El Egipto tolemaico fue el primer Estado de la historia en que la población tuvo asistencia médica pública
(Hermann Bengtson, Historia de Grecia)
Con la llegada de la democracia, España pasó de una sanidad básica a otra de prestación general, primero, y luego de cobertura universal, que garantizaba la asistencia gratuita a todos los niveles a cualquier persona aquí residente (nacional o extranjero), incluidos los medicamentos durante el tratamiento hospitalario (en general, los fármacos están ampliamente subvencionados para muchos estamentos sociales). Con ello nuestro país se colocó en el podio mundial en cuanto a la excelencia del Sistema Nacional de Salud (SNS). Un salto cualitativo que, no obstante, debía contemplar dos grandes retos. Por un lado, el de aportar recursos suficientes para su financiación manteniendo los estándares de calidad. Y por otro, respetar el artículo 38 de la Constitución que reconoce «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado». Dos variables, el vaivén público-privado, en pugna irresoluble. Dado que el sector de la salud, por su centralidad vital entre las necesidades humanas, es un incisivo referente de la economía lucrativa (dualidad ya instalada en el sector de la educación).
Aparte otros elementos sobrevenidos que acentúan esa tensión conflictiva. Como el hecho de haber pasado de ser una nación de emigrantes de escasa cualificación laboral (hoy sucede al revés: exportamos especialistas y técnicos, entre ellos muchos profesionales de la medicina) a tener importantes flujos de población extranjera; el paulatino estrangulamiento de las fuentes de financiación debido a la insuficiencia del aporte impositivo (solo las mutualidades de funcionarios lo hacen en parte vía cotizaciones) y el impacto de un alto nivel de paro casi crónico; y el incremento de la esperanza de vida entre las capas de población de más edad y por tanto más vulnerables a las enfermedades (ahí están las sangrantes cifras de ancianos con patologías previas fallecidos durante la primera ola de la pandemia).
Vasos comunicantes al fin y al cabo, resulta obvio que todo deterioro del SNS en cualquier de sus parámetros, estructural o contingente, supone una fuga hacia el competidor negocio privado (sin contar con la inevitable y onerosa dependencia de la cartera de suministro farmacéutico que atesoran las corporaciones multinacionales, caso de las vacunas del coronavirus. Concernidos por la compulsión de la ley de la oferta y la demanda, alternativas como la externalización de prestaciones, la cogobernanza legal, la gestión público-privada o el formato concertada, son aspectos que conllevan flecos de disrupción. Groso modo, en línea parecida con lo que sucede en el ámbito de las pensiones, otra de las principales partidas de los Presupuestos Generales del Estado, capítulo siempre objeto de rebatiña por lobbies atrapalotodo.
Este es el marco del debate sobre la sanidad realmente existente, y uno de sus peligros radica en desvirtuarlo haciendo de su necesario blindaje, gobierne quien gobierne, una diatriba sectaria de carácter ideológico y partitocrático. Los evidentes estropicios en las Urgencias Extrahospitalarias (UE) en Madrid bien merecen una huelga de sus profesionales y la movilización ciudadana, mientras que en sus equivalentes del Hospital General de Valencia hay que esperar hasta 4 días para subir una cama a planta sin que ello provoque una respuesta social de similar contundencia. Veamos:
En 1970 la población española era de 34.032.891 habitantes, alcanzando el personal sanitario cinco años más tarde la cifra de 177.178 profesionales (54.533 médicos). Casi medio siglo después, en 2022, el censo se sitúa en 47.435.597 habitantes y 923.207 profesionales (283.811 médicos). En ese contexto estadístico, descontando los respectivos flujos migratorios, juega el marco regulador del Sistema Nacional de Salud sobre el que hay que interpretar la problemática actual. Hablamos en primera instancia de la Ley General de Sanidad (LGS) 14/1986, de 26 de abril, que extendió la cobertura al conjunto de los ciudadanos, haciendo efectivo a todos los españoles el artículo 43.1 de la C.E. sobre «el derecho a la protección de la salud», al tiempo que en su artículo 90 admitía que «Las Administraciones Públicas Sanitarias, en el ámbito de sus respectivas competencias, podrán establecer conciertos para la prestación de servicios sanitarios con medios ajenos a ellas». Poco después, en 1989, el Decreto de Universalización extendió sus beneficios a los sectores más precarios de la sociedad. A este flujo, que elevó cuantitativa y cualitativamente la oferta sanitaria, siguió un reflujo inspirado en «El Informe Abril» encargado en 1991 por Moncloa para conjurar los signos de un «cierto agotamiento del sistema» (la misma traba de «insostenibilidad» que se agita con las pensiones), carente de «una visión global y empresarial».
