Artículo de Rafael Cid publicado en Rojo y Negro nº 378, mayo 2023

Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo

(Albert Einstein)

La Historia con mayúscula ni se detiene ni tropieza, predicaba un clásico. Pero la historia política, esa que depende del semáforo que imponga el gobierno de turno, tiene otras claves más procaces. Porque está hecha a imagen y semejanza de los intereses dominantes y alienantes. O sea, en la pertinaz disputa entre lo que sociedad demanda y lo que desde el poder se oferta. Es la lógica endémica del sistema. Cuando unos pocos deciden arbitrariamente y el resto obedece mansamente, y además aquellos defienden representar la voluntad de estos, se consagra el trágala cambiar algo para que lo principal siga igual.

Ese ha sido el sino de nuestra reciente democracia, el periodo que se va desde la transición hasta nuestros días. Sin que nada haya perturbado su genoma continuista. Con la derecha, el centro, la izquierda o con una coalición progresista como la que se autoproclama el <<gobierno de la gente>>. Tanto monta, monta tanto. La fórmula maestra ha permanecido invariable sine die. A más Estado invasivo menos sociedad civil autónoma y responsable. Resignados o coléricos, en realidad somos una franquicia al servicio de quienes ostentan el mando por obra de una suerte de voluntad popular preestablecida.

Para escrutar cómo hemos llegado hasta aquí es necesario hacer un ejercicio de arqueología político-económico-social. Excavar en los antecedentes, estrato a estrato. Indagar en aquellos estamentos estructurales que fijaron las bases hegemónicas que nos rigen. Entonces comprobamos que <<lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa>> anclado en el periodo preconstitucional. Antes de que el 6 de diciembre de 1978, ahora hace 45 años, las urnas dieran el sí quiero urbi et orbi a la ley de leyes. Porque allí surgió el patrón de lo que somos y lo que seremos mientras no superemos la cultura impostada con nocturnidad y alevosía extramuros. Los actos tienen consecuencias.

Dejemos al margen los hechos que concurrieron a la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975, que ya es concesión. Cuando el antifranquismo de escalafón optó por la tenaz sostenella y no enmendalla, haciendo caso omiso de las oportunidades (kayros) que tras decenios de opresión se abrían a un tiempo nuevo. Como acababa de ocurrir un año antes en Grecia  licenciando al régimen de los coroneles o en Portugal aquel gozoso 25 de abril (<<Grándola  vila morena / terra da fraternidade / o povo é quem máis ordena /dentro de ti, ó cidade>>).  Por el contrario, aquí se mutó del épico <<no pasarán>> al consenso entre víctimas y victimarios y lo bautizaron como reconciliación (a más más, el 25 de julio de 1975 se detenía a los miembros de la UMD, el grupo militar conjurado para secundar a los capitanes lusos). Aquella democracia orgánica fecundó la actual democracia coronada.

Pero en el interín y en ayuno de los afectados, la amalgama nacida del pacto entre la casta saliente y la clase entrante sentó las bases de lo que luego legitimaria la Constitución fundante. Reunidos en petit comité, rojos y azules convinieron en lo que debían ser las credenciales de la nueva sociedad elaborando bajo su exclusiva autoridad normas de obligado cumplimiento para todos: La Ley Electoral de 18/03/1977; las Leyes de Amnistía de 30/ 07/1976 y de 15/10/1977; y Los pactos de la Moncloa de 25/10/1977. Estos son los pilares institucionales sobre los que se consumó el espejismo representativo vigente. Leyes todas ellas preconstitucionales para informar una democracia que estaba por venir, preñando otras hazañas tartufas como el Concordato con el Vaticano, que privilegiaba a la Iglesia de la Cruzada, y un Estatuto de los Trabajadores que consumó un modelo de relaciones sindicales de palo y la zanahoria (ilegalizaba las huelgas de solidaridad y legitimaba los <<liberados sindicales>>, modalidad de representación obrera a tiempo completo financiada por los  propios empresarios).

La Ley Electoral, cuyas sucesivas adendas no han modificado en lo sustancial sus señas de identidad (proporcionalidad imperfecta y provincia como circunscripción), permitió consolidar un modelo para delegar la soberanía en un bipartidismo al dente y evitar la irrupción de alternativas disruptivas (como se ha visto en la mermada representación de Izquierda Unida a pesar de contar con una amplia cuota de sufragios). Este modus vivendi, alterado tras la debacle del tándem PP-PSOE desde el estallido ciudadano del 15M y el correlato de la aparición de Podemos, potencia a los partidos con mayores apoyos en zonas poco pobladas (rurales) y perjudica a los que basan su implantación en los grandes núcleos urbanos. Por eso, desde la oposición todas las formaciones políticas apuestan por modificar la injusta ley electoral (una persona no es un voto) pero cuando llegan al poder olvidan sus promesas porque no quieren perder los privilegios que el sobrevenido estatus les otorga. Las listas cerradas y bloqueadas, y la medieval disciplina de voto, significan mucho más que una anomalía.

