Artículo publicado en Rojo y Negro nº 385 de enero
Con mi muerte me gano a mí mismo
(Juan Peiró, momentos antes de ser fusilado por el franquismo)
En pleno centro de Madrid hay un conjunto monumental dedicado al estadista Cánovas del Castillo donde destaca esta leyenda: «víctima del anarquismo», sin más más, victimario, como el agua, si te ahogas. La glosa que mete en el patíbulo de la historia al ideal libertario se encuentra situada frente al Palacio del Senado y junto a la sede del Centro de Estudios Constitucionales. Una encrucijada democrática que cabría interpretar como si los representantes del pueblo español y los intelectuales avalistas de la Constitución, en su imperturbable trajinar ante la lápida incriminatoria, aprobaran su sentencia abominatoria. De hecho, el pasado 6 de diciembre todos los cargos institucionales de la nación, desde el Rey al Defensor del Pueblo, festejaron el 45 aniversario de la Carta Magna en el recinto que acoge a la efigie del artífice de la restauración borbónica. La pregunta es: ¿qué tiene el anarquismo para que, cuando se aprueban leyes de memoria rehabilitadoras y los ayuntamientos revisan el nombre de las calles para visibilizar su legado más aperturista, se le siga persiguiendo con saña inquisidora?
Conceptual y etimológicamente anarquismo significa rechazo del poder autoritario. Esa es la dimensión que Proudhon pretendió dar a una expresión que definiera la forma de estar en política sin violencia institucional. Pero el término elegido, «anarquía», con raíces en el griego antiguo (an-arkhé: no-gobierno) está lejos de proponer la desconexión de la esfera pública. Al contrario, entrañaba una exigencia de participación efectiva en los asuntos de la comunidad para forjar la propia experiencia responsable. En realidad reivindica el helénico «gobernar y ser gobernado», vinculante y no unidimensional, abierto a todos sin excepciones y con el compromiso de decir verdad (parrhesia) como asidero de solidaridad. Por lo tanto, refutando la noción de «jerarquía», ese orden predestinado (hierarquía: de hieros, divino, sagrado, y arkhei, orden, gobierno, mandato) que hace de los ciudadanos criaturas sometidas al Estado. Con tamañas limitaciones, parece lógico el tradicional desamparo y la forzada marginación de todo lo que entrañe posos de anarquía. Su consabida mala reputación, por usar la conocida expresión de Georges Brassens (a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe).
Esa actitud, esgrimida como pintoresca y hasta romántica desde la condescendencia del poder, se demoniza cuando se lleva a la práctica convivencial desde una perspectiva de emancipación integral. Contra lo que demanda la sociedad del escalafón, franquiciada en su pautado existencial, donde los oprimidos reproducen el modelo parasitario dominante por miedo que al derrumbarse este lo haga sobre ellos (demasiado grandes para quebrar). Entonces, la existencia de desafectos recalcitrantes, por el mero hecho de significarse frente a la vertical del poder, se entiende como una peligrosa enmienda a la totalidad. De ahí que sobre el anarquismo exista una cultura de cancelación que sin ser expresa no deja de hacerse patente en muchas de las manifestaciones del engranaje hegemónico. Decía el escritor portugués Miguel Torga: «La única forma de ser libre ante el poder es tener la dignidad de no servirlo». No hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
En este contexto, parece lógico que los ayuntamientos compitan en reconocer a sus hijos más ilustres rotulando calles con sus nombres y colocando placas en los edificios que les acogieron para homenajear a cuantos alcanzaron fama, honra y predicamento. Sin justicia transicional, aunque con una bien adobada transición pasapalabra, no es chocante que en la geografía urbana aparezcan unidas y a menudo hasta confundidas distintas estirpes políticas de un pasado redivivo. Gentes como el poeta Leopoldo Panero y el divisionario Dionisio Ridruejo, que compartieron en sus inicios idéntico fervor franquista para terminar en campos opuestos, tienen su elogiosa referencia en sendas casas contiguas del barrio de El Retiro en la capital. El bardo oficial del Caudillo y el autor de la letra del Cara al sol; azules y rojos; liberales y conservadores, a todos y no tanto a todas, la patria agradecida. Aunque el paradigma de esa sinfonía de valores lo ostenta el municipio coruñés de Oleiros. El pueblo con mayor renta per cápita de toda Galicia, refugio exclusivo del Forbes regional, luce el callejero más militante de todo el Estado. De Enrique Líster a Dolores Ibárruri, pasando por Las Treces Rosas y Yasser Arafat, el directorio comunista es abultado. Todos bajo la atenta mirada de la colosal estatua del Che Guevara que preside el centro de la villa, la segunda más grande del mundo.
Pero el mapa no es el territorio, es su representación. La cultura de reconciliación reflejada en calles y avenidas está sesgada a favor de quienes alcanzaron notoriedad al servicio del poder y sus instituciones. Una sobrerrepresentación que refuerza las señas de legitimidad del sistema y mengua la proyección de los hombres y mujeres que dieron lo mejor de sí al otro lado de las bambalinas. Por eso los anarquistas, al considerar que un hombre completo nunca puede ser una autoridad, suelen estar alejados del medallero oficial. Se funden con ese magma social que cumplido su ciclo vital desaparece sin dejar rastro en esquelas y obituarios en los periódicos. Integrando el humus espectral de los que nadie hablará cuando estén muertos. Sin unidad de destino en lo universal. Porque hay dos formas seculares de entrar en la historia del númerus clausus. Aceptando que no hay más alternativa que la reinante, y entonces se levantan fronteras. O renunciando a abrazar la mística de una resignación que no vale lo que cuesta, y entonces se levantan muros y fosas en la memoria. Pertrechado con ese «conmigo que no cuenten» que dicta obrar en conciencia. Como Arquíloco arrojando el escudo en plena contienda para elegir vivir en vez de morir matando, o Barthebly, el protagonista de la novela de Herman Melville, con su «preferiría no hacerlo». Una se logra en directo y bajo palio y la otra previa moratoria en el purgatorio civil de Dante. Por cierto, un libertario condenado a muerte por la dictadura fue de los primeros escritores en publicar una obra sobre nuestra historia constitucional en el parteaguas de la transición. El autor se llamaba Eduardo de Guzmán y el libro España: entre las dictaduras y la democracia (1976).
Contrario al sufragio universal y partidario de la esclavitud, Antonio Cánovas del Castillo fue asesinado en octubre de 1897 en el Balneario de Santa Águeda (Mondragón, Guipúzcoa) por el anarquista italiano Michele Angiolillo en venganza por los fusilamientos de Montjuic.
Rafael Cid
Fuente: Rojo y Negro