Aunque el intento «reequilibrador» no prosperó parlamentariamente, sirvió de guía para la puesta marcha años más tarde de la Ley 15/97 de «Nuevas Formas de Gestión». La norma, aprobada con los votos de PP, PSOE, CiU, ERC y PNV (solo BNG e IU lo hicieron en contra) y el apoyo cómplice de CC.OO. y UGT, serviría de lanzadera legal para llevar a la práctica el modelo de gestión público-privada en sanidad, a tenor del principio aperturista de la LGS. En 1999 el Hospital de Alzira, en la Comunidad Valenciana, fue el primer centro público en adaptarse a la nueva fórmula. En 2012 el proyecto de privatizar 6 hospitales y un segmento de la Atención Primaria en Madrid derrapó ante el decidido rechazo del personal sanitario y usuarios movilizados en torno a las mareas blancas (por la batas de los sanitarios). Por el contrario, la derogación del «modelo Alzira» sería uno de los signos de identidad del programa de gobierno suscrito por el PSV y la coalición Compromís en el País Valencià.
Y entonces llegó la pandemia y las estructuras del Sistema Nacional de Salud apenas superaron la prueba de resistencia. La irresponsable falta de previsión de las autoridades del ramo, el caos organizativo (se pasó del mando único al compartido con las autonomías), la letalidad diezmando las residencias de mayores (fuimos durante meses el país con mayor índice de fallecidos del planeta), la proliferación del triaje en las urgencias hospitalarias, la militarización de la crisis (se denominó Operación Balmis y cada día el parte de incidencias corría a cargo de un elenco formado por los altos mandos del Ejército, la Policía y la Guardia Civil, con Fernando Simón de santo patrón), y una pavorosa escasez de material quirúrgico (faltó lo más esencial: desde mascarillas hasta trajes de protección, teniendo que recurrir a confeccionarlos con sacos de basura de gran tamaño), abrieron en canal al sistema.
Donde solo un año antes, en 2019, el Foro Económico Mundial había otorgado a España el título de mejor sanidad del mundo (junto con Singapur, Hong-Kong y Japón) ahora 56 sociedades científicas en representación de 170.000 profesionales sanitarios denunciaban el chapapote imperante insertando campañas de publicidad en la prensa con la rúbrica «Sres. Políticos: En salud, ustedes mandan pero no saben». Y de esos vientos nacieron estos lodos. El panorama que dejó la resaca de la pandemia no era nada idílico. Escasez de médicos, largas listas de espera en los centros, malestar entre los facultativos por el empeoramiento de las condiciones laborales y salariales, críticas de los pacientes por el déficit en las prestaciones, y la irrupción de la telemedicina como placebo ante la escasez de las plantillas, vinieron a sumarse a la ya crónica bicefalia público-privada para satisfacción de los operadores sanitarios privados.
En la última década, más 18.000 médicos emigraron al extranjero atraídos por las mejores expectativas, el equivalente a tres promociones de médicos (el curso 2019-2020 se graduaron 6.600). Un cuello de botella estructural al que hay que añadir el filtro restrictivo en el acceso al MIR (Médico Interno Residente), una selección que cada año deja en la estacada a mayor número de titulados. El año en curso quedaron vacantes 218 plazas en el concurso de adjudicación y 1895 profesionales no superaron la nota de corte establecida (hasta 2008-2009 no había ninguna traba meritocrática). Todo ello agravado a su vez por el nuevo modelo de adjudicación telemática y una serie de circunstancias sobrevenidas que acumuladas estrechan aún más las capacidades del sistema: el pasado año 190 MIR no llegaron a tomar posesión de la plaza; cada vez son más los extranjeros egresados (531 en 2021) que se marchan a sus países de origen acabado el ciclo MIR y no son pocos los médicos que renuncian durante el primer mes de residencia.
