encima de lo establecido, que persiste o pervive en la mente de las gentes como elemento sobreañadido a lo que está».
Sin hurgar en su arqueología (arkhé-logía: estudio del origen), el Estado en modo contrato social (La República de Platón no tenía pacto sinalagmático) surgió a la filosofía política en el siglo XVII con El Leviatán de Thomas Hobbes como factor de convivencia para que «el hombre no fuera lobo para el hombre». Todo ello en el contexto de unas comunidades canijas comparadas con las actuales sociedades de masas, trávelin histórico que proyecta sobre el Estado canónico una sacralización de sesgo «evemerista». Pero desde la formación de las grandes naciones, y tras la recepción de las tesis de El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, que exoneró de responsabilidad ética al ejercicio del poder, hoy comprobamos que el verdadero licántropo social es el Estado moderno. Especialmente después de que el aval electoral de los partidos con vocación institucional le confiriera una legitimidad y autoridad sin límites. Las dos guerras mundiales, el Holocausto nazi o el pudridero del Gulag soviético, entre otros, hubieran sido impensables sin esa «razón de Estado» (¿un ser lógico?) que solo rinde cuentas ante Dios y ante la Historia. El Estado nació para apaciguar riñas y ha mutado en organizador de grandes calamidades: «El monstruo más frío de todos los monstruos fríos, […] allí donde acaba el Estado comienza el hombre que no es superfluo» (Nietzsche, Así hablaba Zaratustra).
El cemento que hace posible la expropiación es ostentar una posición de poder, es decir, de fuerza. Y el fetiche que «ordeña la corrupción» (Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura) es el Estado dominación, la única institución con el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de un territorio. De ahí que en el ranking hispano del latrocinio estatal la orla corresponda a los partidos de gobierno con más sexenios en el escalafón, siendo casi irrelevantes los casos que señalan a formaciones que no han adquirido esa condición. Unos detrás de otros, (Matas, Camps, Granados, Zaplana, Griñán, Chaves, Fondos Reservados, Roldán, Filesa, Ábalos, Koldo, Gürtel, Fernández Villa, Bárcenas, Tarjetas Black, Rato, Pujol, y tutti quanti), todos primeros espadas de la clase dirigente, encarnan una especie política con licencia para atracar. Pero no todos lo hacen igual, hay métodos, maneras y estereotipos. Dependiendo de la mochila de crédito con que inician su conquista del Estado y del tiempo de permanencia en el poder. La derecha, con menos años de ordeno y mando en la vigente democracia, pero con el lastre de la presunción de culpabilidad por aquello de la herencia recibida, es especialista en las mordidas y apaños multimillonarios perpetrados con el mundo empresarial y corporativo (Gürtel, Bárcenas, etc.). La izquierda, con más experiencia de mando en plaza y la presunción de inocencia por venir del antifranquismo, tiene mayor inclinación hacia el dinero público «que no es de nadie», zona de confort que explicaría por qué lo malversado ha sido cuantitativamente superior en su demarcación (unos 800 millones de euros dilapidados solo en los Eres de Andalucía). La vertical del poder no tiene patria ni discierne entre ideologías.
El desarraigo democrático que impera en los Estados modernos es una anomalía histórica. Es incierto que no exista alternativa y estemos condenados a seguir al abanderado. La primera democracia conocida, en la Atenas de los siglos V y IV antes de nuestra era, no tenía Estado en estricto sentido, ni tampoco un término para denominar a la «religión». No había nada que eludiera la participación de los ciudad(anos) en la cosa pública. Todos podían gobernar y ser gobernados, autogestionar la Polis (la ciudad). No se conocían formas de representación indirecta por delegación. Era lo más parecido a una DemoAcracia, imperfecta por limitada, construida desde abajo, con los cargos elegidos por sorteo (sin estatus de dirigentes versus dirigidos), entre comunidades federadas interdependientes (sinoicismo). No hay más democracia que la democracia de proximidad ética. Una democracia de demócratas, con rendimiento de cuentas. Porque lo decisivo no es la escala nominal-dimensional, sino la escala de valores compartidos (isonómicos). La voracidad inserta en la globalización cosmopolita exige conciliar el decrecimiento económico (consumo-producción-residuos) y el decrecimiento estatal (dominación-coacción-elitismo) en clave emancipatoria. Que es lo contrario de reinventar el fundamentalismo nacionalista, prototipo identitario y supremacista endiosado por la misma voluntad de poder que el Estado al que aspira ser de mayor.
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro