Artículo publicado en RyN nº 380 de julio-agosto.

Cuando nada más puede sorprender la deshumanización del sistema neocapitalista, se hizo eco de la terrible noticia en el sector del telemarketing: una trabajadora falleció en su puesto y su cuerpo quedó tendido por varias horas a la espera del forense mientras sus compañeros y compañeras continuaron trabajando. Aquellos que hablan de valores y tradiciones no recuerdan las relaciones laborales del pasado en las que, ante una terrible desgracia, se paraba la producción e incluso el señor de turno tenía la obligación moral de permitir la ausencia total de la plantilla para acudir a las exequias.
El horizonte del neoliberalismo se muestra oscuro en su camino hacia unas relaciones humanas completamente deshumanizadas. Nos venden como logros individuales y ejemplos de superación cada hito en este retroceso, desde sanitarios empalmando jornadas ante la ausencia de plantilla hasta menores en edad escolar trabajando.
Tradicionalmente, la intervención en las relaciones laborales ha sido unánime en todos los movimientos políticos: anarquistas, socialistas, comunistas, liberales e incluso los fascismos o las derechas paternalistas; también el cristianismo ha mantenido unas pautas mínimas. No es un acuerdo entre iguales, por eso las leyes laborales no están en el Código Civil sino que fue necesario el desarrollo de un derecho propio llamado Derecho del Trabajo porque había una parte desigual que necesitaba y seguirá necesitando la protección del Estado. En definitiva, se ha intentado, de alguna manera, que el Estado pudiera marcar unos límites al capitalismo.
Las nuevas generaciones han sido impregnadas con el ideario neoliberal y la cuestión no es la de las modas estéticas adolescentes, sino el pensamiento que ha calado por detrás: el cuestionamiento del sistema de impuestos progresivos, el trabajar a “libre elección” de las partes, el repudiar al modelo de la Seguridad Social y pensiones; es decir, se están oponiendo a los grandes y decisivos avances del siglo y de la clase trabajadora. Por ello no nos puede sorprender el ayusismo madrileño o el voxismo nacional.
Hemos sufrido una gran derrota, perder el significado de la palabra LIBERTAD. Decidir incluso sobre la vida de los demás lo llaman libertad, permitir que alguien trabaje por debajo del derecho es libertad, especular con bienes de primera necesidad es libertad… A esta ecuación debemos añadir la igualdad, no la igualdad liberal entendida como un trato entre iguales, sino con la misma opción de medios y oportunidades. Nuevamente nos están adiestrando a entender las relaciones laborales como un acuerdo entre dos partes igualmente jurídicas, incluso años atrás empezaron a sustituir “trabajador/a” o “empleado/a” por “colaborador/a”. Introducen indirectamente la idea de acuerdo mercantil privado como si un gigante necesitase de una gota de agua, una tendencia en alza que se observaba en las empresas GAFAM y ha influido a las ETTs y calado en las PYMES.
El aumento de las desigualdades sociales expone peligrosamente a la clase trabajadora. Se puede tener un empleo a tiempo completo y no salir del umbral de la pobreza: depender en extrema necesidad de un trabajo hace perder la libertad de decisión y fomenta el abuso del empleador. Debemos rescatar este concepto y desde nuestros movimientos tenemos que llevar por bandera la libertad, pero no como un vacío eslogan sino con un peso detrás. Libertad para poder vivir en un espacio saludable, libertad para no sólo poder llegar a fin de mes, libertad para humanizar las relaciones sociales, libertad, en definitiva, para poder crecer como personas: libertad es poder elegir vivir dignamente respetando al individuo y a la comunidad.
Salud y ráfagas desde el asfalto.

Alberto García Lerma


Fuente: Rojo y Negro