Esta carrera de obstáculos no siempre encuentra respuesta adecuada en las Administraciones Públicas competentes, sino que por el contrario a menudo sirve para sembrar polémicas cruzadas entre los concernidos. De una lado, Comunidades Autónomas frente a la Administración Central, y del otro las mismas Autonomías entre sí, según el signo político de sus gobiernos. El «y tú más» está a la orden del día para malestar de todos, personal del SNS y pacientes. Se confunde deliberadamente lo público con lo gubernamental para salirse por la tangente, como ocurre con las televisiones públicas (estatales y comunitarias), que responden más a la voz de su amo que al interés general. Una cosa es que las CC.AA. tengan transferidas las competencias en Sanidad (hasta unos límites reglados) y otra que el Gobierno de la Nación se llame a andana cuando los problemas se desbordan, y la opinión pública presiona amenazando sus respectivas zonas de confort.
A este respecto, la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos (CESM), en carta dirigida al entonces ministro Salvador Illa, el 24 julio de 2020, denunciaba la inercia estatal en los «conflictos relacionados con la situación laboral y profesional en los que el personal en formación, en especial los MIR, se encuentra inmerso». Aseguraba la misiva que era la Administración Central a la que incumbía la solución de muchas de las cuestiones planteadas, dado que se trata de una cuestión de Estado regulada «tanto en Real decreto 1146/2006 como en el RD 183/2008». En concreto, la CESM hacía referencia, entre otras a: «la mejora de la jornada laboral y su adaptación a la reciente jurisprudencia sobre ordenación de los tiempos de trabajo, en especial de la jornada máxima, y el respeto de los tiempos de descanso, diario y semanal, adecuación y actualización de las retribuciones básicas y establecimiento de un mínimo para las complementarias». Para concluir, contextualizando la crisis, urgiendo al Gobierno «a que haga las gestiones oportunas para que por los departamentos ministeriales que corresponda se aborden estos problemas a la mayor brevedad posible, ya que, teniendo en cuenta que un rebrote de la covid-19 para este otoño/invierno es un riesgo muy plausible, debemos estar preparados para afrontarlo en las mejores condiciones, por lo quedamos a la espera de sus noticias». Tres meses después, el 4 de octubre de 2020, se publicaba en los principales diarios el manifiesto arriba citado, dirigido a la autoridades y a la clase política en general con el lema «En la salud, ustedes mandan pero no saben».
De un año para otro, nuestro tradicional paradigma sanitario quedaba obsoleto y su sustitución abría un proceso preñado de dudas, incluido el gran salto adelante que predicaba la generalización de una telemedicina más allá del formato en red. Una técnica más predictiva que diagnóstica, a la que las propias autoridades se encomendaron para no zozobrar ante una pandemia que no cesaba de vocear las grietas del sistema. Esa fuga hacia adelante contó con el patrocinio del propio ministro del ramo, presentando la «transformación digital» como una etapa avanzada de la gestión público-privada. El 7 de octubre, apenas setenta y dos horas del tirón de orejas dado por las 57 asociaciones científicas, Illa presidía unas jornadas organizadas por la farmacéutica Roche bajo el nombre «Repensando la sanidad española. Una nueva sanidad para una nueva normalidad». El evento de la multinacional implicada en los escándalos del Gripe A y el Tamifu fue retransmitido en directo en la web del diario El País, con su director como maestro de ceremonias, lo que derivó en que el buque insignia del grupo Prisa acumulara ex ante y ex post una considerable cartera de publicidad magnificando los retos de la moderna medicina lucrativa (incluyendo encartes de 12 páginas elaborados por la Fundación España Salud). La nueva normalidad predicada en el encuentro la definía el ministro como un mix de «la colaboración público-privado» para «reforzar la sanidad».
Quizás por eso en el Programa de Coalición Progresista suscrito por PSOE y Unidas Podemos como base de su actuación gubernamental se pasa de puntillas sobre la norma estrella que avala esa nueva normalidad. Así, el punto 2.2.3 dice con un cierto tono masoquista: «Se revisará la Ley 15/1997, de habilitación de nuevas formas de gestión del Sistema Nacional de salud y el conjunto de los mecanismos normativos que abren la puerta a la privatización del sistema». O sea, se reconoce que el proceso privatizador es conforme a ley y al mismo tiempo se habla solo de revisarlo y no de derogarlo. Excusatio non petita dado que en el enunciado de ese apartado se dice literalmente «Avanzaremos en el blindaje de nuestro sistema público de salud, apostando por una sanidad que se base en la gestión pública directa». En el entorno contractual, eufemismos, sucedáneos y trampantojos tipo «avanzaremos», «apostando», «que se base», «se revisará», dependen de la reputación que tenga el declarante. Tantos condicionantes diluyen una propuesta, el famoso «ceteris paribus» (si lo demás no varía) de la no ciencia económica. Otra vez las medias tintas, como el compromiso (este sí con la cita talismán) de derogar la reforma laboral del PP luego descafeinado hasta su desnaturalización.