La Ley Amnistía (dos, la primera minorista, para facilitar la concurrencia de los principales partidos a las elecciones de 15 de junio de 1977, y la segunda generalista) legalizó el borrón y cuenta nueva sobre los crímenes del franquismo. Se trata de una auténtica ley de punto final que hace caso omiso sobre la no prescripción de los delitos de lesa humanidad. Frente al imperativo categórico y ético de perseguir en todo tiempo este tipo de actos, abrazaron su impunidad incluso aquellos que habían sufrido la represión de la dictadura. El líder de Comisiones Obreras (CCOO), Marcelino Camacho, a la sazón diputado por el Partido Comunista de España (PCE), justificó así su voto favorable en el Congreso: << ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?>>.

De aquel atado y bien atado derecho al olvido vienen algunos lodos que hoy lastran a las leyes de memoria aprobadas por los últimos gobiernos socialistas: la Ley de Memoria Histórica (LMH) de 2007 de Rodríguez Zapatero y la Ley de Memoria Democrática (LMD) de 2022 de Pedro Sánchez. Un puedo y no quiero, porque lo que mal empieza suele empeorar con el tiempo y la erótica del poder. “Cuando Franco desaparece, en España no se pudo establecer una correlación de fuerzas sino una correlación de debilidades”, escribió para la posteridad el escritor Manuel Vázquez Montalbán, excusando a lo finolis la heroica claudicación de sus camaradas. Exposición que Manuel Fraga completaría hurgando en la herida con su dictum <la política (donde deber leerse el poder) hace extraños compañeros de cama>>.

Los Pactos de la Moncloa, finalmente, ahormaron la arquitectura del modelo capitalista que luego sería consagrado en la Constitución. De la trascendencia de aquellos acuerdos da idea que la iniciativa partiera de los partidos con representación parlamentaria, sin contar previamente con las organizaciones sociales y sin consulta popular. A pesar de las innegables consecuencias que en el terreno laboral iba a tener el marco productivo. El denominado <<Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política>>, fue inicialmente apoyado en solitario por CCOO en tándem con la patronal CEOE. Aunque la Unión General de Trabajadores (UGT) de Nicolas Redondo terminó cediendo a las presiones del PSOE aceptando el plan diseñado por las cúpulas partidistas y empresariales. Solamente la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) rechazó de plano el pacto que insertaba a la naciente democracia en el engranaje de la pugnante economía neoliberal que meses atrás la oposición de izquierda impugnaba.

Esas renuncias históricas son las que fomentan la posmemoria (memoria de recuerdos ajenos) entre las generaciones que no vivieron aquellos sucesos. Sin experiencia directa, su forma de relacionarse con el pasado esta distorsionada por la impronta del paradigma franquiciador. Eso explicaría que leyes como las de Memoria Histórica y Memoria Democrática sean aceptadas como avances sin mácula a pesar de exhibir rastros ultrajantes que mantienen y ahondan los perfiles más sórdidos de aquella sumisión originaria. En el caso de los damnificados del franquismo, el hándicap cognitivo que entraña la historia en diferido se amplifica hasta convertirse en <<amnesia moral>> cuando se humilla y vandaliza a los testigos directos de aquellos años de plomo a través de leyes flagrantemente discriminatorias.

Es lo que hacen la LMH y la LMD al prescribir compensaciones económicas para las víctimas de los primeros años de la dictadura notablemente inferiores a las concedidas para los que la sufrieron después de 1968 (dintel cronológico usado para equipararlos espuriamente con las del terrorismo). Un menosprecio denunciado a nivel particular al Defensor del Pueblo ante la pasividad de algunas asociaciones memorialistas, que se ha consumado gracias al relato de parte vampirizado desde la Administración del Estado. Abochorna y supone un insulto a la inteligencia (no artificial) achacar a su coste económico la injusticia cometida con decenas de miles de personas que lucharon contra aquel régimen criminal en su etapa más sanguinaria. Sobre todo, cuando el mismo gobierno en cuya mano está reparar la afrenta ha desembolsado 200 millones de euros públicos para golosinar con una paga de 400 euros por cabeza a los jóvenes que cumplan 18 años de edad en el plurielectoral año en curso, dispendio que Yolanda Díaz ha eleva a 20.000 euros en su llamada <<herencia universal>> como banderín de enganche para el artefacto Sumar. Será porque los muertos no votan y muchos vivos han perdido su sombra.

(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Mayo de Rojo y Negro)


Fuente: Rojo y Negro