Llegados a este punto, la realidad se impone a diestra y siniestra. Los datos oficiales señalan que hoy en España faltan 4.700 médicos de Atención Primaria y 1.300 pediatras; ninguna comunidad dedica el 25% de su presupuesto a sanidad aconsejado por la Organización Mundial de la Salud (la media nacional es del 14%); y el ratio de 1 médico de familia por 1.000 habitantes solo es superado por Castilla y León (1,1), siendo Baleares (0, 6), Canarias (0,7) y Madrid (0,7) las últimas en este epígrafe (la media nacional está en 0,8). Asimismo, el ranking de las listas de espera demuestra que la crisis no distingue de colores políticos. Según el departamento de Carolina Darias, en su informe anual 2020-2021, las cifras de accesibilidad temporal en cirugía por comunidades fluctúan sin un patrón de comportamiento. A la cabeza aparecen Asturias (60 días) y País Vasco (68 días), y a la cola Castilla-La Mancha (286 días), Andalucía (188 días), Aragón (180 días) y Extremadura (175 días). Que la problemática es transversal se percibe al contrastar experiencias tipo, según la apuesta principal haya sido dirigida a la gestión público-privada o por, el contrario, hacia la pública pura, esquema que actualmente encarnan la Comunidad de Madrid y la Comunidad Valenciana. Pues bien, el plazo de espera en Madrid está en 80 días mientras en Valencia llega a 125 días. En esta última autonomía, donde el gobierno de Ximo Puig empeñó la desprivatización de los servicios sanitarios, solo entre los meses de enero a abril pasado se derivaron al sector privado 9.200 pacientes con un coste de 7.021.212 euros. La víspera de la gran una manifestación celebrada en la capital contra «el modelo Ayuso», Comisiones Obreras denunciaba que en el Hospital General de Valencia tardaban hasta 4 días en urgencias para tener cama en planta. A destacar el progresivo y acelerado deterioro de esta variable, que ha pasado de 65 días de demora en el año 2010 a 148 días en 2020. La herencia sanitaria recibida que responsabiliza tanto al gobierno del PSOE, como al del PP e incluso al actual de PSOE y Unidas Podemos, que son las siglas que ocuparon el poder en esa década regresiva.
Sin desdeñar lo más mínimo el margen de desempeño de las administraciones locales, este es en lo esencial el VAR (Video Assistant Referee) del estropicio sanitario que nos aflige. Esgrimirlo maniqueamente como tizona partidista, sin embargo, implica desvirtuarlo y dejarlo a merced de los hooligans mediáticos. El Gobierno madrileño diseñó el 20 de junio un nuevo modelo de UE que debía entrar en vigor el primero de noviembre; el 27 de octubre todos los sindicatos (CC.OO., UGT, CSIT y Satse) excepto AMYTS apoyaron la propuesta; y ocho días después fueron a la huelga impulsados por la caótica improvisación de los responsables sanitarios de la CAM al implementarlo, lo que derivó en la masiva manifestación del domingo 13 de noviembre. Cuando eso sucedía, en Cantabria un Ejecutivo de signo contrario llevaba días soportando un paro en la Atención Primaria. En Madrid, la presidenta regional Díaz Ayuso acusó a los «activistas de izquierda» de «incendiar las calles», en Cantabria el comité de huelga señalaba a la Ejecutiva del PSOE (Sanidad está en sus manos en la CAC) por alentar al boicot mandando cartas «a militantes y simpatizantes utilizando la mentira para desacreditarla». La Sanidad es el pilar fundamental del Estado de Bienestar de un pueblo, y en su defensa y preservación hay que huir de los interesados relatos de parte. Tucídides era un reconocido adversario político de Pericles, y eso no le impidió elogiar la Oración Fúnebre pronunciada por el padre de la democracia ateniense en la Primera Guerra del Peloponeso. Que cada cual aguante su vela.
Rafael Cid
(Nota. Este artículo se ha publicado en el número de Diciembre de Rojo y Negro)
Fuente: Rafael Cid